Presentamos en la Revista Trasdemar la colaboración del autor Jonathan Allen (Las Palmas de Gran Canaria, 1963) Escritor, se gradúa en Filología Francesa e Hispánica en Cambridge (St. Catherine’s Collage, 1985) y hace el posgrado en Queen Mary College, Universidad de Londres. En 1991 es editor inglés de Atlántica Revista de las Artes (CAAM). Entre 1992 y 1995 será Coordinador de Programación de la Filmoteca Canaria y a partir de 1995, profesor de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Su obra novelística ha sido traducida y editada en varios idiomas, por editoriales canarias como Mercurio o Idea, y en Francia por L’Harmattan. Nuestro colaborador nos ofrece dos relatos para la sección de “Narrativa” donde aparecen Néstor Martín-Fernández de la Torre o Tomás Morales, el poeta modernista a quien este año se dedican unas jornadas de homenaje por el centenario de su muerte a cargo del Cabildo de Gran Canaria.
ORO DE OTOÑO
Desde las ventanas de su apartamento contempla el bosque que delimita la gran cuidad. Sin quererlo, solo buscando la paz y la distancia que el arte requiere, ha venido a vivir en la linde de la civilización, porque eso es la Rue Witcomb, una calle al borde de lo desconocido.
Las cosas no podían irle mejor en París. Tiene como clientes, a damas nuevo-ricas, -argentinas, checas, norteamericanas- que esperan su turno de retrato. Las ambienta en deliciosas primaveras, sentadas sobre escalinatas palaciegas o mullidos sofás blancos, y si quieren, entre los objetos que más aman: finísimos galgos, cajas raras o rollizos niños. Lo que ellas elijan. Pinta el color de sus vestidos favoritos de modo tan sutil y mágico, que levitan. Seduzco demasiado– reflexiona críticamente- estoy exagerando. Hago sinfonías tonales, como pregonaban los parnasianos, atmósferas que disuelven la identidad. ¡Qué le vamos a hacer! Un teatro principal quiere que realice una escenografía entera, una partitura de Glinka arreglada para danza, y los Moss ultiman el contrato de decoración que hará de su antigua mansión del Faubourg St-Germain, una meca de la vanguardia. Después, como él los llama, los trabajos pequeños, aquéllos que le permiten ser más libre, olvidarse hasta de quién es, y pasarlo bien. Por ejemplo, el jarrón de tritones en vidrio verde-azul y las series de papeles pintados para Nueva York. En vez de desarrollar los motivos de su estética, ha creado suites cubistas, nuevas geometrías que destellarán en la noche eléctrica de la metrópoli. No olvidemos los biombos, que tan de moda están, y que un decorador parisino suplica que le pinte: Selvas, maestro, necesito selvas exóticas. Y selvas le ha dado, o su sucedáneo subtropical, hojas de palmeras cargadas de loros y dragos donde dormitan los faunos.
Podría pasarse el resto de su vida así, recibiendo y realizando encargos que ahora le llueven. Cómo ha cambiado todo. Antes perseguía proyectos. Lloraba cuando se los daban a otros y yo los perdía. En esa época, que sus estudios parecían bazares de Damasco, no se atrevía a presentar, como ahora, una idea sobre un folio.
-Dígame, joven, ¿Qué debemos diseñar? ¿El anillo que usted aboceta
en la primera página o el palacio en que baila la princesa mora y que vemos
a través del rubí?
Ruborizándote, explicabas que te resultaba imposible desgajar la joya del ensueño que la envolvía. El joyero, benévolo bajo el fingido enfado, te daba una palmada en el hombro y te invitaba a cenar a un restaurante de lujo donde servían camareros en esmoquin y las grandes señoras saludaban a las queridas de sus maridos. Los logros de la técnica despuntaban como eventos o experimentos curiosos, y nada se había estandarizado en su producción: ¡la poca mecanización de la vida! Los automóviles circulaban por avenidas para viejos carruajes y su definitivo triunfo sobre los nobles cuadrúpedos era inimaginable.
El hombre todavía lo impregnaba todo. Raros eran los espacios ajenos al traqueteo de obreros y empleadas, a sus funciones y oficios manuales. Así recuerda el viejo Madrid. Una masa continua de lavanderas, planchadoras, sirvientas, porteras, mozos de cuerda, cocheros, serenos, deshollinadores, vendedores de barquillos, limpiabotas, aguadores, loteras, recaderos, costureras.¡Qué bien los dibujaste! Cuadernos llenos, de ellos y de sus amos.
El buen vestir, la elegancia, el porte, ocupaba a las afortunadas minorías y a ti te fascinaba porque buscabas el glamour de antaño que arropaba el ser con capas y mantillas, miriñaques y gabanes, sombreros y pelucas. Las esencias galantes, las complicaciones barrocas que te atraían siendo niño, estaban de repente en el centro de un nuevo movimiento que las reproducía más ligeras, más frívolas. Los poetas, sobre todo, las hicieron suyas. Refinaron sus ricas sensaciones y las usaron en una cruzada que pronto tiranizó las artes.
