Presentamos en la Revista Trasdemar una muestra escogida de la obra literaria de Ernesto Rodríguez Abad (Los Silos, Tenerife) Autor de una reconocida obra narrativa y dramatúrgica, es director del Festival Internacional del Cuento de Los Silos. Estudió Filología hispánica y Filología Francesa. Profesor de la universidad de La Laguna, aunque ha impartido clases en el Máster de literatura infantil de la UCLM o en la UNAM de México. Su vida artística ha girado en torno al teatro, la narración oral y la escritura. Dirige la revista Mnemosyne dedicada a la narración oral y al cuento. Ha obtenido reconocimientos y premios como Ateneo de La Laguna, Premio a la investigación teatral en Monastir (Túnez), Premio Pajarita de papel (Argentina), Premio de Teatro Santa Cruz de La Palma o el reconocimiento a su labor en educación y literatura en Quito (Ecuador) otorgándole el Premio Noûs a la excelencia educativa. Entre sus novelas destacan los títulos “Sombra de cristal” (Edición KA, 2008) y “Jardín de brujas. Apuntes para una novela” (Diego Pun Ed., 2011) Con motivo del Día Mundial del Teatro 2022, compartimos una selección variada de su obra literaria en nuestra sección “El invernadero”
COSAS DE DIOSES
EN LA PIRA
Ella, allí, sobre aquella áspera pira de sacrificios, rozando los pies descalzos de blanca piel la rugosa piedra, se sintió admirada.
Volvió la vista alrededor y posó los ojos claros en los espectadores ansiosos. Se sintió observada y admirada. Quizá también hasta deseada.
Acarició la túnica de seda fina mojada con la piel de las manos sudorosas. Se sintió desnuda y mirada.
Deseada.
No sabía si por los dioses o por los hombres.
No sintió pudor, ni miedo, cuando notó el calor de las llamas que empezaban a quemarle el vestido.
Cosas de dioses, Ediciones Idea, 2009
HICHAM
CAPÍTULO VI
Hambriento. El mar parecía un animal hambriento. Nunca había sentido algo parecido. Estaba prisionero de sí mismo. En la mayor de las inmensidades que había contemplado, sentía barrotes invisibles que lo encarcelaban. El animal rugía alrededor.
Hicham temblaba acurrucado contra las tablas. Los viejos y podridos maderos de la patera crujían. La embarcación, con el embate de las olas, parecía a punto de quebrarse. La noche era oscura, grande.
El viaje hacia la oscuridad comenzaba. Nadie hablaba. Alguno rezaba. El murmullo de las voces indecisas se mezclaba con el rumor de las olas. Un pavor creciente inundaba la pobre embarcación, que parecía precipitarse por un abismo sin fin. Vértigo. Náuseas. La noche fue interminable. El patrón dio las primeras órdenes. El agua y la comida estaban racionadas. Había una cantidad por persona y duraría los tres días que tardarían en arribar a las costas de las islas. Tendrían que dormir por turnos, cuidando no caer al océano.
En el aire vagaba el terror a los monstruos marinos de los que tantas leyendas hablaban. Enormes calamares con tentáculos que medían varios metros, capaces de estrangular a una persona; peces con ojos como llamaradas que mataban con la mirada y extraños brazos llenos de escamas que cortaban como cuchillos; medusas del tamaño de una montaña, capaces de tragarse un barco entero. Bajo un cielo negro plagado de pesadillas pasaron el cabo Bojador. Un viento veloz y frío los empujó hacia la oscuridad. Sintieron que la barquichuela era arrastrada hacia un precipicio. Era como si fuese absorbida por una fuerza tan grande que la dejaba abandonada a su suerte, sin voluntad.
Sintió ganas de gritar pero la angustia que atenazaba su garganta se lo impidió. Quiso levantarse y correr. Un deseo irrefrenable de caminar lo invadió. Correr por un lugar sin límites. Abrió la boca, quería emitir algún sonido. No encontraba la voz. Las palabras habían huido de él.
Los cuerpos sudorosos de miedo se acurrucaban en el gélido amanecer. La luz blanquecina del alba fue despertando a las cosas que se apelotonaban en el fondo de aquellos maderos medio raídos. Un olor a sudor, orines y peces podridos hacía que la atmósfera de aquel pequeño infierno fuese irrespirable.
Estaban solos en medio del océano.
