“La memoria” Por José Edgardo Cruz Figueroa

En la Revista Trasdemar difundimos la creación literaria contemporánea de las islas
Foto: Cortesía del autor para Trasdemar

Desde la Revista Trasdemar presentamos la nueva colaboración del autor José Edgardo Cruz Figueroa (Puerto Rico), con el relato titulado “La memoria” que incluimos en nuestra sección “Conexión Derek Walcott” de narrativa contemporánea del Caribe. Nuestro colaborador es natural de San Juan y criado en El Fanguito y Barrio Obrero en Santurce. Tiene una Maestría en estudios latinoamericanos con una concentración en literatura e historia de Queens College-CUNY y un doctorado en ciencias políticas del Graduate Center-CUNY. Su trabajo académico ha sido publicado por Temple University Press, CELAC, Lexington Books y Centro Press y por varias revistas académicas. Su trabajo creativo ha sido publicado en las revistas Confluencia, Sargasso, Cruce, 80grados, Trasdemar, Alhucema, El Sol Latino, y el Latin American Literary Review. Una selección de sus relatos está incluida en el libro Formas lindas de matar (2023)

Pensando de esa manera Arturo no lamentó que su afán memorioso fuese incompleto y fragmentado. Si el poeta “maldito entre los malditos” se miraba a sí mismo para verse mirando, Arturo recordaba las cosas para sentirse recordando. Quizás de esa dinámica era que se nutría la memoria como conducto del recuerdo. Esa que no podía ser infinita precisamente por ser memoria, atada a hechos finitos y concretos. La monstruosidad de su infinitud era una mera amenaza porque el infinito solo podía existir, paradójicamente, en lo aprehensible y fugaz

José Edgardo Cruz Figueroa

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Cinco segundos después de que Arturo leyera, en un artículo en The New Yorker, que Joyce Carol Oates una vez había dicho que “no importa lo que yo escriba en mis relatos, el tema real de mi vida es mi matrimonio y nada más se compara en importancia”, puso la revista en el borde del lavamanos, se levantó del inodoro, se limpió mirando sus desperdicios sumergidos en la taza, ese peso muerto que crece en tus intestinos sin añadirle nada de importancia a tu cuerpo, bajó el inodoro y se lavó las manos.

            A la altura de ese momento, Oates había publicado sesenta y tres novelas, cuarenta y siete colecciones de cuentos y un sinfín de obras teatrales, librettos, novelas infantiles y libros de poesía. Además, había escrito un diario que a la sazón tenía más de cuatro mil páginas mecanografiadas a espacio sencillo. Había comenzado ese proyecto a los veinticuatro años, dejando de escribir a maquinilla una vez se dispuso a hacerlo por computadora. Esa transición resultó en la muerte del diario, de cuyo contenido ahora admitía, a los ochenta y cinco años, que no se acordaba. Arturo pensó que ese era su remedio contra la monstruosidad de la memoria infinita de la que una vez habló Borges.

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En comparación con Oates, Arturo no había escrito nada. Además, la audiencia de sus libros era harto reducida; como máximo había recibido trescientos dólares en regalías por su primer libro y cero por el resto y eso durante el transcurso de trienta años.

            Las regalías eran una buena medida de la extensión de su audiencia. La editoriales académicas conocían bien su negocio. En los contratos que Arturo había firmado, la estipulación de rigor era que a partir de cierto número de ventas las regalías aumentarían, en su caso de seis a diez porciento. Las ventas de sus libros nunca habían pasado el rasero convenido y Arturo estaba convencido de que las editoriales ya sabían de antemano que ese iba a ser el caso.

            En cuanto al diario, la disciplina de Oates daba miedo. Arturo nunca había sido consistente en el registro de sus memorias. Había comenzado muchos diarios y en todos los casos al poco tiempo se le quitaban las ganas y los abandonaba, algunas veces literalmente hablando. Tenía como veinte o treinta calendarios de bolsillo en un archivo, pero ese récord era solo una muestra de sus andanzas. Como Oates, del contenido de los diarios que habían sobrevivido, Arturo no recordaba ni una palabra. De la monstruosidad de la memoria infinita no tenía por qué preocuparse.