El siglo corría, volaba. Medía la velocidad de la luz, descubría que la materia era mera apariencia. No había meta insuperable hasta que el hado oscuro de Europa la sumió, sorpresivamente, en la más feroz conflagración. En ese compás de espera, durante la neutralidad española, volviste a mirar atrás, hacia los profundos barrancos de las islas, a héroes y guerreros impávidos, a mujeres poderosas que morían de amor. Al misterio del atardecer, a la alquimia del alba, al océano… la casa Atlántica. ¿Cómo comunicar a los demás, a aliados y enemigos, que eras un espíritu del mar? Que el ser es el mar. Que está en las calmas y en las tempestades, en la luminosa orilla y en la oscuridad abisal.
El poema del mar no tuvo principio, ni tendría fin. Fue secuencia pura, exaltación, metamorfosis. Niños y jóvenes a lomos de peces gigantes,
aunados con las mareas, zarandeados por remolinos, varados sobre rocas,
enfrentados en letales batallas, reposando en la traslúcida paz del agua
verde.
*
Un claxon agudo, un clarín mas bien, anuncia la intempestiva llegada de un potente bólido. El automóvil, un flamante Bugatti rojo, frena abruptamente.
-¡Néstor, Néstor! ¿Tu es prêt? -le grita un joven atlético de veintidós
abriles. Viste pantalón blanco a rayas gris, pulóver de lana a juego y gafas
de piloto.
El pintor sube la pesada ventana y le hace señas negativas.
-No tengo cuerpo esta mañana para la alta velocidad. Ve tú solo, yo te
espero. Estoy trabajando en tu retrato. E intenta no matarte, Armando.
Un amor fresco en el momento del gran éxito. ¿No es acaso el broche dorado del destino? Armando es moderno, ágil, positivo. Heredero de industriales vasco-franceses. Le interesan los coches y los aviones, la ciencia y la ciencia ficción. Carece, y eso le parece extraordinario, -viejo católico sentimental que es-, de cualquier atisbo de culpa. Es increíblemente libre, no alberga prejuicios de clase o de raza, y la suma de todos los valores la cifra en el mañana. Su máxima inquietud, que reviste de cierto utopismo, es el futuro, y hacia él viaja raudo y sin trabas.
Armand Berrugundía, ha irrumpido en su vida, revuelto sus sábanas,
arrebatado sus rutinas sociales.
-Eres muy moderno, Néstor- le dijo la mañana que vio su serie sobre ciudades deportivas y palacios olímpicos- diseñas el mañana. Lo único que te lastra es el apego que sientes por la inútil belleza del pasado. Tienes que tirarla por la borda. Seamos pareja. Vivamos juntos.
-¿Cómo… qué dices? Así, de repente…
-¡Así, de repente!
-¡Qué fantástico! ¿Quién me iba a decir que este querubín rubiales me
propondría… matrimonio?
Llevan seis semanas de dicha notoria, casi rayana en el escándalo y han aparecido los primeros signos de fatiga. No es que no quiera, es que ya no puede. Los clubes cada dos o tres días, los dancing parties, las carreras hípicas, los paseos en el Bugatti… y día sí, día no, amor. Armando, además, se ha empeñado en acompañarlo a la isla el próximo verano. Desea conocer a sus padres, hermanos, primos. Ser presentado a sus amigos los artistas. Estar en sociedad con él, en su tierra. Su energía e ilusión son incombustibles, a pesar de que le ha dicho, diplomáticamente, que no, que si lo acompaña será con otros amigos, que es del todo imposible manifestar públicamente su relación.
-Mi isla no es intolerante. Pero hay límites a la transgresión. Debemos
ir poco a poco, Armando.
-Ya me estás hablando como un personaje de tus cuadros.
*
Sus ojos retornan al otoñal follaje del bosquecillo de Boulogne, a la hermosa y triste degradación del verde en el ocre encendido. El atardecer es la hora que reserva para su paseo largo. Le gusta empaparse del gris que se adensa y que a veces colorea un llameante rayo carmesí. Armand raramente lo acompaña a estas caminatas vespertinas, porque advierte que su amigo se ensimisma especialmente, se aleja de él y es presa de impenetrables ensoñaciones.
Los rugidos del motor arrecian y un furioso claxoneo le obliga a abrir
la ventana otra vez.
-¡Maître, maître! Mira a quien he encontrado por el camino.
La princesa Lía Chartoriski le vuela un beso desde el asiento del copiloto, enfundada en su abrigo de caracul y abrazada a su pekinés panzudo. Siente auténtico afecto por la joven y empobrecida aristócrata. Vive con una tía anciana en Montparnasse y trabaja como secretaria en un banco. Habla polaco, ruso, inglés, francés y alemán, los escribe correctamente y es una excelente mecanógrafa. Está muy enamorada de Armando, y ha tenido la valentía de confesárselo.