(Fragmento)
Hicham, mar sin memoria, ED. Norma, Colombia y México, 2016
ESCRITOS EN LA CORTEZA
Fresno. El terror de los bosques umbríos
Estaba aterrorizado. Oía a lo lejos los disparos. Los hombres lo perseguían. A través de unas matas bajas descubrió las pesadas botas de los cazadores. Olisqueó el aire y sus fosas nasales se llenaron de sensaciones y miedos.
Estaban allí para acabar con él. Emitió unos gañidos aterradores. El aire se llenó de temblores y furias.
Sintió el odio de los hombres acercándose. No comprendió por qué querían acabar con su vida. Él vivía solo en los bosques. Los animales y los árboles eran su vida. Él sabía de vientos, de huellas en la tierra húmeda, de olores que hablaban de odios y traiciones, de cambios que traía la luna.
Dimitri Konstantinovich Dargomyzhski nació una noche de otoño de luna llena. Su padre ordenó a los sirvientes cerrar las ventanas de la mansión aquella noche porque los lobos aullaban desesperados, como si auguraran desgracias o llamaran la maldad.
Creció entre las caricias y cariños de una madre extranjera y la rigidez de la educación que había querido inculcarle su anciano y noble padre. Música, literatura y danza, se mezclaban con equitación, esgrima y dominio de las armas de fuego. Aunque él prefería la soledad, siempre mirando al cielo en las noches oscuras, como si allí fuese a encontrar algo perdido.
Dimitri Konstantinovich Dargomyzhski huía a los bosques desde pequeño. Los aullidos de los lobos lo llamaban, lo hacían sentir sensaciones primarias. Corría hacia las forestas de fresnos negros y se abrazaba a los troncos húmedos. En aquellos momentos sentía que la naturaleza lo poseía. La luna lo hechizaba, en una extraña unión de fuerzas de lo más oscuro de la tierra con el aire.
A veces, en la soledad del palacio sentía ganas de morder a los sirvientes. Una rabia oscura subía por sus venas y cegaba sus ojos que se inyectaban en sangre y odio irracional. En las noches de luna llena desesperaba. Su cuerpo de niño no entendía aquel influjo del astro. Aquellas noches arrancaba sus vestidos. Hacía trizas los encajes y las sedas bordadas de las ropas de dormir. La garganta se cerraba, se ahogaba en un aullido doloroso que no acababa de salir. Los criados lo miraban asustados por la mañana. Desnudo sobre las sábanas revueltas parecía el ángel de un cuadro, pero las manos agarrotadas y la furia de la sonrisa lo hacían semejante a un demonio o monstruo de los cuentos de antaño.
La noche en que cumplió quince años se dieron las mismas circunstancias que la de su nacimiento. La luna llena resplandecía en un cielo espeso y negro. Tuvieron que cerrar todas las ventanas de la mansión porque los aullidos de los lobos no permitían escuchar la música.
Dimitri Konstantinovich Dargomyzhski enloqueció de pronto. Los ojos asustados de los invitados presenciaron una escena escabrosa y dura. El joven arrancó su chaqueta y su camisa de seda. Su fuerza era tal que las telas quedaron hechas jirones desflecados. Saltó sobre la mesa, más con movimiento animal que de persona. Rompió la delicada vajilla y las copas de cristal finísimo, destrozó los manjares con los pies y a manotazos. Como si fuese un demonio embravecido saltó sobre una delicada joven y mordió su hombro blanco.
Huyó hacia los bosques de fresnos negros. Las lágrimas de su madre no lo ablandaron. Los gritos angustiados de su padre no pudieron retenerlo. Nunca más volvieron a verlo.
Dimitri Konstantinovich Dargomyzhski aquella noche cambió su vida. Bailó desnudo en torno al fresno caído en medio del bosque. Mordió la corteza que sabía a embrujos antiguos de la tierra. Hundió las uñas en el tronco y manó la sabia. La bebió con fruición. Sabía a muerte. Pronunció los rezos y palabras rituales.
Sobre el tronco del fresno caído
Bajo la luna protectora
Sobre la tierra desolada
Bajo el rayo y el trueno
Atado al lobo negro
Atado a la sangre
Te doy mi palabra.
Su cuerpo de nácar bañado por la luna se arqueó en un malabarismo doloroso. La piel blanca se erizó y rompió para dejar salir gruesos vellos manchados de sangre.
