Desde la Revista Trasdemar presentamos con motivo de nuestro aniversario la colaboración especial de Cecilia Domínguez Luis (La Orotava, Tenerife, 1948) Poeta y novelista, Licenciada en Filología Hispánica. Premio Canarias de Literatura en 2015 y Académica numeraria de la Academia Canaria de la Lengua, ha sido presidenta del Ateneo de La Laguna y forma parte del Instituto de Estudios Canarios. Su obra ha sido traducida al francés, al rumano y al alemán. Su primer libro de poesía fue “Porque somos de barro” (1977). Acaba de publicar “Las terribles historias” libro de cuentos en Nectarina editorial (2021)
Un día, mirando hacia el Teide, se me ocurrió poner una mano delante de mis ojos. El volcán, desapareció por completo de mi vista. Luego me volví hacia el mar e hice el mismo gesto. Sin embargo, esta vez, solo pude tapar un fragmento de mar- el que
CECILIA DOMÍNGUEZ LUIS
abarcaba mi mano-, el resto seguía ahí azul y quieto, inabarcable, como el cielo. Creo que fue la primera vez que fui consciente de mi condición de insular.
Nos ha tocado en suerte,
de tierra solo un puño;
de cielo, todo el cielo.
Este fragmento del poema IV perteneciente al libro Altos crecen los cardos, de Rafael Arozarena resume, en cierta manera, nuestra condición insular. Una circunstancia que influye en nuestra manera de ser , de sentir e, incluso de expresarnos. Pero no caigamos en la trampa de identificar literatura y territorio y hacer de este un condicionante exclusivo; un error en el que se ha caído con frecuencia, y nuestra historia literaria nos ofrece muchos ejemplos de ello.
Por mi parte, coincido con Claudio Magris cuando afirma que «la literatura es por sí
misma una frontera y una expedición a la búsqueda de nuevas fronteras».
Una literatura, es cierto, pertenece al lugar del que surge, pero si a este lugar lo
convertimos en único objeto de adoración, si no hay en nuestra literatura un afán de
universalidad que traspase nuestro limitado territorio, la convertiremos en verborrea
estéril y sin sentido, degradando así el lugar que pretendíamos, de este absurdo modo,
elevar a la categoría de lo poético. Porque todo lo que consideramos nuestro paisaje,
lo que amamos al contemplarlo desde nuestras ventanas o azoteas- un lugar este
último tan en la memoria de nuestra infancia en las islas -, solamente tendrá un
sentido, no sólo poético sino también vital, si lo ponemos en relación con esa otra
realidad mayor que es el universo.
Vivir en una isla condiciona, desde luego. Los espacios son muy limitados, de tal
manera que los límites entre ciudad y campo son escasos y, como dice Pérez Minik: «El
canario es hombre que vive muy cerca de su geografía, no sabemos si porque siempre
la tiene a la vista, como un trasunto de su existencia, o porque esa geografía no lo deja
nunca en paz». Pero, sobre todo, existe algo fundamental y es que decir isla supone
también y necesariamente decir mar. El mar es un elemento que nos aísla, pero es
también una fuerza que nos empuja y nos abre la puerta a nuevos horizontes a los que
nos invita. De ahí nuestro afán de lejanía, mal entendida, en ocasiones, por algunos
poetas, que vuelven la espalda a ese mar, encerrándose en una supuesta identidad
endogámica, que se complace en una contemplación y exaltación estériles y
asfixiantes.
Y este es un mal que nos ronda desde hace tiempo, de tal forma que muchos poetas
canarios no sólo le han dado la espalda al mar, sino que han puestos sus complaciente
ojos en un paisaje clausurado y claustrofóbico, instalándose en un peligroso estatismo,
cuando no en la aún más peligrosa mirada nostálgica hacia un – ahora
afortunadamente cuestionado- paraíso. De este modo, todo queda en una superficial
mirada que no va más lejos de la orilla. Tal vez olvidan que Dácil, el bello personaje
inventado por Viana y reinventado por otros poetas, continúa pidiéndole cosas a ese
mar del que todo lo espera.
No toda la culpa ha sido nuestra -¿o sí?- No han sido pocos los críticos y estudiosos que
han extendido la idea de que la literatura escrita en las islas ( cuando digo literatura
me refiero sobre todo a la poesía), siempre ha estado marcada por el aislamiento, la
intimidad y el acoso del mar, cuando, aún siendo ciertas estas características, no son
las únicas y además, precisamente el mar, como dije antes, no es sólo prisión sino, por
el contrario, es invitación, seducción hacia la aventura de lo desconocido.
Es indudable que el mar, con Viana y, más concretamente, con la leyenda de Dácil, se
convierte en un territorio mítico para el insular; territorio que, aunque, insisto, no es el
único, sí es el que nos da una dimensión más universal que es a lo que, precisamente,
debe tender toda poesía.
Y esto lo entendieron muy bien nuestros poetas modernistas. Recordemos si no el mar
rotundo, luminoso y fuerte de los poemas de Tomás Morales en su Oda al Atlántico, o
ese mar más íntimo al que se dirige la poesía de Alonso Quesada, en un tú a tú
coloquial, muy en consonancia con su propia existencia, o la poesía de Saulo Torón,
inmersa en un mar cotidiano y conocido, que el poeta hace suyo y pasa a ser un
símbolo de su yo íntimo. Una mirada que tiene la orilla como límite, pero que funda en
ella un espacio de celebración de la palabra poética.