Ya lo sospechabas. Quizás han hecho el amor. Sabe que Armand tuvo una novia hace años. Es posible, y por supuesto, no va a protagonizar un melodrama de celos. Al contrario, ella sería una esposa perfecta para el apuesto empresario. Cuando le reveló sus sentimientos la abrazó y le pidió un favor.
-¿Un favor?… ¿No… no estás enfadado?
-En absoluto. Escúchame, Lía. Cuando… si yo me voy, quiero que cuides de él.¿Yo…?
-Prométemelo.
-Sí, Néstor, te lo juro.
-¿Cenamos en La coupole, mon cher? ¿En una hora? -pregunta el
piloto.
-Sí- le contesta, asomándose- den un par de vueltas más mientras yo me cambio. Después haré un paseo corto. Os espero dónde siempre.
-¡Cuidado con los fantasmas! Diles que no te persigan.
-Lo tendré en cuenta, rubiales.
*
Boulogne era en sus inicios un bosque ceñido por el Sena que la incontenible expansión de la ciudad fue constriñendo. Ésta le robó, década a década, su encanto rural que lo convertía hasta las postrimerías del siglo diecinueve, en un lugar bastante remoto. El hipódromo de Longchamp que se trazó en su margen oeste y la carretera que lo conectaba con la Puerta de Maillot colonizó definitivamente el umbrío bosque. Se hicieron pistas deportivas, campos de tiro, estanques para remo, y se reforzó su uso militar.
Aún así, al artista le brinda un contacto con la naturaleza que no encuentra en ningún otro punto de París. Néstor se adentra por la Puerta de Passy, bordea el pequeño lago y sube hacia el Norte. Se topa siempre con amantes y paseantes solitarios, a quienes sonríe discretamente, antes de perder de vista a todo ser humano y disfrutar del silencio y la soledad.
Esta tarde espera que nada ocurra, pues hace días que presencia las más extrañas visiones. No tiene a quien comentárselas. A Armand, por precaución, le dice lo mínimo. Ayer, fueron temibles. Caminaba tranquilamente por el prado Catelan, cuando oyó cascos de caballos galopantes y el chirrido de ruedas sobre la calzada. La visibilidad era casi perfecta. Dos equipajes señoriales se pararon en seco y de cada uno se apearon cuatro jóvenes. Asombrado, se aproximó. Aunque estaba a campo descubierto no parecían verlo. Los ocho personajes se dividieron en dos grupos de tres y los dos restantes, empezaron a medir el terreno como si se dispusieran a practicar algún deporte.
-¿Qué será esto?-murmuró, aproximándose aún más, y buscando el
refugio de unos sauces.
Un bando destacaba por la fabulosa seda roja de su indumentaria y sus pelucones cobrizos. Se despojaron impetuosamente de sus chaquetas de desmesuradas mangas bordadas. En sus levitas relucían cruces negras y bizantinas. El otro grupo carecía de uniforme. El más alto no gastaba peluca, sino su pelo natural que caía sobre un chaquetón de cuero empedrado de puntas. Parecía un soldado profesional. A su lado, el más joven y distinguido, de tez pálida y ojos azules claro; el tercero, tonsurado y muy delgado, era un seminarista. A éste le vio bien la cara. Del rostro moreno, solo la frente se había librado de la viruela y uno de sus ojos se pudría afectado por la enfermedad.
A una señal de los árbitros que se han plantado en medio del campo, los jóvenes cargan con las espadas desenvainadas. Uno de los bizantinos, haciendo de su florete una lanza, enfila al joven distinguido. Justo antes de cruzarse sus aceros, pega un salto y le atraviesa la cara al muchacho que muere al instante. Intenta sacar el arma de la cabeza cuando el soldado le clava por la espalda un puñal. Mal herido, apenas se defiende, mientras le cortan brazos y pies. Cuando ya se tambalea, el mercenario blande su espada que silba al descargar el golpe final, un sablazo que le abre el pecho de un tajo tan profundo que aparecen los pulmones.
Espantado por la violencia de estas muertes inútiles, Néstor corre hacia los duelistas. Un impulso que pone en peligro su vida le obliga a detener a estos asesinos ociosos.
–Arrêtez! Cessez cette tuerie!, ¡Cesad esta carnicería! -les implora.
Los espadachines, increíblemente, le hacen caso. Pero lo que a continuación sucede…es imposible. Con el florete traspasándole la cabeza la primera víctima se dirige hacia donde yace muerto su vencedor, y dándole la mano lo ayuda a levantarse. ¡Están vivos! Los cocheros dan voces, los arrean, e invisibles resortes abren las portezuelas de los vehículos. Deben partir.
–C’est un plaisir de se tuer pour vous. Adieu, maître– dice el soldado.
Tras hacerle reverencias suben a sus respectivas carrozas. Es entonces
cuando nota algo muy extraño. La apariencia de los fogosos jóvenes está
mudando. Su piel verdea, los huesos se marcan.
-¡No… no existen!- balbucea- se me han aparecido, ¿o los habré…los
habré pintado alguna vez?
