Presentamos en la Revista Trasdemar la colaboración del autor Ulises Martín Hernández (La Laguna, Tenerife) Profesor Titular en el área de Didáctica de las Ciencias Sociales de la Universidad de La Laguna, a quien damos la bienvenida a nuestra revista. Compartimos un relato de su libro más reciente “La isla de las abejas” publicado por la editorial Baile del Sol, en su colección “Sitio de fuego“, en este año 2024.
Ulises Martín se doctoró en Historia en 1988, con la lectura de la tesis Presencia y actividades extranjeras en Canarias (1880-1919), y en Ciencias de la Educación en 1999, con la tesis Diseño de materiales curriculares para la enseñanza de la Historia.
Nuestro colaborador ha combinado su labor docente con la investigación en archivos nacionales y extranjeros, entre ellos el Public Record Office y la British Library. Además de su participación en distintos congresos, es autor de los libros Presencia y actividades extranjeras en el Valle de La Orotava. 1880-1919, Tenerife y el expansionismo ultramarino europeo. 1880-1919, El comercio exterior canario. 1880-1919, Los archivos en la enseñanza de la Historia, Cien años de lucha portuaria, ATIS TIRMA (Tenerife, 2021) entre otros.
Asimismo, Ulises Martín ha publicado seis volúmenes de relatos históricos sobre temas canarios que van desde la Antigüedad Clásica hasta la conquista señorial. Incluimos el relato en nuestra sección “El invernadero” de narrativa contemporánea de las islas.
Como se indica sobre el libro de Ulises Martín Hernández en el sitio web de Baile del Sol: “Entre nosotros, insulares atlánticos no menos desencantados que otros ciudadanos occidentales, pero profundamente desconocedores de su propia historia y con una identidad desdibujada, la memoria y el recuerdo constituyen las herramientas más poderosas -subversivas acaso- con las que generar una consciencia individual y colectiva, así ha ocurrido al menos desde los tiempos de Cairasco y Viana“.
A medianoche embarcó entre los últimos viajeros, con las cuatro colmenas bien cerradas para no perder las abejas y luego, una por una, las fue amarrando en el combés, junto a las bordas. Pronto se retiró al rincón habilitado por el contramaestre, al raso, muy cerca de los grumetes, pero apenas pudo conciliar el sueño y antes del amanecer ya se encontraba despierto, así que volvió a las faenas de la cera y la limpieza de las herramientas. Una hora después subió a la cubierta y observó que el último vestigio de tierra se había desvanecido; entonces decidió abrir las biqueras. Los enjambres levantaron el vuelo camino del horizonte mientras el buque se mantenía al pairo, pero aún no habían pasado tres horas cuando las primeras abejas regresaron desorientadas por las dimensiones inabarcables del océano, sin haber tropezado una flor donde posarse. Entonces volvió a sumergirse en las bodegas, anduvo revolviendo botijas y calderos y cuando, por fin, hubo terminado regresó a la cubierta para convidarlas con el almíbar de los meses ruines, el brumoso febrerillo o el septiembre riguroso y tardío.
El gobernador se presentó a mediodía con la camisa limpia y un traje nuevo. Acudió en compañía de sus hijos y la señora gobernadora, toda la familia acicalada y dispuesta para el paseo del domingo. Cogidos de la mano se dirigieron a él: -¿Cuántas se perdieron? -preguntó el señor.
– Ninguna todavía. Sepa su merced que la abeja es el animal más inteligente de la creación.
-Pues aliméntelas bien, que aún queda más de un mes para llegar a La Española. -¿Y mis matas, querido? -preguntó la gobernadora.
-¡Pronto las subirán. Ya están en ello! -respondió el marido y dando la vuelta se encaminó hacia la toldilla seguido por la mujer y las tres hijas, mientras el niño se quedaba atrás queriendo saber, hipnotizado por el ir y venir de las abejas. La madre lo llamó:
-¡Josepe! ¿Dónde estás? ¡Ven con nosotros! -pero la curiosidad pudo más: -Dime Manuel, ¿ellas te conocen?
-Por supuesto. Las abejas saben que soy su amigo. Pero ven, no tengas miedo… – y destapando el corcho le mostró la filigrana blanca de los panales nuevos, dorados por la miel, bajo el incesante bullir de los insectos. Luego, como si estuviera jugando, introdujo la mano desnuda dentro del tronco y sacó un dedo untado de miel, sonrió y se la dio a probar mientras las abejas revoloteaban a su alrededor.