El resto de su historia se convirtió en leyenda. Su vida solo fueron palabras en boca de campesinos, niños y viejas criadas.
Los sintió tan cerca. Olió su odio cuando se arrastraba con el vientre pegado a la tierra para escaparse por debajo de los arbustos. Tenía miedo. Sabía que la crueldad de los hombres con los animales no tenía límites. Las voces rozaron sus orejas, aunque no entendió las palabras, pues había perdido desde hacía tiempo el dominio del lenguaje de los humanos, notó que hablaban de él casi en un susurro.
Solo resonaban en su mente aturdida las palabras hombre lobo, como una herida, mientras huía del terrible mundo de los hombres.
Escritos en la corteza, Alfaguara, 2013
El niño que no sabía jugar al fútbol
Él sentía unas lágrimas enormes que corrían hacia dentro.
-Si supiera jugar al fútbol mis padres estarían orgullos y tendría un montón de amigos -pensó.
Rodolfo había intentado jugar, pero no sabía. Además tampoco tenían paciencia. Nadie le enseñaba. Parecía que todos nacían sabiendo dar patadas a la pelota. Él no. Salió de debajo del mostrador con su libreta de versos y dibujos. Allí estaban sus mundos. Miró a sus padres. Levantó su tesoro de papel con timidez, ofreciéndolo. Quería que viesen que él hacía otras cosas.
-No todos tenemos que hacer lo mismo -dijo muy bajito.
No lo oyeron. Tampoco vieron su mano extendida con las libretas. Se quedó un rato mirándolos. Sonreían, luego hablaban de música con un cliente. Intentó llamar su atención. Bromeaban con otros compañeros. Golpeó con sus deditos fríos sobre el mostrador. Discutían del último partido de fútbol televisado. Oía frases: “una jugada maravillosa”, “una delantera que no sabía llevar el mando”, “las ocasiones más claras de ataque”, “momento glorioso para nuestro equipo”…
Él volvió a los versos con las palabras que le regalaban las nubes, los sonidos, los árboles y el viento. Sonreía mientras escribía. Se sentía bien en su escondite. A veces pensaba que había logrado convertirse en invisible.
(Fragmento)
El niño que no sabía jugar al fútbol, SM, 2014
Cuentos africanos para dormir el miedo
El monstruo calabaza y la sed
Las calabazas nacieron en los cuentos, no en las huertas. Parecen hechas con oro de mundos imaginarios. Encierran historias extrañas, seres venidos de lugares fantásticos, palabras embrujadas. Hace tanto tiempo sucedió esta historia que ni los dioses la recuerdan. Podemos escucharla, sin embargo, si apoyamos la cabeza en una calabaza grande y dejamos que los sonidos que crecen dentro de ella nos susurren lo que sucedió.
(Fragmento)
Cuentos africanos para dormir el miedo, Diego Pun Ed., 2013
Mis versos
Yo soy libre en mis versos…
Y la hoja es un mar
de gaviotas y espuma.
Soy aulaga y ventisca.
Soy arena y laurel.
Prisioneras palabras
de las normas, los pueblos.
Soy un beso de espuma.
Soy la ola que canta.
Yo soy libre en mis versos…
Soy callao que grita.
Soy la voz que mendiga.
En la mar de mis versos
soy murmullo y canción.
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MADRESELVA
Amor en blanco y negro
Entre los cuadros blancos y negros de su mundo, él siempre había pasado desapercibido. Nadie lo miraba. Sólo servía para cumplir su trabajo. Peón acostumbrado a labores silenciosas. Nunca uno de su estirpe había pasado a la historia. Jamás uno de sus iguales había hecho un acto heroico. Igual a los otros peones, marchaba delante de los suyos hacia un destino opaco.
Aquel día la vio. Entre unos dedos seguros llegó hasta la casilla vecina a la suya. Tumbó a uno de sus hermanos. Rodó por el suelo blanco y negro hasta caer fuera del mundo cuadriculado. Ella quedó allí, a su lado. Aureolada por la luz ambarina del flexo que los iluminaba.
Estaba tan cerca que casi la sentía. Hermosa e intocable.Era la primera vez que miraba a una reina. Un aroma inexplicable lo envolvió. Tembló. Se sintió pequeño ante la esbelta figura.Lo embriagaba una sensación nueva. Un escalofrío desconocido lo hacía tambalearse.La miró. Pensó que una reina blanca como ella nunca bajaría los ojos hacia un insignificante peón negro. Y si lo veía, solo sería una presa más a quien derrotar, igual que a otros peones de ajedrez.