Se sume en una sombría búsqueda, una suerte de ensueño que lo hace retroceder a su adolescencia, a la casona de Las Palmas, a noches de folletín. Esas historias se quedaron dentro de él y ahora se le representan en cualquier momento. No son las palabras, el texto, lo que ha permanecido, sino sus imágenes, sus visualizaciones, gérmenes imaginarios de bocetos que pudo haber hecho. Piensa, está seguro, de que él dibujó a esos espadachines de seda roja y enormes pelucas cobre. Tampoco importa demasiado, pues al pasar esto sabe que una obra nueva se está gestando. La inspiración es así, nace de estas confusiones, de estos embrollos mentales.
Un tropezón con una roca lo saca de su ensimismamiento. Ha seguido caminando sin darse cuenta adónde iba. Tras atravesar el prado, se halla en un bosquecillo. Reconoce el lugar y respira aliviado. Es fácil perderse en el Bois de Boulogne. A su alrededor unos robles majestuosos describen un círculo, el perímetro de un claro ligeramente hundido.
-Bien. Es casi la hora, regresemos- dice en voz alta-Armando y Lía
estarán al llegar.
Da media vuelta para retornar al lago, pero se detiene casi inmediatamente. Oye más cascos de caballo, estacazos, gritos, bramidos que no son humanos. Debe averiguar qué sucede. Apenas hay luz, pero su falta la suplen hogueras que arden en el coso improvisado. Lo que contempla es tan fantástico que se tambalea.
No es otro duelo, es algo peor, una pugna brutal. Cuatro centauros se enfrentan a siete sátiros. Uno de ellos se retuerce sangrando con la cabeza reventada mientras un híbrido caballuno gime ensartado por una estaca que traspasa su vientre. ¿Qué es esta batalla? ¿Acaso la exige alguien? A Dios Gracias parece que hay una tregua. El capitán de los equinos y el sátiro jefe se dirigen al roble más vetusto para parlamentar con una sombra recostada sobre las inmensas raíces. Es un espíritu arcaico y sus ojos brillan como diamantes. Les responde a los caudillos en una lengua lenta y cadenciosa. Cuando acaba y calla, los soldados se retiran cabizbajos y se adentran en la creciente oscuridad. No son -piensa- sino pobres gladiadores a las órdenes de un despótico poder. Los millones que murieron en las trincheras.
Abandonan a sus muertos y no socorren a nadie. El sátiro se ha incorporado y Néstor acude en su ayuda. No es hasta que lo ve de pie que comprueba una cosa extraordinaria. ¡Es su sátiro! Uno de los mancebos del Valle de las Hespérides, el más joven y coqueto que roba las manzanas. Tiene una enrevesada cornamenta, labios gruesos y grandes orejas de elfo. Le habla en un idioma, que, si no es el mismo que acaba de oír, es prácticamente igual. Apunta al límite del claro y pronuncia una sola palabra, prah…prah…prah. Lo entiende. El bosque es el umbral de su mundo y le ruega que lo lleve hacia ahí. Antes de desaparecer, la criatura le sonríe agradecida y de la mellada punta de su asta arranca una arista que le ofrece. Cojeando, cruza la tenue frontera…
*
Armand pasea fumando sobre el puente mientras Lía y su pekinés corretean.
-¿Qué te pasa, querido? Parece que vienes de un funeral, ¿más visiones
funestas?
-¡Si yo te contara, Armando!
-Bueno. Tenemos hambre. Marchémonos. Sabes que este parque me da grima.
Los tres se acomodan en el Bugatti, él detrás, porque delante le da vértigo. Atraviesan calles semivacías hasta entrar en el bullicio de Montparnasse. El pintor está callado. Presiente que su amada urbe moderna es un escenario al que debe decir adiós. Mañana mismo empezará a hacer las maletas. Regresa a la isla, donde todo se barrunta con otra serenidad. Lo aguardan, además, importantes compromisos que no quiere eludir. Y…viajará solo. Al encarar la certeza, su corazón se encoje. Qué sea la última vez, Dios mío.
-¡No se te ocurre venir con él! –responde una voz guasona.
Hay alguien a su lado, una presencia que comienza a materializarse. Teme que sea una criatura del bosque. Pero, no lo es y respira aliviado. Es el espectro de un hombretón, su querido amigo Tomás, Tomás Morales. ¿Cómo habrá llegado a París? Le da la mano discretamente y le pregunta qué hace aquí. El poeta recita dentro de su cabeza:
Y cuando ya el destino
cumpla obediente la presión del hado
y vuestro cuerpo ahogado
sea movible pasto de la deidad nocturna
os tenderá sus brazos en fiero remolino
y os llevará a su fría morada taciturna
la mar, la sola urna
para guardar los restos sagrados del marino…
PARÍS
Hace dos días que llegué y no paro. Se corrió la voz de que venía vestido a la última y a las diez de la mañana no cabía un amigo más en mi habitación.
-Luís, queremos ver los trajes de solapas grandes.
