
Desde la Revista Trasdemar presentamos la nueva colaboración del autor José Edgardo Cruz Figueroa (Puerto Rico), con el relato titulado “El reino animal (en Puerto Rico)” que incluimos en nuestra sección “Conexión Derek Walcott” de narrativa contemporánea del Caribe. Nuestro colaborador es natural de San Juan y criado en El Fanguito y Barrio Obrero en Santurce. Tiene una Maestría en estudios latinoamericanos con una concentración en literatura e historia de Queens College-CUNY y un doctorado en ciencias políticas del Graduate Center-CUNY. Su trabajo académico ha sido publicado por Temple University Press, CELAC, Lexington Books y Centro Press y por varias revistas académicas. Su trabajo creativo ha sido publicado en las revistas Confluencia, Sargasso, Cruce, 80grados, Trasdemar, Alhucema, El Sol Latino, y el Latin American Literary Review. Una selección de sus relatos está incluida en el libro Formas lindas de matar (2023)
Si no me creen miren la foto. Cómo se había quedao pegao hasta morirse era un misterio. Al rato, el rabo del lagartijo de cinco pulgadas salía de la parte inferior del aire y me pregunté si estaba muerto. Solo tenía que tocar la cola para cerciorarme pero me daba cosa hacerlo
JOSÉ EDGARDO CRUZ FIGUEROA
La mañana estaba oscura y yo, en contra de mi voluntad, estaba despierto. No sé por qué me levantaba todos los días a la cinco. Si me acostaba temprano me levantaba a las cinco e igual me levantaba a esa hora si me acostaba tarde. Había estado lloviendo toda la semana pero el arrullo de la lluvia no me hacía quedarme durmiendo. Había pintado el cuarto y ahora se veía nítido, acogedor. Del aire acondicionado solo se sentía la frescura pues la unidad era muy callada que ni siquiera podía decir que susurraba; no, era tan silencioso que parecía estar apagado. Pero ni ese lujo lograba alargarme las horas de sueño y a las cinco en punto ¡pin! salía de la cama.
De la cama fui dando tumbos al baño. En Puerto Rico, tampoco sé por qué nunca orinaba sentado. En Nueva York sí. Acá no y quizás era por el tamaño tan pequeño de la taza. Me sentaba cuando tenía que sentarme pero orinar lo hacía de pie como se supone que lo hagan los hombres. Yo soy hombre, no me importa sentarme para todo, pero en Puerto Rico no. Acá, orino de pie, no para reafirmar una masculinidad tonta que dice que solo las mujeres se sientan, sino por el tamaño de la taza. Sí, por eso es. Imaginé a una mujer orinando de pie nada más que para desafiar el concepto de la feminidad, pero supuse que ninguna lo hacía por no pasar el trabajo de quitarse las bragas. Pensé que podían hacerlo halándoselas hacia afuera para evitar el chorro, pero esa operación podía terminar estirando el elástico. Además, para limpiarse tenían que soltarlas por un momento arriesgándose así a que una gotita errante las humedeciera anulando el propósito de estirarlas.
En esa fantasía estaba cuando un mime se metió en la taza del café que me estaba tomando. Cuando llegué de Nueva York hice una comprita pero café no necesitaba. En la despensa quedaba un poquito de café Yaucono. También había un candungo de café Folgers, que inexplicablemente era el que a mi mamá le gustaba. Después de vivir por tanto tiempo en Nueva York, que no es lo mismo que vivir en Estados Unidos, me había convertido en un Yanqui: el café Folgers no me gustaba pero me parecía un pecado botarlo, así que decidí usarlo hasta que se acabara para no desperdiciar. En fin, si yo hubiese sido mami, habría tirado en el fregadero el café contaminado por el mime o peor habría rociado el comedor completo con flit. Ella tenía una guerra prolongada contra el reino animal. Pero por suerte yo no soy mami, así que con una cucharita saqué el mime de la taza y como buen Yanqui me tomé hasta la última gota de ese café Folgers que no me gustaba.