Por la tarde volvió con más preguntas:
-Manuel, ¿tú crees que yo puedo ser amigo de las abejas?
-Claro que sí. A ellas les gusta hablar con todo el mundo, lo que pasa es que muy pocos les prestan atención. Pero yo hablo con las abejas todos los días. -¿Y qué te cuentan?
-Según… a veces nos ponemos a hablar del tiempo, que si va a llover o no, que cuánto va a durar el verano, esas cosas. Otras veces hablamos de la flor que más les gusta, de la miel que van a darme, de la cera más blanca… Siempre encontramos algo de lo que hablar. Por la mañana apenas tenemos tiempo de decirnos hola y adiós porque están muy ocupadas, pero por la tarde, cuando salen a orearse, nos sentamos a conversar de cualquier cosa. Ayer mismo les conté que íbamos a hacer un viaje muy largo a una isla donde no hay abejas, según dice el gobernador. Y que ellas serían las primeras en llegar, eso les conté.
-¿Y qué te respondieron?
-Pues no les gustó la idea. ¿Hay flores en el mar?, me preguntaron. ¿De qué vamos a vivir? Pero yo les dije que no se preocuparan porque Manuel cuidaría de ellas durante el viaje y que allá, en el paraíso, que no otra cosa es La Española, encontrarían las flores más hermosas del mundo.
Por la mañana la cubierta se pobló de gente: el pasaje, los niños, la mujer del gobernador, todos andaban ocupados subiendo jardineras y macetas de las bodegas, mientras la tripulación dejaba hacer de mala gana, sin poder ocultar su contrariedad ante aquella inesperada intromisión en sus dominios.
-¡Quíteme usted ese tiesto de ahí, señora, que no puedo largar la escota! -gritaba irritado uno de los marineros. Más allá, sobre la regala, protestaba otro: -¡No le estoy diciendo que se aparte. Que tengo que guindar el juanete! -¿Pero a dónde va usted con esas matas? ¿No ve que estoy levando el papahigo? Y así transcurrió toda la mañana, hasta que las plantas trepadoras y los rododendros, las caléndulas y los romeros, todas aquellas matas recién trasplantadas estuvieron colocadas en su sitio y el barco quedó tapizado como una pradera flotante en alta mar. La idea había sido del gobernador:
-¡Para que no se mueran de hambre! -repetía convencido. Había empeñado su palabra ante la reina, el interés de la Corona estaba en juego, y ahora que lo habían nombrado gobernador de La Española él mismo se aseguraría de que las abejas llegaran vivas a su destino.
Josepe volvió por la tarde. Traía cara de preocupación:
-Dijo mi padre que esta noche habrá tormenta. ¿Es verdad?
-Sí, las abejas me lo han dicho. Todas han vuelto a su casa: ¡Bejita, bejita, entra en tu casita! Así les canté y volvieron todas.
-¿Y qué vas a hacer?
-Los corchos están bien sujetos, ya lo comprobé. Ahora ayúdame a cubrirlos, así no se mojarán cuando llueva.
-Pero, ¿y si les entra agua?
-Más tarde les cerramos la puerta. En su casa están a salvo y las abejas lo saben. Por eso viven en ella; si no les gustara ya se habrían ido. No te preocupes. Quédate aquí y habla con ellas. Esa que ves en la entrada de la casa es la portera y se ocupa de cuidar a toda la familia. Cuando ve que algún peligro amenaza la colmena enseguida se pone en guardia y da la voz de alarma. Ahora está vigilando, sabe que estamos aquí y nos mira, pero está tranquila porque confía en nosotros. ¡Bejita, bejita, entra en tu casita!
El temporal porfió toda la noche. Las olas rebasaron la borda y barrieron la cubierta. Manuel no se alejó un instante de las colmenas, pero los nudos resistieron y a las seis de la mañana, cuando aún no había amanecido, el cielo por fin se despejó y la mar quedó completamente en calma. Con las primeras luces del día una brisa de levante hinchó las velas y el navío dejó atrás el escenario de la tormenta. El grito del maestre convocó a zafarrancho, los marineros remendaron las averías y pusieron en orden la embarcación, la gobernadora, más resuelta que nunca, se peló las uñas enderezando tiestos, devolviendo la tierra perdida a las macetas, resucitando con mimos y caricias las matas que el temporal había dejado malheridas. A sus órdenes se aplicó el resto del pasaje con tanto brío que antes del mediodía ya lucía de nuevo la embarcación como si nunca hubiera sufrido la furia de los elementos. Entonces sonó la llamada de uno de los grumetes, en voz alta, cantando:
-¡Tabla, tabla! Señor capitán y maestre y buena compaña, tabla puesta, vianda presta. ¡Viva el rey de Castilla por mar y por tierra! Quien le diera guerra, que le corten la cabeza; quien no dijere amén, que no le den a beber. ¡Tabla en buen hora, quien no viniere que no coma!