-Qué curiosidad malsana ¿y antes no se os ocurre preguntar cómo
estoy? ¿Qué cómo me encuentro, qué si el viaje fue largo y tedioso?
-Bueno, claro, Luís. El sábado estamos organizando una cena de bienvenida durante la cual se te dará la palabra para que expongas, expliques y pontifiques sobre tu vida en París. Pero, ahora: ¡los trajes!
Y a Luís Pons no le ha quedado más remedio que sacar los complets franceses de su ropero y mostrarlos a la ávida compañía que los ha tocado, medido y vuelto el revés. En su casa se hallan los parientes de San Mateo, con la excusa de huir del gran calor, aunque el verdadero motivo de su visita es que cuente calle a calle y plaza a plaza, las beldades y elegancias de París. Da igual. El exagerado recibimiento es muy grato.
Mejor, así disipará la melancolía que lo embarga desde que tomó el tren a Marsella y embarcó en el vapor de Changeurs Rémis rumbo a Canarias. Pudiendo disfrutar del mar, que ama con locura, se encerró en el camarote para exprimir las últimas impresiones: su buhardilla, las estrechas calles, la lluvia que caía, las voces, los ruidos, pues sin su ambientación sonora, ¿qué es un recuerdo? Las personas que acaba de dejar atrás, sus amigos de facultad, su casera, los vecinos, Amélie. Le preocupan menos los humanos porque han dejado direcciones y teléfonos. Son otras cosas las que se borran. Menos mal que para luchar contra el olvido tiene a un poderoso aliado.
Comenzó a escribir su diario en hojas sueltas, en trozos de cartón, en sobres usados, hasta que una mañana compró un cuaderno de doscientas páginas y puso fin a la dispersión de sus vivencias. Lo tiene guardado bajo llave en el cajón de su mesa de noche. La tentación de enfrascarse en su lectura es enorme, mas, resiste, porque sabe que antes debe concluirlo. Sí. Escribir el viaje de regreso. Sus lágrimas, el ligero mareo al principio de la travesía, lo poco que comió, sus esquivas relaciones con los pasajeros, la cerrazón que se autoinfligió para lograr la impregnación de París.
Ha postergado la soñada visita a su prometida, Amalia, porque se siente indigno. Se casan en octubre, después de tres años de noviazgo. Amélie (fue un tormento que se llamaran casi igual) le dijo que su affaire era solo eso, un affaire que en nada afectaría a otros compromisos existentes. Pero, no es tan fácil. Gracias a esa señora viuda soy un hombre y no un jovenzuelo torpe e inexperto. Se lo tengo que decir, pero luego, ¿de qué servirá? Su principal temor, al margen de los escrúpulos, es que su novia lo averigüe por un tercero, por la mala habladuría.
*
Tiembla al tocar el timbre de la mansión moderna de los Rodríguez- Linde. Son una familia muy avanzada para su tiempo, de ideas liberales y actitud abierta. Un ala entera del palacete -que fue el segundo o tercer edificio de Triana en tener luz eléctrica- les está reservada. Su casa, de dimensiones mucho más modestas, apenas lo alberga a él, a sus siete hermanos, a sus padres y a las tías solteronas.
Suda al penetrar en el exótico zaguán de mayólica belga, un jardín paradisíaco con aves de oníricas colas. Está cargado de regalos, una capa y unas botas para Amalia, un servicio de café de Limoges para su suegra y la Historia del Tercer Imperio para su suegro.
-¡Dios mío! ¡Cómo viene este niño! Tú te has vuelto loco Luisito…
¡Amalia! ¡Qué haces! Ven y ayúdanos.
Ella lo mira seria y triste. ¿Por qué? ¿Se lo habrá dicho algún chismoso? No, no puede ser. La de ellos fue una relación discreta, lo sabían pocos, su primo… no, él jamás diría nada.
-¡Bueno hijos! Salúdense, parecéis dos extraños. Yo voy a colocar todo esto en el salón.
-Vamos al patio, por favor- le dice ella dándole las dos manos. ¡Qué pálida está! ¿Estará enferma, o habrá pasado otra cosa? ¿Se habrá enamorado de otro y… querrá romper el compromiso?
En cuanto se hallan a la sombra de los limoneros, Amalia lo abraza y llora.
-¿Qué… qué te pasa, cielo? ¿Tanta pena te causa verme?
-No es eso, bobo. Es que ya no aguantaba más. Te ha visto la ciudad entera antes que yo. ¿Qué explica tu demora? ¿Es que ya no me quieres, es eso? ¿Has conocido a otra mujer más interesante?
-Yo te quiero para pasar el resto de mi vida contigo, aunque… aunque debo…
-No debes explicar nada. Lo que hayas hecho en París aparte de acabar tus estudios de química, correrte juergas con la peña de los españoles y probar cosas nuevas, no me interesa. Es un paréntesis en el cual yo no estoy. Pero, ahora, desde ahora, estaré siempre.