Ella lo distinguió entre los demás. No se explicó qué era, pero había algo en él.Estaba cansada de normas, de leyes y de dedos divinos que la arrastraban a acciones repetidas. Siglos actuando como reina. Fría. Sumisa. Implacable.
No tuvo tiempo a decirle lo que sentía por él antes de rematar la jugada final que la arrastraba al jaque mate.
Santas noches
La monja, hermosa como una fragancia de oriente, fue desgajando las flores que sujetaban su pelo tras la toca indiscreta.
Él quedó prisionero del olor. Ella no pudo aceptar el amor y se transformó en árbol.
Debieron, quizá, inventarse otra historia.
Mas, ya estaba el relato escrito.
Cada noche florece para él su olor embriagador.
Otra historia de amor
Ella era fuerte y decidida. Él, tan delicado como una flor. Se amaron dulcemente, como tímidos adolescentes. Se besaron apasionados, como fieras desbocadas bajo la luna. Nunca distinguieron bien quién era él, ni quién era ella.
Última historia de amantes
Encerrados en la habitación del castillo, los amantes se miraron a los ojos chispeantes. – Aquí viviremos juntos – susurró él, acercándose al oído-, entregados el uno al otro.
– Yo no soporto los encierros –dijo ella, fríamente, y traspasó la puerta.
La pluma y el bolígrafo
Ellos hubiesen podido escribir una bella historia de amor.
Amor fugaz.
Fue un amor tan rápido que sólo llegó a la A.
Preguntas para respuestas inacabadas
Él.- ¿Qué es amor?
Ella.- Es siempre una pregunta.
Él.- ¿Quién es?
Ella.- A veces una idea, otras una persona; siempre una llamarada que arrasa y quema.
Él.- Y, acaso, nace en algún lugar, amor.
Ella.- Vino a crearse solo, por eso es osado; nadie lo detiene.
Él.- Y, ¿cómo vive amor?
Ella.- La mirada es su alimento. Persigue con los ojos al amado y lo ata al entendimiento.
Él.- Pero…, ¿ qué hace fuerte a amor?
Ella.- Las cuerdas y ataduras que no vemos.
Él.- Y…, acaso, amor ¿puede matar?
Ella.- Siempre, te mata y muere.
Él.- Pero, también da vida amor.
Ella.- Unida al sufrimiento.
Él.- ¿Qué lo hace bueno y deseable?
Ella.- Eso es secreto, sólo lo sabe quien ama y es amado.
Él.- ¿Engaña amor? O sólo hiere.
Ella.- Amor es tantas cosas. Buscar y no encontrarse; es desear y no saber que se desea; perderse en un abismo de soledades; reír y llorar a un tiempo… Nadie lo sabe. Por eso aún lo buscan y desean todos.
Madreselva, Diego Pun, 2014
Bailaderos
El vuelo del guirre[1]
Cuentan que las murmuraciones empezaron el día que se posó el guirre en el muro de piedras de la huerta y Manuela dijo que alguien iba a morir.
Los hombres estaban en la venta tomando el trago vino con unos trozos de queso tierno de antes del almuerzo y oyeron la voz desafinada. Se miraron, algunos expectantes, otros temerosos. Se santiguaron cuando se fue la vieja. Con la charla y las copas olvidaron el terrible augurio, pero cuando se fueron, al pasar por los bailaderos, Francisco cayó como si lo hubiese fulminado un rayo. Los otros afirmaron que fue el único que no se santiguó y que además se había reído de las palabras de Manuela.
Se organizó el duelo con profesionales lloronas, cafés y dulces hasta el amanecer. De vez en cuando un vino para los hombres, un licor de hierbas de ruda para las mujeres. Manuela fue la única del caserío que no apareció a dar las condolencias a los familiares y amigos.
Nada mas salir el sol comenzaron los preparativos del entierro. Había que bajar caminando hasta el cementerio del pueblo. Desde la montaña al mar era el último sendero que hacían los muertos acompañados de los deudos, casi un día de camino entre llantos plañideros.
La comitiva llevó el féretro por el Camino del Risco que baja hacia Buenavista. El guirre sobrevoló el barranco de Bujamé y llegó al cauce del Aderno[2]. Nadie hablaba, pero rezaban en voz baja y miraban al ave de reojo.