Y en un santiamén se abalanzaron los marineros sobre los manteles, cada cual sentado en el suelo a su manera, con el cuchillo en la mano dispuestos a trinchar el pescado o un hueso revestido de nervios mal cocidos, mientras el capitán y las autoridades despachaban aquella ración en mesa aparte, brindando a gusto con el mismo vino, viejo y ruin, pero menos bautizado. Antes de correr a la mesa, Manuel abrió las biqueras y los enjambres se elevaron rodeando velas y jarcias, zumbando cada vez más alto en busca del sol.
Durante aquellos días Josepe aprendió a hablar con las abejas: supo cuando tenían calor porque hacían la barba fuera de los corchos, si tenían frío porque la portera apenas asomaba las antenas, descubrió nidos y maestriles, supo las horas del día con asombrosa exactitud observando la actividad de las abejas, aprendió a distinguir las viejas de las jóvenes porque éstas, inseguras todavía, apenas se alejaban de la colmena. Una mañana los cuatro enjambres alzaron el vuelo y se perdieron de vista camino del horizonte. Manuel hizo las comprobaciones necesarias y fue en busca del gobernador:
-Sepa su merced que las abejas han descubierto tierra -anunció sonriendo. -¿Cómo se te ocurre? ¡Buena es esa! Si todavía nos quedan dos semanas de viaje para llegar a las Indias.
-Pues se han marchado todas en busca de flores. Puede usted venir y verá que no le engaño -respondió Manuel.
-Está bien. Vamos a ver qué dice el piloto.
Subieron al alcázar, tomaron la altura, uno estimó dieciocho grados, otro dijo que veintisiete. Luego calcularon las leguas recorridas, que si trescientas, que si trescientas cincuenta. El piloto extendió las cartas de marear, localizó un punto perdido en medio de los vientos y proclamó, por fin:
-Estamos aquí.
-¡Pero si ahí no hay nada! ¿Qué le dije yo a usted? -recriminó el gobernador a Manuel. Pero éste, encogido de hombros, respondió:
-Yo no sé nada de mapas ni cuadrantes, pero cuando las abejas vuelvan esta tarde lo verá su merced. Ya le dije una vez que son muy inteligentes.
Cada cual volvió a sus quehaceres y no hubo más discusión, pero el asunto trascendió al pasaje y pronto se multiplicaron las conjeturas, los marineros cruzaron apuestas y todos hicieron sus cábalas. A media tarde regresaron las primeras abejas, unas cargadas con sus bolitas de polen, otras empolvadas como afanosas molineras, y una incontenible excitación se desató a bordo. El gobernador no salía de su asombro, la confusión se apoderó del piloto que una vez y otra se abatía desesperado sobre los mapas persiguiendo en vano una señal de tierra y hasta les daba la vuelta, esperando encontrar por el envés lo que el anverso le negaba. Los gavieros atalayaron sin éxito el horizonte y ya no hubo quien pusiera freno a las especulaciones: unos dijeron que la Isla de las Siete Ciudades se encontraba hacia barlovento, otros que si entre las nubes del poniente habían divisado la Isla de Brasil. No faltó quien quisiera probar la legendaria miel de San Borondón, conocido remedio a todos los males, y Manuel se vio obligado a proteger las colmenas del asalto de los más atrevidos. Como privado del habla, Josepe contemplaba admirado el curso vertiginoso de los acontecimientos.
Pero aquel capricho de la naturaleza apenas duró tres días, los vuelos inexplicables cesaron sin previo aviso y el piloto dejó un testimonio inconfundible en sus cartas de marear:
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Aquí está la Isla de las Abejas
De todas aquellas figuraciones sobrevivió un persistente recuerdo alimentado por el asombro y la voluntad indeclinable de querer saber. La vida retornó pronto a la normalidad y los días volvieron a transcurrir iguales, prolongados uno tras otro hasta lo impensable por las faenas de a bordo, medidos puntualmente por los lamentos de las mujeres y las guardias nocturnas: ¡Ah de proa, alerta, buena guardia!, cantaban los pajes cada media hora. Todas las tardes el contramaestre inspeccionaba las bodegas, un día levantó la veda de los ratones y fumigó las curianas con sulfuros capaces de matar a un caballo. El capitán pasó revista a cuatro pedreñales y dos arcabuces con los que había previsto responder a la amenaza de los corsarios, aquellos consumados emisarios del miedo que acechaban a los buques en alta mar, mientras Manuel se jugaba la vida trepando por las escalas para capturar dos enjambres nuevos que se habían posado en el mastelerillo de la mayor. Cuando bajó a la cubierta los santiguó y se los entregó a Josepe diciendo:
-Estos son tuyos. Ya has aprendido bastante y puedes cuidarlos -al niño se le encendieron los ojos.