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            Esa monstruosidad era a fin de cuentas imaginaria y utópica pues, como ilustraba el ejemplo de Oates y el suyo, no había ser humano capaz de recordarlo todo y mucho menos a ese nivel tan insólitamente vasto como lo era el infinito. La memoria infinita solo era posible, aunque en términos relativos, en un archivo o una biblioteca.

            La relatividad estaba en la manera en que se definiese la palabra “infinito”. En una biblioteca, “infinito” significaba que la adquisición y atesoramiento del conocimiento preservado en su seno solo tenía como límite la capacidad misma de buscar y adquirir los ejemplares que contuviesen el producto intelectual de un pueblo o una época. Pero ahí mismo estaba el carácter relativo de la palabra pues “un pueblo” y “una época”, eran solo uno o una entre tantos y para poder superar su limitación relativa debían ser palabras en plural, refiriéndose a todos los pueblos posibles y a todas las épocas habidas y por haber. Ni siquiera la biblioteca de Alejandría había satisfecho ese criterio en un momento en el que el conocimiento acumulado no era tan vasto como lo era más de dos mil años después. En los tiempos modernos tampoco podían hacerlo ninguna de las bibliotecas nacionales del mundo.

            En fin, que el monstruo de la memoria infinita era no más que un muñeco de paja, un molino de viento, un bosque sin árboles, una visión imaginaria, hecha para dar cuenta de una dimensión inasequible, concebible solo como un espacio imposible de llenar. Era como la idea de la felicidad, que, según Georges Bataille en L’Abbé C, no tenía límites, parecida en eso a un río sin cauce. La idea de la monstruosidad de la memoria infinita no tenía sentido pues lo inexistente no podía ser monstruoso, excepto en la idea de lo monstruoso, como era el caso con la idea del Diablo que a tantos había aterrorizado época tras época.

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La visión del infierno en la obra de Dante demostraba la monstruosidad de una idea carente de todo viso de realidad. Pero aun en ese recinto imaginario, la monstruosidad era el atributo de expresiones concretas del comportamiento humano como la glotonería, la codicia, la violencia y la traición. Ninguna de esas expresiones era monstruosa en sí. Dante las asociaba con la idea de la monstruosidad porque estaban en los registros de la historia, existiendo de manera definida en el tiempo y el espacio.

            La peor dimensión del infierno Dantesco era la novena, donde residía el Diablo acompañado de aquellos que habían sido culpables de cometer una traición. Siendo la dimensión más nefasta, uno esperaría que estuviese repleta de cosas horripilantes, pero ese círculo era no más que un pozo vasto y frío con un lago congelado donde, a menos que estuviesen desnudos o mal abrigados, sus condenados podían aprovechar su residencia para practicar el ice hockey o para cultivar el arte del patinaje artístico.

            Por supuesto, Dante no concibió prácticas tan ligeras y positivas para esa dimensión de su infierno, pero el punto es que su infinitud era tangible y posible, aunque ello suene paradójico, porque tenía referentes concretos, incluyendo aquellos que en nuestro tiempo eran posibles porque eran reales. En ese nivel infernal podían pasar muchas cosas, ninguna determinada de antemano.

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Aquí no pasa nada, Arturo pensó de repente, alejándose por un momento de su disquisición. Era una queja, no una expresión de alivio. Estaba de nuevo en Puerto Rico, como siempre en busca de las cosas que había perdido hacía años. Esta vez la visita giraba en torno a su matrimonio reciente, pero, también en contraste con Oates, no porque para él su matrimonio fuese el tema más importante de su trayecto existencial.

            “¡Qué maravilla!”, exclamó su amiga Ileana cuando Arturo y Maribel la visitaron. “¡No conozco a nadie que después de divorciarse hayan vuelto a casarse!” “Solo el cinco porciento de los divorciados lo hacen”, dijo Maribel. “Somos parte de una élite”, sentenció Arturo.

            Habían viajado para celebrar el matrimonio, pero lo que en verdad contaba era la relación subyacente. Aun así, el viaje era en realidad un hito más en la búsqueda por parte de Arturo de algo importante, algo que para ser celebrado no era suficiente conservar a través de la memoria.