*
-¿Mejías? pregunta doña Elvira al mayordomo -¿siguen hablando? Son
las seis de la tarde. Llevan dos horas.
-Señora- es que hace un año y medio que no se ven.
-Claro, tienes razón. ¿Qué bonito es el amor, Mejías!
-Es lo más bonito señora, lo mejor.
A su suegra le ha encantado el juego de café y don Álvaro ha leído el prólogo de la Historia del Tercer Imperio durante los postres. Además, Amalia vuelve a ser la chica dulce y buena que no se merece.
*
Son las once de la noche y retorna a casa paseando. De la calle Travieso a la calle Buenos Aires el paseo es corto. Decide alargarlo porque se siente más confiado y puede, por fin, abandonarse al cansancio. El cielo se ha agrisado y unas nubes enormes enfrían la noche. Caen goterones, y de repente, una tromba. Le sigue una llovizna que durará hasta la madrugada. En vez de contrariarlo, esta agua lo colma; es el augurio, el buen augurio del Atlántico. Está pasando por el Palacio Quetgles cuando una puerta se abre y un hombre alto, enfundado en un gabán, sale a la calle con una maleta abultada. Lleva un viejo sombrero ladeado que le confiere un aire bohemio y despreocupado. Se ve que ha olvidado algo porque rebusca en los bolsillos; le da las buenas noches.
-¡Las que tiene usted joven! Lo veo muy satisfecho…
-Don… don Tomás ¿es usted?
-¡El mismo!, que sale por la puerta de su casa. ¿Cuándo has vuelto?
-Pues hace un par de días, sí. Ha sido un torbellino, un ciclón. Me han interrogado sin tregua y yo no he podido hacer ni una sola pregunta. Un retorno raptado. Solo esta noche, cuando he salido de la casa de mi novia, me he reencontrado.
-El rapto del regreso… interesante figura- dice riendo.
-¿Y usted se va de viaje?
-Pues sí. Me voy a París de dónde tú vienes. Hace tiempo que me he estado preparando. Llevo meses leyendo en francés. Estar enfermo tiene sus ventajas y ya me he decidido.
-¿Se… se marcha usted solo?
-Sí. Voy en expedición de reconocimiento para ver cómo me puedo
establecer. Después vendrá Leonor con los niños.
-¿Abandona la política?
-No creo que ella me haya desposado para decir que la abandono…
-¿Y en qué barco parte usted?
-En el único que zarpa con destino a Francia esta madrugada, el Ville de Toulon.
-El que me trajo a mí de Marsella.
-Ya ves, somos casi compañeros de viaje. Yo completo el trayecto que tú iniciaste.
-¿Te puedo pedir un favor?
-Lo que usted quiera maestro…
-Acompáñame al muelle. Benito me lleva en su Buick y te dejará en la puerta de tu casa después. Así me hablarás de París y me permitirás hacerte algunas preguntas, de emigrante a emigrante. Es la providencia que te pone en mi camino. El automóvil nos espera en el Paseo de los Castillos.
-¡Pues claro que sí!
El Buick es un sobrio modelo de carrocería rojo oscuro y altas ruedas blancas. Está tapizado en cuero negro y las ventanas llevan cortinillas. Al acomodarse dentro, a Luís le choca el olor a humedad concentrada que no cuadra con el impecable estado del automóvil. El chófer alto y espigado, tiene un increíble parecido con el último zar de Rusia. Conduce muy tranquilo sin variar la marcha ni abusar de los frenos. La neblina que arrastra el garujo, lo difumina todo. Ya no sabe dónde está, si atraviesan Las Palmas u otra ciudad, ni hacia dónde se dirigen. Advirtiendo su desasosiego el poeta enseguida lo remedia y le pide que le cuente hilo por pabilo cómo se habituó a la vida de la capital y cuáles son sus
características. Las picudas techumbres del Hotel Metropole que se distinguen a cierta distancia, lo reconfortan. ¡Qué tontería! Él, un hombre de mundo, asustado ante una situación imprevista, ante una invitación que es todo un privilegio.
-Tengo, don Tomás, algo especial que contarle de lo que sentí al leer Los Puertos. Los mares y los Hombres del mar. A punto estuve de marcharme ese día de París. Sus poemas eran las palabras exactas que a mí me faltaron para describir los sentimientos de mi infancia. No había nada que me impresionase más que ver los barcos y los marineros del mundo entero en el Puerto de la Luz. Los grandes trasatlánticos, los cargueros, los paquebotes y los misteriosos veleros, como la fragata Olinda. Comprendo ahora que este viaje que acabo de realizar empezó entonces, en ese contacto intuitivo:
Esta vieja fragata tiene sobre el sollado
un fanal primoroso con una imagen linda;
y en la popa, en barrocos caracteres grabado,
sobre el LISBOA clásico, un dulce nombre: Olinda
Como es de mucho porte y es cara la estadía,
alija el cargamento con profusión liviana:
llegó anteayer de Porto, filando el mediodía,
y hacia el Cabo de Hornos ha de salir mañana…
-Cierto, Luís. El mar no es solo nuestro fundamento, es nuestra
carretera.