-¡Gracias Manuel! -respondió, y corrió a amarrarlos junto a las colmenas. Durante un mes los vientos favorecieron la navegación y las velas habían lucido alegres y tripudas. Después de la tormenta el piloto había interpretado correctamente las rumazones del horizonte, enderezado los rumbos y acertado en todas sus decisiones, pero ahora, de un modo inesperado, el buque se había detenido en alta mar como sujeto por una mano invisible. La calma duraba ya una semana y el agua y las provisiones comenzaron a agotarse. El sábado, durante la oración, frente al altar improvisado con imágenes y velas encendidas, el maestre ofició una salve y los marineros cantaron una letanía para conjurar el menosprecio del viento. La rogativa concluyó con un ave maría y después de dar las buenas noches todos se fueron a dormir, salvo el capitán y el gobernador, que habían perdido el sueño y deambulaban por la cubierta como dos penitentes. Manuel, en cambio, revisaba las colmenas sin dejar de silbar, contagiado por la mansedumbre de las abejas:
-¡Bejita, bejita, entra en tu casita!
El domingo por la mañana se despertaron mareados por un aroma de jazmines y heliotropos. En ropa de cama subieron todos a trompicones, perdiendo en el camino calzas y chinelas, para ver lo que ocurría. Josepe fue el más ágil y subió el primero, a continuación llegaron la gobernadora y el resto del pasaje. Todos abrieron la boca, atónitos, cuando pusieron el pie sobre la cubierta y miraron a su alrededor: la vegetación de las jardineras y los tiestos había enloquecido durante la noche y una fronda insolente y vivaz cubría el combés, mientras, un poco más allá, el alcázar de popa se había transformado en una pérgola de la que colgaba una espesa madreselva, y más arriba, por encima de sus cabezas, las hiedras se enredaban en los mástiles y trepaban por los cabos. El continuado rigor de la calma y el aumento de la temperatura, desatada durante la noche al cruzar los umbrales del trópico, habían obrado aquel prodigio. Profiriendo las maldiciones propias del oficio, los marineros apartaban las ramas que entorpecían las maniobras, mientras la gobernadora se obstinaba en recordarles que tuvieran cuidado con las matas. Contra la voluntad de la señora hubo que cortar a machetazos un macizo de marañuelas que ya colgaban por la borda, no fuera que treparan por él la cangrejilla y los percebes. Manuel y Josepe retiraban las hojas y las flores que habían cubierto los corchos, mientras los pájaros construían sus nidos en las ramas más altas y las abejas, más atareadas que nunca, zumbaban sin cesar.
El pasaje no tardó en adaptarse al nuevo escenario: unos y otros habían oído historias asombrosas sobre el crecimiento de los árboles o la multiplicación de las cosechas bajo el clima sofocante del Caribe y pronto comprendieron que aquella repentina fecundidad era un anticipo de lo que les aguardaba a su llegada. Las mujeres se mostraron incapaces de elegir entre tantas flores aquellas que querían prender en sus cabellos y los hombres perdían el tiempo disputando de abonos y podas de invierno, de cómo combatir las malas hierbas y ordenar los riegos. Cuando el gobernador se despertó, ya bien avanzada la mañana, no pudo dar crédito a lo que estaba contemplando, se frotó los ojos, buscó una explicación entre sus acompañantes y, como vio que todos se encogían de hombros, marchó hacia la proa y permaneció allí durante horas, aquejado de una melancolía enfermiza y brumosa, enhebrando a ratos seguidillas y rondones, un romance tras otro, como si aquella fragancia de alta mar le hubiera arrebatado el juicio. A última hora una brisa mansa del noreste refrescó la tarde y el buque, empavesado hasta las cofas de pámpanos y flores, puso rumbo hacia el poniente.
Martín habla con las abejas
lenguaje de las abejas
Enlace editorial: https://bailedelsol.org/sitio-de-fuego/684-martin-hernandez-ulises-la-isla-de-las-abejas.html