Llegaron a la primera parada exhaustos y cabizbajos. Dejaron la caja con el muerto sobre la losa que sirve de descanso. La piedra Teñidera la llamaban porque sonaba como una campana. Se sentaron sudorosos y polvorientos en rocas de lava acolchadas de líquenes antiguos. Callaron recelosos mirando al cielo. Fue el viejo pastor el que rompió a hablar. Dijo que no le gustaba aquel bicho, no entendía por qué volaba sobre la comitiva. Y ahora seguro que se había posado en algún lugar escondido y los vigilaba. Además era pardusco, de los malos. Aseguró que él había visto a Manuela escondida tras un brezo cuando el entierro comenzó a salir del caserío. Luego se movieron las ramas y salió el guirre disparado como una flecha. Lo había visto con sus propios ojos, decía señalando sus pupilas grisáceas con el índice deformado por la artrosis. Esto no me gusta, esto no me gusta, no me gusta, no, no…, repetía monótono como si murmurara una secreta plegaria para sí mismo.
Mientras se levantaban y cargaban el féretro se oyó cómo otro hombre hablaba diciendo que era una vieja extraña. Él había visto cómo miraba, parecía que tenía fuego en los ojos, como si el mismo Satanás viviese en su mirada. Su madre le había contado, aseguraba, que cuando él era un bebé, ella se le acercó y lo miró de tal forma que le provocó dolores y malestar. Lloró días y noches sin parar, hasta que una buena mujer rezó y logró sanarlo. Tiene fuego en la mirada. Decían que hacía mal de ojo a los niños solo con pasar a su lado y mirarlos. ¡Pobres criaturas que se retorcían de dolor y no paraban de llorar!
En ese momento el guirre voló muy cerca. Los condolidos miembros del séquito temblaron al ver las brillantes pupilas del ave.
¡Lleva al diablo dentro!
Una mujer recelosa añadió que aquella vieja había crecido salvaje. Nadie sabía quién había sido su padre y la madre había desaparecido cuando era casi una niña. O se marchó a algún lugar lejano o voló hacia los infiernos. Se santiguaron todos cuando oyeron las palabras. Yo las veía desde mi casa. Por las noches salía humo por las tejas y olía a yerbas. Venía gente extraña al anochecer y se iban de madrugada. Se escuchaban rezos. Un día vi saltar a un hombre por la ventana. Le estaban haciendo una cura con ventosas. Rociaban alcohol por su cuerpo, luego ponían una vela encendida y la tapaban con un vaso. Se apagaba y creaba el vacío. Pero salió mal algo y el hombre saltó por la ventana envuelto en llamas. Aullaba como una fiera. Parecía que se lo llevaban los demonios al mismo infierno.
Decían que curaban el cuajo, el mal aire, y otras enfermedades. También hacían apaños a mujeres y las ayudaban enamorar a hombres con hechizos en el café. Tenían sillas embrujadas que robaban la mente a quienes se sentaban en ellas. ¡Cosas del demonio!
Hicieron la segunda parada en mitad del risco. Se detuvieron un momento a rezar un padrenuestro por el pobre difunto.
¡Amén!, dijeron al unísono y reanudaron a comentar las historias de Manuela. Todos querían aportar datos. Todos la habían visto alguna vez practicando acciones extrañas. Es rara. No es como nosotros.
Es bruja.
La palabra fue dicha al fin. Callaron un momento. Decidieron reanudar el camino cuando alguien dijo que había visto brillar los ojos del guirre en la cueva del Pingarrajo.
Los que cargaban al finado dijeron que pesaba cada vez más.
El camino bajaba tortuoso en algunos trechos. A una mujer se le metió una piedra en el zapato. Se le agujeró la media negra. Un hombre resopló cansado. Se hacía largo el viaje por el tortuoso sendero. El sol recalentaba la madera de la caja. Las ropas negras vestidas para la ocasión sofocaban.
Una voz quejumbrosa contó que una vez la había visto caminando por el barranco. Desapareció tras unos matorrales y saltó convertida en una cabra grande. Las hirsutas pelambres rígidas como púas de erizo, los ojos enrojecidos parecían hogueras, mientras saltaba de un lado a otro del barranco. Los balidos eran terribles, como si vinieran del otro mundo. Luego se unieron otras cabras que hacían lo mismo que ella. Subían y bajaban el barranco a una velocidad que daba vértigo. Por la mañana estaban acurrucadas entre las piedras del lecho del cauce, solo cubiertas de yerbas secas. No pude dormir durante varios días.