De Albany a Nueva York, el viaje había sido normal. Maribel estaba relajada, contenta y reluciente. Llegaron a la estación del tren con una hora de antelación a la hora de partida. La estación estaba vacía. El tren que salía a las 11:10 estaba a tres minutos de partir. Por un instante tuvieron la tentación de cambiar sus boletos. “Los pueden cambiar”, les dijo el empleado que gritaba que el tren estaba a punto de salir, sustituyendo con su voz tronífera al averiado PA system, “pero solo tienen tres minutos”. Los miró con una expresión como de reto, quizás pensando tienen tiempo, pero apúrense.

En vez, dieron vuelta y se acomodaron en el café adjunto a la estación. No valía la pena salir más temprano si con ello no iban a adelantar su itinerario. Ordenaron dos everything bagels con crema de queso y se los comieron sin café, masticando cada pedazo lenta y deliberadamente, disolviéndolos bien en la boca para no atragantarse.

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Esa fue una hora menos que tuvieron que esperar en JFK, no una hora menos de viaje, la que aprovecharon para conversar sobre nada. De haber llegado al aeropuerto una hora antes de la fijada, habrían esperado seis en vez de las cinco horas que estuvieron atascados antes de partir, gracias al retraso de su avión, que estaba estoquiado por el mal tiempo en Miami. Total que no importaba lo que hicieran, el tiempo de espera habría sido el mismo, excepto que la misma cantidad de tiempo puede sentirse de modo distinto si el contexto de la espera es distinto. Esa es una de las artimañas del tiempo, que dicen que vuela cuando uno está disfrutando de algo y transcurre como un suero de brea cuando uno está solo, aburrido, o mal acompañado.

Como quiera que fuera, Arturo pensó que si Dante hubiese escrito La divina comedia en nuestra época, su visión del limbo de seguro habría incluído a los destinados a esperar por aviones retrasados, pululando sin rumbo por los aeropuertos hasta el agotamiento. En esa visión, el limbo habría consistido de una serie de espacios vacíos: el counter solitario de la línea aérea, el pasillo que llevaba de la puerta de entrada al avión ocupado solo por el aire, la parte del pasillo que se extendía hacia la puerta del avión como un acordeón, encogida y aspirando el viento circundante. En ese limbo, las almas experimentarían una especie peculiar del duol sensa martiri Dantesco, peculiar porque el deseo que no podrían consumar no sería el de Dios y el cielo, sino el de volar a tiempo hacia su destinación.

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Ahora Maribel estaba un poco ansiosa pero seguía contenta. Arturo estaba cansado e impaciente. Cuando pensaron que ya iban a emprender vuelo, el piloto anunció que tendrían que seguir esperando hasta que llegara el reemplazo de su copiloto, quien, gracias al retraso en Miami, había cumplido su jornada de trabajo; en esa condición, las reglas de la aerolínea le impedían seguir volando. En la cabina, un murmulleo de protesta se sintió de modo tenue pero con claridad, como una ola ondulando desde la cabina del piloto hasta la cola del avión.

Después de esperar por el copiloto, hubo que aguardar por el equipo que empuja el avión fuera de la puerta de entrada pues en ese momento estaba ocupado con otro avión. Arturo le dijo a Maribel que hasta entonces no se le había ocurrido que los aviones solo podían moverse hacia el frente. En tono de burla ella le dijo: “¿Y que tú creías, que el piloto podía dar riversa mirando por un espejo como si el avión fuese un carro?” Con una carcajada añadió: “Qué idiota”, y él aceptó el juicio sin protestar.

En suma, el viaje fue agotador, pero las maletas salieron rápido y afuera cogieron el primer taxi en la fila. El chofer parecía tener quince años y no sabía cómo llegar. Arturo le dio instrucciones precisas y después de ofrecerle una generosa propina, pensó que se merecía solo la mitad.

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Igual que la memoria infinita, que podía existir únicamente en la idea del infinito, la inacción de la que se quejaba Arturo era también una idea, no un hecho. Era como la memoria de Joyce Carol Oates, que existía en la recopilación de su diario a la vez que no existía al ella no poder recordar su contenido. ¿Cómo podía decir aquí no pasa nada?