-¿No… no teme que trasladarse a otro país afecte a su poesía?
-¿Acaso dejé de escribir cuando vivía en Madrid? La ciudad ya abrió mis ojos una vez. Estoy seguro de que lo hará de nuevo. Y creo que sabes a lo que me refiero. Es una posibilidad que existe desde siempre. Vivir en Madrid me reveló muchas cosas de la belleza y de los sentidos, que en una isla solo conocemos fragmentariamente, en pequeñas dosis, porque no hay más. Las grandes ciudades son el cruce y el fermento de miles de inteligencias, de tradiciones, de culturas. Quién soy y cómo es mi poesía, permanece inalterable. Yo jamás renegaré de mis cantos a la naturaleza y es el Atlántico que me ha dado la fama. En París espero conocer a otros escritores, exponerme a ideas y a pensadores que aquí solo conocemos en forma de libro. Internacionalizarme como hizo Darío. Si eso afectará mi escritura… pues no lo sé.
El poeta ríe de nuevo. A poca distancia despuntan los almacenes y las oficinas de Miller y Elder.
Luís mira su reloj y se queda asombrado. ¡Son las tres de la mañana! Tenía la impresión de que llevaban mucho tiempo hablando, pero no es hasta ese instante que es consciente del extraño bucle. El leve temor que sintió antes se acrecienta. Está a punto de preguntar la hora cuando el automóvil ralentiza y para. Han llegado al espigón de La Luz a cuyo extremo aguarda el barco. Ahora la sensación es completamente distinta. Han recorrido un kilómetro o dos en segundos.
-Yo me bajo aquí. No hace falta que te diga lo que me gusta la noche de este puerto. Benito te conducirá a tu casa. Y, por cierto, cuando por fin publiques ese diario de tu vida extranjera no te olvides de enviarme un ejemplar. Tus cuentos prometían mucho. Ya ves, la medicina es compatible con el arte. Adiós, amigo.
Tomás desaparece bajo la férrea vigilancia del chófer. Sus ojos verdes emiten una luz glauca, como una bombilla bajo el agua. Al ver que el poeta ha embarcado, arranca el motor, gira el vehículo y pisa a fondo el acelerador. No es que corran a una velocidad mortal, ¡el coche despega! Luís le ruega al conductor que amaine. Es inútil. Ya nada es reconocible. Vuelan por un túnel de estrellas. Una mano enguantada le ayuda a bajar. Apenas puede dar un paso. Lo sostiene un hombre de una fuerza descomunal, aunque está helado, sí, es un bloque de hielo que anda.
-¿Dónde… dónde estamos?
-En su casa señor. Yo me tengo que marchar. Se me hace tarde y me pueden sancionar. Adiós, señorito Luís.
*
-Luisito, mi niño, ¿qué te pasa? Estás blanco y frío, ¡Ay, Santa María! ¡Una pulmonía! ¡Tiene una pulmonía! -exclama Paca, el ama, al abrirle.
-¿Pero bueno, qué sucede? ¿Qué te pasa Luís? ¿Has tenido un disgusto con Amalia?
-No, madre, no es nada de eso. Somos muy felices…es que he acompañado al poeta Tomás Morales al muelle de La Luz, que se iba a París, y he tenido un extrañísimo retorno desde el puerto. Nos llevó Benito en su Buick y…
-¡Ay San Francisco Bendito! ¡Al niño se lo han llevado los muertos de paseo! -brama Paca arrodillándose y santiguándose ante la efigie de la Virgen que preside el porche.
-¡Bueno, pero qué es este escándalo!- truena don Augusto Pons enfadado.
-Hijo mío, es que… no es posible que no lo sepas. El pobre Tomás murió hace una semana, el día veintiuno. Pensábamos… no te lo dijimos temiendo estropearte el regreso.
-¡Mamá, cómo has podido!…
-Por tanto, lo que dices es…imposible.
-¡Ay, el pobrecito Benito se ha convertido en un ánima errante!- lloriquea Paca- ¡cuando se lo diga a su pobre viuda… ¡Josefita se muere!
-Dime la verdad, que a mí no me importa, ¿cuántas te has tomado de más, hijo? -pregunta su padre.
-Veo y compruebo que en esta casa se me toma aún por un mocoso, ¿he mentido alguna vez sobre hechos materiales? Mañana le contaré la historia a Juan Medina y después seguiremos hablando…más sosegados.