Suspiraron. Volvieron a rezar y a lloriquear diciendo lo bueno que había sido Francisco. ¡Qué buen esposo, qué buen hijo, qué buen padre! Hablaron de lo bien que se había portado con todos, de todo lo que había trabajado…
Pararon un momento a cambiar al muerto de caja para llevarlo al pueblo. Fatigados decidieron tomar un trago de agua. Hablaban en voz baja como si quisieran ocultar sus voces.
Yo vi algo más terrible, añadió un viejo alto, de ojos vivos. Contó que una vez estaba cuidando las cabras cerca de los Bailaderos. Era invierno, hacía frío y se resguardó en su tagora.[3]
La vio llegar y comenzar a bailar. Se retorcía, hacía giros y se movía como si fuese una niña. Se agachaba, cogía puñados de tierra del suelo y levantaba los brazos lanzándola al aire. Luego describió los saltos que daba y como crecía y se encogía. Se hizo tan pequeña que casi no podía distinguirla. Era una imagen asombrosa y terrible. La vio meterse en la cáscara de una nuez. Rodó hasta el barranco y cayó al agua que corría. Algunos le contaron que eso lo hacían las brujas para viajar a lugares lejanos. Un primo suyo le contó en una carta que había visto a Manuela en América al lado de una mujer muy parecida a ella. Debía ser la madre.
Alguien volvió a recordar al finado: ¡Pobre Francisco!
El guirre se recortaba en el azul del cielo.
Sudorosos y fatigados llegaron a la iglesia. El cura dijo la misa; una vieja beata, como un cuervo desganado, rezó un rosario. Luego emprendieron el viaje al cementerio del pueblo
Cuando metieron bajo tierra el ataúd suspiraron con una sensación de alivio que intentaron ocultar. Guardaron silencio un momento. Luego miraron al cielo, como si quisieran comprobar algo.
Se despidieron de la gente del pueblo que los había acompañado. Reemprendieron el camino de regreso. Aunque de vez en cuando levantaban la vista, sentían que ya nadie los vigilaba.
Todos maldecían en su interior a Manuela, la maldita bruja que atraía la desgracia y les había arrebatado a Francisco. Se oía el eco de los pasos en las baldosas solitarias, rebotando el silencio.
El sol se ponía. El horizonte era una herida roja.
Todos habían olvidado que muchas veces habían llamado a Manuela cuando las cabras enfermaban. Sus curas eran sorprendentes. Solo ella sabía dónde estaban las yerbas medicinales y conocía las propiedades de cada una. Había heredado los rezados para curar a un niño que lloraba sin saber porqué, conocía los arreglos antiguos para ayudar a mujeres que tenían problemas…
Tantas cosas que Manuela había hecho en su larga vida…
Ahora solo era la bruja.
Habían llenado sus corazones del odio que engendra el miedo.
Bailaderos, Diego Pun Ed., 2018
GARAJADO
CAPÍTULO VI
Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Itacas.
Konstantino Kavafis
Los parajes por los que deambulaba eran inhóspitos, aunque también podrían encerrar en su ascética soledad la belleza de un cuadro expresionista. Valles de tierras polvorientas encerradas entre el mar y las majestuosas montañas. Plataneras en la lejanía, huyendo hacia el verdor de las laderas; hacia el mar, eriales en los que crecían plantas con retorcidas formas y con colores desvaídos escarchados de salitre. Extraños topónimos denominaban aquellos paisajes amarillentos, de rocas negras y de pequeños acantilados, de calas retorcidas, como si la costa jugase al escondite con el mar. ¿Quién los bautizó con aquellos nombres? Caletón de Funche, Leris, Casado, Piedra de las viejas, los Topos, Garajado… Sonoros, enigmáticos, estrafalarios préstamos de lenguas que trajeron los conquistadores de diferentes tierras. Se preguntaba muchas veces de dónde venían los términos, cuando, en sus solitarios atardeceres, se sentaba a contemplar el caminar del tiempo.
Él sentía, a veces, que había llegado a algún lugar que lo esperaba. Soñaba construir allí una vida en libertad. Lejos de los odios y los rencores que se habían enquistado en la sociedad.