Unos días antes, al remover el timer que mantiene a una lámpara de mesa prendida durante la noche, una salamandra salió corriendo de detrás del timer y se metió detrás de un cuadro. Días después la encontré patas arriba cerca de un enchufe y especulé que se había ocultado ahí y que murió electrocutada cuando el señor que vino a reparar el portón de rejas del balcón enchufó su extensión y prendió la máquina de soldar. La imaginé convulsa y agonizando, arrastrándose como loca hasta salir del enchufe y morir. Su cuerpo translúcido se confundía con el cremita amarillento de las lozetas y si no me fijo la habría espacharrado. Le tomé una foto al cadáver y con una servilleta lo recogí y lo tiré al zafacón.
Cuando me dispuse a pintar el cuarto tuve otro encuentro interesante, esta vez con un lagartijo. Al descolgar una foto de la pared, el tipo salió disparao espantado. Era color marrón, como suelen ser los lagartijos en general, y medía como cinco pulgadas. Yo di un brinco del susto y lo vi escurrirse pared arriba como un carro de carreras. Me alarmé cuando lo vi meterse en la unidad del aire acondicionado. Ahora este me daña el aire, pensé, o se muere ahí dentro y me lo abomba. Lo visualizé descomponiéndose hasta convertirse en fósil. Ya había descubierto a otro, más pequeño, desinflado y descompuesto y en vias de fosilización, con una garra pegada de la pared y el cuerpecito guindando. Si no me creen miren la foto. Cómo se había quedao pegao hasta morirse era un misterio. Al rato, el rabo del lagartijo de cinco pulgadas salía de la parte inferior del aire y me pregunté si estaba muerto. Solo tenía que tocar la cola para cerciorarme pero me daba cosa hacerlo. Fui a buscar un destornillador para tocarla pero al regresar la cola no estaba. Obviamente el cabrón estaba vivito… ¡y coleando!

A mami los lagartijos le daban miedo y asco. Se la pasaba diciendo cierra la puerta que no quiero que se metan animales y una vez me amonestó porque al llegar a las tantas dejé la puerta corrediza que daba a la marquesina abierta una grietita. Al despertar, cuando salí del cuarto le dije buenos días pero ella no perdió tiempo en cortesías. Dejaste la puerta abierta, dijo, como si la hubiese dejado abierta a sus anchas, y por ahí se meten animales. Pero solo fue una grietita, protesté, restregándome los ojos. No importa, ripostó con exasperación, ¡esos lagartijos se meten por donde quiera! Continuó con uno de sus non sequiturs usuales: ¡esos gatos realengos ya me tienen jarta!, e inferí que según ella hasta un gato podía meterse por la grieta. Un perro no, pero con ellos también había que estar alerta. Mami se prendía cada vez que un perro sucio y esquelético se paraba frente al portón mirando la casa con ojos tristes y cara de hambre. ¡Zape perro asqueroso!, ella le gritaba.
¡Ay mami, cómo extraño tus cosas! Pero ahora me alegro de estar aquí solo, dejando que los lagartijos campeen por sus respetos. La hormigas no me molestan tanto como a ella aunque he puesto trampas en varias partes de la cocina. Jamás se me ocurriría contaminarla con uno de esos espreys para matar hormigas que venden en los supermercados y hasta en las farmacias. Para ir a la segura todo lo que es dulce lo guardo en la nevera. Cuando corto un pedazo de pan sobao, recojo las migajas de inmediato. Al lado del fregadero tengo un matamoscas por si acaso. Como ella, me la paso limpiando.
No tengo nada contra el reino animal pero tampoco estoy en las de hacerle la vida fácil dentro de la casa. Tolero a los lagartijos. A los gatos realengos no los aguanto, especialmente los que andan por ahí velando güira, buscando la manera de entrar para matarme. Aun así, no les pongo veneno en las esquinas como hacía mami, solo los espanto. Nunca he visto un ratón o una rata por los alrededores y por eso cada día le prendo una vela a los santos.