            Después del prolongado viaje, no hicieron más que tirarse en la cama, listos para disfrutar de largas horas de sueño. Fueron frustrados de su empeño por el cantío alborotoso de los gallos. Cuando dejaron de cantar, llegó la basura con su fracatán de ruidos. Luego se escuchó al vecino abriendo candados y rejas, los sonidos metálicos repercutiendo como si se produjeran en el mismo cuarto de ellos. A eso se añadió el rugido del carro sin mofle que se alejó dejando atrás una estela sonora, como la de un trueno prolongado.

            Lograron dormir en los intersticios del ruido natural y el manufacturado. Ya para las ocho, en el parque aledaño, un empleado comenzó a cortar la grama y no tuvieron más remedio que levantarse. Por una hora, el ladrido de un perro acompañó al ronroneo de la cortadora de grama. Después, Arturo se enteró que el empleado traía a su perro para que corriera por el parque mientras él hacía su trabajo. Era la versión boricua de bring your child to work. Afuera, un gallo caminaba por el patio resguardando a las cuatro gallinas de su harén. Ellas caminaban silentes mientras él cacareaba, como si estuviera dándoles instrucciones. De repente brincó encima de una y en menos de cinco segundos consumó su deseo, cumpliendo su faena mientra la picoteaba.

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En la mañana del segundo día en Puerto Rico, de camino al supermercado, Arturo notó un gato muerto en medio de la calle. Yacía perpendicular a la cuneta y se le veía claramente la cara de matón que suelen tener los gatos realengos. Tuvo que hacer una maniobra para no pasarle por encima, arriesgándose así a chocar de frente con el carro que viniese en dirección contraria. Fue una maniobra innecesaria pues obviamente el gato ya había agotado su crédito de nueve vidas (o seis o siete, dependiendo del país). Aparentemente, la lógica absurda de su acto dictaba que era mejor arriesgarse a sufrir una colisión frontal que sentir la cabeza del gato crujir bajo las gomas del carro.

            Al dar una curva vio con el rabo del ojo a una mujer obesa limpiando un patio con un soplador de hojas. Se la imaginó desnuda y en cuatro patas, abriendo la boca como un hipopótamo, y pensó que si le salía un cuerno en la nariz podía ser un rinoceronte.

            En un PARE se detuvo más largo de lo normal, la prueba de ello siendo el bocinazo iracundo y fulminante que le dio el chofer del carro de atrás. Imaginó que si no se movía al instante, el chofer le pasaría por la derecha para entonces doblar enfrente de él a la izquierda en una movida que no era tan rara en Puerto Rico y que era peor que la de Arturo tratando de no espacharrar por partida doble al gato.

            En el estacionamiento, dejó el carro lejos de la entrada en el primer espacio disponible. No creía en estar dando vueltas como un bobo buscando un espacio cercano a la entrada. Prefería bajarse del carro cuanto antes y no le molestaba caminar. Cuando vivía en Puerto Rico no pensaba de esa manera. Caminar por caminar no le interesaba. La juventud era, de por sí, su acondicionamiento cardiovascular.

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Antes de irse de la isla, Arturo nunca había hecho la compra en un supermercado. En su época, la compra se hacía en el colmado del vecindario. Decir “su época” era una forma extraña de referirse al tiempo de su juventud, como si el momento presente, ya repleto de aventuras y experiencia, no fuese suyo. Recordaba haber entrado al Pueblo de la parada 18 y al que estaba en la Avenida De Diego, pero solo para comprar una que otra cosa. Ahora, iba al Econo de Plaza Carolina o al Econo pequeño de Villa Carolina donde llenaba su carrito hasta el tope como todo el mundo.

Al principio, las filas de carritos abarrotados de mercancías en todas la cajas le resultaban insoportables, pero con el tiempo aprendió a esperar su turno con paciencia, maravillado por las compras gigantescas de la gente. Una vez se preguntó cómo era posible que el consumo fuese tan pleno dado el nivel tan alto de la pobreza y rápido comprendió que ello era posible gracias a la generosidad del gobierno: todo el mundo pagaba con la tarjeta de la familia, que era lo mismo que no pagar ni un centavo. Con la tarjeta, el estigma de los cupones había desaparecido e incluso cuando la cajera decía “numerito”, no quedaba claro que uno estaba usando la nueva forma de los cupones pues el “numerito” podía ser el PIN de una tarjeta de débito. Entonces fue al Marshall’s de Canóvanas y su tesis quedó en entredicho.