Allí la palabra se transformaba en roca y callao, la ola se convertía en voz y la espuma dejaba restos de las historias que se había tragado la mar. Una cueva servía de atalaya desde la que vigilar la cala de recovecos negruzcos.
Las noches de luna llena se acurrucaba a la entrada, envuelto en la manta moruna raída, cerraba los ojos acariciado por la brisa salada y soñaba sin necesidad de dormir. Se dejaba bañar por la luz de la luna.
Y, al amanecer, cuando la marea bajaba, lo despertaba el rumor de los callaos. Se desperezaba. Fingía estar de buen humor mientras orinaba desde lo alto del acantilado. Se sentía libre. Miraba la pequeña playa.
Peleón y buscavidas no se arredraba con facilidad. Le hacía frente a la vida. Siempre encontraba soluciones. Todo servía para hacer algo, para sobrevivir. Su mente iba rápido de la palabra a la acción. Hacía acopio de los despojos que la mar había dejado en la orilla para reutilizarlos en su vida de improvisado Robinson Crusoe. El tiempo y la soledad lo iban cubriendo de capas duras e inexpugnables.
Se llevó a la cueva varias cosas que consideró útiles. También cogió una botella de cristal verde con tapón de corcho. En el interior se veía un pescado tallado en madera. Había visto siempre esbeltos barcos dentro de botellas, pero nunca un pescado de madera. Extrañas cosas se le ocurrían a los hombres, pensó. La colocó en un hueco de la pared. Se quedó mirándola y recordó la historia que le había contado un viejo pescador. Sonrió con ironía. Le había relatado que un día había ido a pescar y que llevaba una botella de cristal con agua dulce para beber. Pasaron las horas y le dio sed. La mala suerte hizo que al tratar de echarse un trago la botella cayó al agua y se hundió. Se marchó a su casa sin pescar nada y sin botella. Al año siguiente había ido otra vez al mismo pesquero. Se preparó y arrojó carnada al agua para atraer peces. Luego, enfundó la miñoca en el anzuelo y lo lanzó lo más lejos que pudo. Mientras aguantaba la caña esperando algún pez, notó que alguno había picado. Recogió el nailon. Notaba que pesaba. Tenía que ser grande lo que traía. Se hundía la boya. Tiró con fuerza y al fin salió. Pero no podía creer lo que estaba viendo, sacó la botella. Sí, la misma botella que se le había caído el año anterior. Había dentro un pez que había entrado de pequeño y había crecido dentro y no pudo salir. Pero, contaba el pescador, lo más prodigioso es cómo tuvo la puntería para meter el anzuelo por el gollete.
Rió con ganas. Hacía tiempo que nada le causaba risa.
De repente su semblante se nubló. Se puso serio. Una dolorosa tormenta se desataba en su interior. Mordió los labios. Bajó la cabeza con los ojos turbios. Los puños cerrados expresaban una rabia infinita, como el océano que vibraba delante de sus ojos. Gritó con furia hasta desgarrarse la voz.
Soy como ese pez. Parece que alguien me lo envía para reírse de mí.
Se sintió prisionero. El aire lo asfixiaba. Agarró la botella con rabia y la estrelló contra las rocas. Los cristales se hicieron añicos y el pez quedó a sus pies. Lo tuvo en su mano un momento. Era pequeño y frágil. Sentía sus escamas en los dedos. Habló con dureza y rabia.
(Fragmento)
Garajado, Baile del sol, 2021
Versos al derecho y al revés
CANCIÓN
Las aguas le cantan nanas
a la luna.
La luna recita versos
a la fuente.
La fuente murmura chismes
a la flor.
La flor regala sus pétalos
al viento.
El viento a la risa.
La risa a la boca.
La boca a los besos.
Versos al derecho y al revés, Diego Pun Ed., 2016
Notas de Bailaderos
[1] Esta leyenda se recreó a partir los recuerdos de una conversación con D. Eloy Regalado en su casa de Teno Alto. Él me contaba cómo veía las brujas al otro lado del barranco y me habló de sus transformaciones y artimañas.
[2] Barrancos que llegan desde Teno Alto a la costa de Buenavista, por ellos desciende el camino por el que llevaban a los muertos a enterrar.
[3] Pequeña construcción semicircular, hecha con piedras volcánicas que utilizan los cabreros de Teno Alto para resguardarse del frío y el viento.
Página oficial de Ernesto Rodríguez Abad: www.ernestorodriguezabad.com