Cuando terminé de tomarme el café imaginé a mami diciéndome que tuviera cuidao con los mimes que tienen la mala costumbre de meterse en las tazas como pilotos kamikazes. Lo de kamikazes lo digo yo. Ella habría dicho… de meterse en las tazas, los desgraciaos. Muchos desprecian a los mimes tanto o más que mami pero yo no soy mimefóbico así que les doy la bienvenida a mi reino animal siempre y cuando no se me zambullan en el café.
Miré hacia afuera a ver si veía las gallinas que solían pasearse con sus pollitos por el patio. Llevaba una semana en Puerto Rico, no había visto ni una en el patio, y me hacían falta. Mami las odiaba pero a mí me daban gracia. Para compensar, el día antes, de regreso de Plaza Carolina, vi la figura incongruente de un caballo del mismo color de la salamandra electrocutada comiendo pasto en el Residencial Lagos de Blasina. Lo incongruente era su presencia en ese caserío, suelto, sin silla ni brida, azotando moscas con la cola, cuando debía estar en un establo. Al lado mío pasó una motora haciendo un ruido infernal (lo cual es un mero decir pues en el infierno lo que se oye es el crujir armonioso de la carne cocinándose a fuego lento) y el caballo siguió comiendo como si nada. Un grupito se le acercó y él alzó la cabeza por un instante y luego siguió masticando. Con éstos no tengo que preocuparme, pensó. Y si tratan de joderme con un relincho los espanto.
Cuando iba camino a Plaza Carolina, en la pista del coliseo Guillermo Angulo una señora rubia hacía ejercicio. En un sentido metafórico podía haber sido un elefante pero solo por su obesidad pues no tenía trompa ni orejas grandes. Como en Puerto Rico no hay elefantes lo propio era compararla con una vaca. Vacas no había en Carolina pero a veces se les veía cruzando el expreso de San Juan a Ponce. Los carros se paraban al ver las vacas cruzar y ellas miraban a los choferes como diciendo: al igual que los peatones, nosotras también tenemos derecho al paso. Después que dejé atrás a la señora, dos iguanas salieron de la nada. Una se escabulló con celeridad. La otra se escurrió alocada por casi veinte pies hasta que encontró un huequito entre las matas.
Mi recorrido fue a pie y como en Puerto Rico la gente no suele caminar a ninguna parte, quienes me veían pasar mientras esperaban un pon, un Uber, o la guagua, me miraban como se mira en Nueva York a un ciervo que de repente se mete en el tráfico urbano. Una palomita por poco choca conmigo pero logró desviarse y se posó en un cable de la luz. La cola se le veía un poco maltratada, como si hubiese sobrevivido el ataque de un gato. Entonces un chihuahua me ladró al mismo tiempo que se activó la alarma de un carro. No sé cuál de los dos sonidos era el más agudo e irritante: el de la alarma histérica o el del perrito que sonaba como si alguien lo estuviera pisando. Después me salió al paso una gallina negra con tres pollitos negros. Quizás pensando que le iba a robar los pollitos, la gallina cacareó con gran alarma, revoloteó las alas y se dispuso a atacarme. Más adelante, otra andaba con un pollito negro y otro blanco. Supuse que la gallina negra era afrodescendiente. La otra era rubia y era posible que había tenido un affair con un gallo rubio o negro.
Al otro lado de la calle, un señor y una señora sostenían un intercambio acalorado. Me pregunté si era una discusión política o filosófica. Fuese lo que fuese, el hecho es que de repente el hombre le cayó a bimbazos a la mujer. Yo, alarmado, pero guardando mi distancia, grité: ¡Abusador, no le pegues! ¡No seas tan animal! Fue un comentario espontáneo que no le hacía justicia a los animales.