Luís se retira a su habitación sin dar las buenas noches, agotado y desmoralizado por tanto descreimiento. Sentado en la cama se empieza a cambiar y se quita el reloj. Deben ser ya cerca de las cinco de la mañana o más; mira la hora que marcan las manecillas: las once y media. El único tiempo que ha transcurrido es el del filosófico paseo desde la casa de su novia a la suya. El otro, el lapso del increíble encuentro, ¿dónde está? No se rinde. Se alza de nuevo y so pretexto de prepararse una tila consulta los relojes del hogar. Todos concuerdan, las once y treinta y uno, las once y treinta y dos…
*
El Coronel Medina se iba a jubilar cuando un general amigo le rogó por cable desde Madrid que no lo hiciera, pues para coronar su envidiable carrera le faltaba una guinda final. Transmitir su ciencia investigadora a las nuevas generaciones. Medina, siempre hermético, quería llevarse a la tumba sus métodos. Pero los ocurrentes cables del alto mando que se sucedieron durante una semana entera le hicieron cambiar de parecer. Ahora trabaja rodeado de un grupo de jóvenes y devotos agentes, a quien (y le sorprende lo bien que lo hace) imparte cátedra a diario.
Luís estudió con su hijo en el Colegio de San Agustín, y por eso lo recibe enseguida a las ocho de la mañana en el Cuartel de San Francisco.
-¡Qué alegría verte! Por fin en casa… dime, ¿ha pasado algo?
-Coronel, es una alegría estar de vuelta. Lo que le voy a contar pasó
anoche… o no pasó.
-¿Te importa que tomemos declaración oficial?
-En absoluto.
-Soy todo oídos.
Mientras narraba el suceso con el máximo detalle, escrutaba de reojo la cara del viejo guardia civil, buscando un guiño irónico. Se equivocó; el rostro que lo escuchaba era la imagen de la seriedad en persona. Al final el inspector se levantó y se situó frente a la ventana, dándole la espalda. Hacía una espléndida mañana azul.
-Martín- ordenó al oficial que se había encargado de mecanografiar el atestado- telefonea al Garaje Melián y dile que vamos hacia ahí, que no se inquiete, que es para ver uno de los vehículos.
Un antiguo arco voltaico ilumina el tramo del subterráneo por donde los tres hombres avanzan. Solo, entre dos protectoras columnas y la pared, se halla el Buick rojo oscuro, tan pulcro y bello como lo vio anoche.
Encima del capó, han colocado una fotografía enmarcada y ornada con un
crespón negro.
-Fíjate bien en el personaje. Es Benito Marrero, el arriero, el tartanero,
el primer chauffeur. Nuestro San Cristóbal moderno. Gastó la mitad de sus ahorros en este cochazo que llegó a la isla el día que murió. Su viuda, Josefita Díaz, lo tiene como una patena, lo venera, y si pudiera, se traería el cuerpo de su marido, que, enterraron vestido de chofer, y lo pondría al volante ¿A qué este anciano coronel te ha sorprendido? Abre las puertas y examina el interior. Tu descripción es exacta. Verás, Luisito, no eres el primero que viaja con él. Dicen que Benito, bondadoso que fue, es ahora el taxista de las almas.
Jonathan Allen nace en Las Palmas de Gran Canaria el 29 de abril de 1963) Se gradúa en Filología Francesa e Hispánica en Cambridge (St. Catherine’s Collage, 1985) y hace el posgrado en Queen Mary College, Universidad de Londres. En 1991 es editor inglés de Atlántica Revista de las Artes (CAAM). Entre 1992 y 1995 será Coordinador de Programación de la Filmoteca Canaria y a partir de 1995, profesor de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Ha dirigido Moralia. Revista de Estudios Modernistas (Cabildo de Gran Canaria), la Colección de Viajes y Viajeros Históricos a Canarias (Cabildo de Gran Canaria) y ha sido co-director de la Historia cultural del arte en Canarias (Gobierno de Canarias, 2008- 10 volúmenes). Ha colaborado con La Provincia desde 1990 y con el Canarias 7 (1998-2008). Entre 2004-2008 publica la trilogía Arturo Rey de Erbania (Huerga & Fierro Editores, Madrid, 2005-2008). En 2009, El sueño de Praga, (IDEA, Tenerife), posteriormente traducida al checo (Prázská Noc, Knizni Klub, 2011). Se imprime en 2010 Napoleón en Santa Helena & otros cuentos, (Madrid, Huerga y Fierro Editores) y en 2011, Venecia & otros cuentos de amor y alcohol (IDEA, Tenerife). En 2012 participa en la colección Narrativa G21 con la novela Julia y la guillotina (2013) cuya versión francesa edita L’Harmattan, (Julie et la guillotine, París, 2014); de octubre de ese año data El último mecenas & otros cuentos de creadores canarios (IDEA, Tenerife), su tercer libro de cuentos. En junio de 2015 publica De diablos y santorales. Cuentos que escribe con Luis Arencibia Betancort, y en 2016, Sangre vieja, su sexta novela, ambos con Mercurio Editorial. En 2017, El conocimiento, su séptima novela (IDEA, Tenerife). En 2018 se pública en bilingüe (francés y español), Les voyages de Balzac. Los viajes de Balzac por L’Harmattan y la segunda edición revisada de El sueño de Praga (El sueño de Praga y dos cuentos del Castillo) en ATTK (versión electrónica). A los que leen (IDEA, Tenerife, 2019) es su octava novela.