Allí no se vendían alimentos y el sitio estaba también abarrotado. La gente deambulaba por la tienda con carritos cargados hasta el borde de ropa, enseres, juguetes y chucherías de todo tipo. Él buscaba un gorro de lámpara. El único que estaba suelto era blanco. Otro, color crema, estaba montado en una lámpara. Los intercambió, pero después de esperar media hora en una fila de más de cincuenta personas, el cajero le informó que si quería el gorro tenía que comprar la lámpara.

Desistió de su propósito y salió de la tienda otra vez preguntándose cómo era posible que tanta gente en Puerto Rico tuviera tanto dinero para gastar. Y estábamos hablando de una clientela de pueblo, no de gente del Viejo San Juan, El Condado o Miramar. Quizás todos eran empleados del gobierno o profesionales y compraban a base de tarjeta, pero no de la familia sino de crédito. Una doña, sin embargo, pagó por unos panties negros con un billete de cien. Desafiando los rigores de la edad avanzada, llevaba una blusa con el hombro izquierdo al descubierto. El hombro desnudo era apetecedor, pero cuando se volteaba los cachetes colgantes como de perro sabueso, combinados con su exceso de maquillaje, provocaban una sensación leve de terror. Arturo dio un brinco ante la imagen.

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Al otro día, Maribel y Arturo fueron a la casa de una prima de él a una fiesta de bienvenida. Por poco no llegan pues en la carretera número tres un salvaje les dio un corte de pastelillo a sesenta millas por hora que por poco los descarrila del susto. El GPS insistía en mandarlos por la carretera 66. Arturo rechazó esa instrucción dos veces antes de que el sistema se diera por vencido y le dejara ir derecho por la número tres hasta llegar a la rampa que conectaba con la urbanización donde vivía Angélica. Arturo recordó cómo se llegaba a los sitios en la isla antes de que hubiese sistemas de navegación vía satélite: pendiente del cantío de un gallo que anunciaba que estaban cerca o con la ayuda de un mapa de papel.

La sorpresa de Arturo fue enorme y harto placentera al ver que sus amigos Ileana y Antonio estaban en la fiesta. Su hermana los había invitado en secreto. Julieta había insistido en que no se lo mencionaran a Arturo. Ileana por poco mete la pata cuando se dispuso a llamarlo para preguntar cómo había que ir vestidos al evento. En vez, llamó a Julieta y llegó a la casa portando un vestido negro muy elocuente. Antonio llevaba un pantalón marrón y una camisa de manga larga de un rojo cobrizo. Su barba blanca era frondosa pero acicalada. Arturo se reía cuando le decía hola Antonio de Unamuno.

En la fiesta había de todo: arroz con gandules, pernil, pasteles, morcilla, ensalada de siete pisos, turrón, lágrimas de monte con almendras, coquito y todo tipo de refrescos. Había hasta un bizcocho de bodas para celebrar retrospectivamente la de Arturo y Maribel. La piscina que Angélica recién había instalado relumbraba con luces verdes; la superficie cristalina y pulsante tentaba, pero nadie se aventuró a desafiar al agua que para algunos estaba fría y para los más estaba congelada. De un televisor gigantesco sintonizado en YouTube salía música navideña interpretada por El Gran Combo. Cuando llegó la hora de cortar el bizcocho a alguien se le ocurrió poner “La boda de ella” en la pantalla. Arturo protestó pero no le hicieron caso. El barullo del grupo ahogó los insultos del Cano Estremera.

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“Todo lo que parece autobiográfico es en realidad ficción”, Ileana dijo al final de la velada, sin explicar exactamente de qué manera una cosa era su contrario. Estaban hablando de la literatura y sus bases. Arturo recordó una expresión de Enrique Vila-Matas que decía lo mismo, pero de otra manera. No lo citó para no quitarle el gusto a Ileana de haber dicho algo impresionante sin otro recurso que su originalidad. Agotado el tema, comenzaron a reflexionar sobre el evento.