Si bien nuestro territorio no es únicamente el mar, comparto la idea de Pedro García
Cabrera cuando afirma que «la isla para definirse necesita-imprescindiblemente- del
mar» y que el espíritu isleño tiende a sincronizarse con él, siendo esta sincronía la que
va a darle al hombre una nueva mirada hacia el paisaje de su isla; una mirada en la que
están impresos lo lejano, la carencia y el deseo de profundidad que le proporciona el
océano. Porque el territorio insular que se mueve entre lo vertical y lo llano, en
bruscos contrastes, se resuelve siempre en los contornos luminosos del horizonte
marino, a través del cual nos integramos en el mundo.
Por otro lado, está bien reconocer y reconocerse en el paisaje, pero no limitarse a ello,
sino fundar en él un territorio que vaya más allá de lo que ven nuestros ojos.
Pero no toda la poesía de la isla, como he apuntado antes, tiene por qué estar
determinada exclusivamente por el mar. El poeta también marcha tierra adentro y se
encuentra con otras realidades a las que hacer suyas. Realidades que además nos dan
una doble visión, si tenemos en cuenta el paisaje canario, el norte y el sur. Un norte
montañoso, verde y rico que contrasta con el sur, llano, arenoso, desértico.
Creo que la infancia, como territorio de la primera mirada a las cosas, es el lugar donde
empieza a fraguarse nuestra visión del mundo, en un descubrimiento desde el
asombro inocente de una primera vez. La realidad aparece entonces como recién
inventada y con ella creamos un mundo del que no están exentos los miedos y las
preguntas, pero que es únicamente nuestro. Así, sin apenas darnos cuenta, nos vamos
incluyendo en una realidad que nuestra imaginación modifica a su antojo.
Estamos ante una de las formas de vivir y amar el lugar y, aunque de manera
inconsciente, el territorio de la infancia establece una relación estrecha entre el paisaje
real que la rodea y su paisaje mental (llamémosle imaginativo).
Mi infancia es una infancia de tejados, los míos y los ajenos. A los tejados vecinos
trepaba en busca de verodes y musgo con que adornar el belén , a esconder tesoros
diminutos bajo las tejas, o a buscar pelotas que, según declaraba en mi defensa,
volaban “sin querer” a territorio ajeno. El mío, mi tejado, estaba reservado para
incursiones especiales. Era un tejado a cuatro aguas (lo es todavía, afortunadamente),
rodeado por un pasillo que constituía lo que nosotros llamábamos “el mirador”. Me
encaramaba a los más alto y una vez allí, según fuera el día más o menos propicio, mi
mirada gustaba medirse con el volcán que espiaba mis juegos o bien me sentaba
dándole la espalda y dejaba que mis ojos recorriesen la planicie azul que se veía lejana,
allá abajo, forzando la vista en la creencia imposible de descubrir alguna ola a pesar de
la lejanía.
Un día, mirando hacia el Teide, se me ocurrió poner una mano delante de mis ojos. El
volcán, desapareció por completo de mi vista. Luego me volví hacia el mar e hice el
mismo gesto. Sin embargo, esta vez, solo pude tapar un fragmento de mar- el que
abarcaba mi mano-, el resto seguía ahí azul y quieto, inabarcable, como el cielo. Creo
que fue la primera vez que fui consciente de mi condición de insular.
Lo que no lograba explicarme entonces era aquella sensación de desasosiego que
acompañaba a esos instantes de contemplación. Era algo que desbordaba mi
comprensión y que me hacía sentir la carencia, el deseo de algo más. Tal vez fueran
esos los momentos en que, inconscientemente, me unía más al alma de la isla.
Instalada en esta nueva etapa de mi vida y quehacer poético, poco a poco he ido
intentando indagar en cuál fue el punto de partida de mi vocación, en el por qué elegí
el camino de la poesía. En otras palabras, he querido buscar un principio, un origen
estable a mi historia y, así, he ido descubriendo que toda ella ha estado vinculada a la
tierra, al paisaje, en definitiva, a la isla. Un espacio reconocible, pero desde el que
intento inventar otro espacio, el poético, que no sólo está determinado por la
existencia del mar, sino que aquel paisaje de tierra adentro de mi niñez también forma
parte importante de este imaginario mío desde el que pretendo proyectarme al
mundo. Es decir, mi realidad es un espacio limitado, pero sobre el que se oyen ecos de
una universalidad a la que tiende y con la que se identifica.
Así, desde mi madurez, ya cercana a la ancianidad, redescubro la raíz universal de la
isla; mi raíz de habitante insular que, a través del mar, me lleva a comulgar con un
paisaje exterior e interior con el que construir mi universo poético. Un mar al que no
puede renunciar mi condición de poeta de isla y que me imprime un deseo de
búsqueda en el que va impresa la sensación de un perenne alejamiento desde el que
devuelvo al mar la mirada convertida en palabra.
Hasta aquí mi visión de la condición insular. Otras habrá que comulguen o no con la
aquí expuesta, pero sea cuales sean las diferentes visiones, pienso que cualquiera de
ellas, para ser válida, tiene que unimismarse con la tierra, reconocerse en ella una vez
haya descendido hasta sus más íntimos y oscuros lugares donde aprehenderla y, con
ella, integrarse en lo universal, haciendo de cada hallazgo un descubrimiento vital y
cósmico.