Ya llegando a Plaza Carolina, al pasar por la cañada bajo el puente de la avenida Fragoso, noté un congreso de peces dorados. Quizás debería decir una escuela de peces pero éstos no nadaban de modo coordinado sino que estaban agrupados en un círculo abriendo la boca para respirar o quizás también para hablar entre sí; profiriendo palabras oxigenadas cuyo alfabeto era H2O. Me pregunté si ponderaban su destino: seguir flotando en su sitio hasta el final o nadar como los salmones, contra la corriente, pero no para desovar sino en busca de mejores aguas.
Si he antropomorfizado a los animales que describo es porque ellos son nosotros. Tú y yo somos parte del reino animal. Venimos de los peces y los monos. Es por eso que en España hay un licor de nombre Anís del Mono. El nombre tiene una explicación rival pero no hay duda de que la cara en la imagen de la etiqueta es la de Darwin. Tenemos cosas en común con las gallinas y los gatos y los perros y las vacas y los caballos. Nos parecemos a las hormigas aunque, a menos que tu seas culturista, es difícil o imposible que puedas cargar entre diez y cincuenta veces el peso de tu cuerpo, especialmente si eres la rubia que vi haciendo ejercicio que parecía una vaca. Si te fijas bien, puedes ver que la mirada de los lagartijos es como la de un detective que sospecha que tú eres el culpable del crimen que está investigando y que tienen una sonrisa como la de un carterista que está a punto de robarte. Dicen que las iguanas pueden servir de mascotas pero son temperamentales como un niño engreído. Como las princesas tienen necesidades especiales y demandan más atención que el que se mira en un espejo sin parar. Muchos temen a las salamandras, pero son inofensivas, se comen los mosquitos, y en la política han servido para darle nombre a la práctica de manipular distritos electorales. De las moscas no quisiera saber a pesar de que comparten el setenta por ciento de sus genes con nosotros; lo mismo con los ratones y las ratas: con ellos compartimos características despreciables, tal y como dice la canción de Joe Cuba y como bien saben los mafiosos. Los mimes tienen la sangre fría pero su anatomía, fisiología, y atracción hacia el cuerpo humano es igual que la nuestra y encima a algunos parece que les gusta tanto el café que ven una taza humeante y se tiran de casco.
Aristóteles dice que lo que nos distingue de los animales es el don del lenguaje. Ya se sabe que eso no es así pues lo animales también hablan. Lo que falta es que un mono escriba un cuento y lo titule El reino humano.
Si le dijera todo esto a mami me miraría con asombro y me pediría que la llevara al supermercado. En el supermercado me diría que tiene que limpiarse los oídos para que la vea el oftalmólogo. Yo creo que la lógica de los animales es más coherente que la de mami. Al regresar a la casa me diría: tómate un café pero cuidao con los mimes. No veo ningún mime, diría yo. Es que aquí no hay porque les eché flit, me contestaría. Que tengas cuidao con los mimes no significa que los haya. Es como decir, mira la cebra heráldica y el pingüino rosado. No existen pero puedes mirarlos. Mami, precursora de Alejandra Pizarnik.
Mientras pensaba eso noté que un lagartijo posado en una celosía me miraba. ¿Era otro o era el del aire acondicionado? Imaginé que sospechaba que estaba a punto de hacerle algo malo pensando que yo era igual que mami. No tenía duda de que para él yo era culpable por asociación. Con la sonrisita que tenía me decía que no me creyera que él era estúpido, que no se iba a meter en el enchufe como la salamandra. Quizás se decía: ahora éste se muere y me abomba la casa. Asumí que su género era masculino pues si era prejuiciado y malicioso prefería que fuese un hombre. Entonces salió el sol. Los perros de al lado comenzaron a ladrar y a lo lejos escuché el cantío de un gallo.
Gracias me lo leí de un tirón está mañana. No estoy solo me acompaña un lagartijo que le llamo Pepe. Tú cuento tiene mucha tela de que hablar. Una síntesis de la fauna borincana en extinción. Gracias empezé el día entretenido con tus asombro silvestres.