            Ella había quedado muy impresionada con la familia de Arturo, con la dinámica del grupo. “Todo el mundo bebió pero nadie estaba borracho, los chistes, el humor, todo fue bien sano, con una buena dosis de provocación pero sin caer en lo chabacano”. Arturo se alegró de que ella lo pasara bien. Estaba agradecido de su amistad, también de contar con una hermana que lo quería y con una prima muy especial. En el futuro, por más fallida que fuese su memoria, ese conocimiento sería indeleble. Le dijo que con su familia él hacía lo que sus colegas unidimensionales eran incapaces de hacer: se quitaba el sombrero de académico e intelectual y se disponía a gozar durante un buen rato en compañia de gente decente. A ese comentario Ileana no le dio importancia. Según ella, en la reunión de la familia de Arturo había tanta profundidad como en el seminario académico más serio.

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¿Cómo cuadraba el asunto de lo real y lo ficticio? ¿Cómo figuraban lo uno y lo otro en la construcción de la memoria? Quizás Oates se daba cuenta que en cuatro mil páginas de recuerdos la bazofia tenía que apabullar a la sustancia y por eso no le importaba obviarlo todo excepto su matrimonio. Pensando de esa manera Arturo no lamentó que su afán memorioso fuese incompleto y fragmentado. Si el poeta “maldito entre los malditos” se miraba a sí mismo para verse mirando, Arturo recordaba las cosas para sentirse recordando. Quizás de esa dinámica era que se nutría la memoria como conducto del recuerdo. Esa que no podía ser infinita precisamente por ser memoria, atada a hechos finitos y concretos. La monstruosidad de su infinitud era una mera amenaza porque el infinito solo podía existir, paradójicamente, en lo aprehensible y fugaz. En el recuerdo de un viaje accidentado, en la falta de tranquilidad que acentuaba el agotamiento, en la visión de un gato muerto o una mujer rotunda, en el despelote de tiendas a tope, en la celebración de una boda poco común.

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“No importa cuán excelente o cuán horrible, de todo lo que uno puede imaginar hay un ejemplo en el mundo”, había dicho Saul Bellow en The Victim, anticipando la convicción de Arturo. Eso demostraba lo que Arturo había dicho en otra parte, que no importa que la obra de uno se pierda pues “ya toda su obra había sido escrita o sería escrita por otros en su ausencia”.

            Lo importante era saber que la memoria existía—en el diario interrumpido de Oates o en el diario fragmentado e incompleto de Arturo—; que era inexhaustible aunque de su contenido uno no se acordara; aunque la mayor parte de ese contenido no fuese importante. En su caso, Arturo pensó que lo que una vez había sido real se había transformado en facsímil sin que se diera cuenta. No se sentía desfavorecido. El acto de recordar era renovador: creaba una realidad nueva, inesperada, más pulida, menos agobiante.

Aun así, concluyó que había sido objeto inadvertido de una estratagema. Sin que él se lo propusiera, había tomado parte en un proceso imperceptible de conversión, como el desgaste de una roca asediada por el agua a través del tiempo. Lo cómico del caso era que aunque él estaba al timón del proceso no lo controlaba. Lo que escribía era un récord de vida, es cierto. Era la vida inmediata; una lectura al azar, una frase memorable, un viaje a Puerto Rico que había transcurrido entre el presente y el pasado.

De la vida había pasado al relato, comenzando el trayecto como él y terminando como otro que era el repositorio de su pretérito en acción. Como ese otro no tenía que preocuparse de recordarlo todo. El dragón del infinito no volaba, no botaba fuego por la boca y no tenía dientes afilados. Ahora podía echarse a dormir sin preocuparse del ruido de una cortadora de grama o el cantío de un gallo. Ver la realidad que había creado mediante el acto de evocar el pasado le hizo comprender lo que había hecho. La memoria le había hecho una jugada inesperada al convertirlo en un recuerdo que podía ser tan cierto como tan falso.


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