“Entre Esquinas y Langxing” Por Elizabeth Bello

En la Revista Trasdemar difundimos la creación contemporánea de las islas
Elizabeth Bello (Fotografía de Benjamin Amiel)

Presentamos en la Revista Trasdemar la nueva colaboración de Elizabeth Bello (Santa Cruz de Tenerife, 1983) escritora y artista canaria residente en Zúrich, autora del poemario “Ergometrías” (Ediciones El Drago, 2022). Desde temprana edad desarrolló interés por el arte y la literatura. Tras licenciarse en Periodismo en 2009, emigró a Suiza, país que dividiría su pensamiento descomponiendo y recomponiendo el uso de su lengua natal junto al de varias lenguas germánicas. En Zúrich estudió teatro, lo que provocó un giro muy importante en su acercamiento a la escritura y al estudio del proceso creativo. Varias colaboraciones en proyectos teatrales aumentaron su curiosidad que concluiría con la creación de piezas teatrales cortas y de dirección propia. Actualmente trabaja en varios textos en inglés y español, paralelamente al estudio de las técnicas de tinta y pintura al óleo. Incluimos el relato “Entre Esquinas y Langxing” en nuestra sección “Telémaco” de narrativa contemporánea

Las calles en Langxing son semicirculares, rodean la plaza de forma ascendente y escalonada. Solemne motivo para justificar la ausencia de vistas más allá de las casas de quinta altura. Pareciendo incomodo y extraño es en mi realidad algo hermoso de contemplar

ELIZABETH BELLO

Llamar centro a lo que se considera el centro de ciertas cosas es algo esperado pero subjetivo y en esta situación concreta, algo inútil. Y si bien es cierto que siempre consideré la orientación, ‘el saber andar por la vida’, como un  misterio, un privilegio reservado solo a aquellos a quienes la fatiga, la falta de empatía y el aislamiento protege. También es cierto que no así pero contrariamente creía entender mi relación con lo físico, con todo aquello que es independiente de estas mis vacilaciones, tropiezos y malos juicios. Para contra esas todas, mis verdades, mis suposiciones y las dimensiones físicas; también respecto a estas, me equivocaba.

El centro de Langxing debería situarse en su plaza, geográficamente hablando, con precisión, en el punto donde convergen las franjas verdes de adoquines discontinuos perpendiculares a la fuente. Ese musgo tejido entre piedras que sale de las dos esquinas opuestas, marca, debería marcar, el centro de alguna cosa. Yo estaba convencido de que debería ser así pero mi estancia en este lugar me ha enseñado que por el contrario Langxing no tiene centro, es más bien un centro en sí, centro de todo y todos, una paradoja al espacio, aunque de nada os sirva saberlo. Conocí su laborioso nombre cuando lo pregunté, simple y directamente, mientras me secaba al sol sentado en el banco que está justo bajo las tres ventanas de Pelegrina  —las ventanas de Pelegrina siempre están abiertas y es señal de que todo transcurre como debe—  Pelegrina me reconoció al instante, antes incluso de que me percatara de estar en un lugar desconocido. Me dijo. —¡Ardiel, Ardiel, te estábamos esperando!— ella escurría las toallas justo encima de mi cabeza y el agua pareció sacarme del susto y de mi intención de secarme. —¿Dime cómo es que no te has cambiado aún?— agitando el trapo, bajó corriendo la escalera, gritando. —¡Venga apúrate, que no falta nada!— se acercó y me secó la cara. —¿Dónde estoy?— le pregunté. —Estás donde tienes que estar, en Langxing— me dijo apretando su indice contra mi frente, entre ceja y ceja. 

Las calles en Langxing son semicirculares, rodean la plaza de forma ascendente y escalonada. Solemne motivo para justificar la ausencia de vistas más allá de las casas de quinta altura. Pareciendo incomodo y extraño es en mi realidad algo hermoso de contemplar. Las casas, a partir de la tercera fila, tienen una fachada esculpida en columnas y están cubiertas de un verde refrescante. Engañoso y plácido lugar que no exige esfuerzo para alguien como yo que tan fácilmente se aferró siempre a lo físico. Aprendí aquí sin embargo, sin fijar verdades, que nada de eso que llamamos físico realmente existe, y por tanto nada tiene valor, todo es imaginable lo que nos resulta tangible y lo que no.

Llegué aquí un jueves diez de Enero a las veinte horas y diez segundos, con tal precisión que nunca podré olvidarlo. Con anterioridad a ese instante, recuerdo el disparo con igual precisión, pero anterior al disparo las cosas son mucho menos precisas, vivas y por descontado enmarcadas en la confusión de la que hablaba al principio, la de mi día a día y mi falta de orientación básica, mi percepción atrófica de las gentes. Los acontecimientos que considero confusos pero determinantes tuvieron lugar durante los diez días anteriores a mi muerte. Comenzaron a las ocho y siete de la mañana, nueve días, once horas y media antes del disparo, durante mi cita con el Dr. Romine, quien tenía consulta en el perímetro de entrada al Distrito Norte, C/ Ramon Jimmies Gonzales de Rodrigo número veinte. Curiosamente había pospuesto aquella tortura en tres ocasiones, ese lunes, decidido a no echarme atrás, acudí sin cita a quitarme la maldita muela que tanto me castigaba. Llegué el primero, como ha de ser si uno acude sin cita. Eran las ocho de la mañana, una señora con un tocado de flores entró justo después de mí, se sentó al lado de la garrafa de agua e intentó servirse un vaso. Debió haber aflojado la válvula porque el agua empezó a caer al suelo como un caudal de alcantarilla. La mujer empezó a hacer ruidos extraños, gritos apretados y suspiros haciéndome sentar muy incómodamente. Así que me levanté, agarré la papelera de la entrada y la coloqué debajo de la garrafa. —¡Qué amable, gracias!—me dijo mientras secaba el suelo con su pañuelo. Yo cogí el mantel de la mesilla y me arrodillé para ayudarla. Terminamos de secar, ella sonrió y volvió a su sitio y yo regresé al mío, aun caliente. No habían pasado cinco minutos cuando la mujer se me acercó, se sentó a mi lado y me dijo.— Es usted un hombre muy extraño, ¿Qué hace los jueves por la tarde?—, —nada especifico— le respondí. —El próximo jueves celebro mi cumpleaños. Es una fiesta intima, algunos amigos vienen todos los años, otros lo hacen espontáneamente. ¿Le gustaría venir?— no supe qué decir. —Señora Armelia— la secretaria del dentista llamó a la señora, había llegado su turno. —Aquí tiene mi tarjeta, a las ocho de la tarde. Solo tiene que traer un sombrero negro—.

Aunque no usaba sombrero, me parecieron piezas gozosas, insípidas y pretenciosas. El miércoles siguiente sin embargo o razón aparente, después de desayunar, me acerqué a la tienda de sombreros de la Avenida. De pie, frente al dependiente espere unos segundos, quizás unos minutos, quizás fueron algunos minutos largos, observando su reumatismo, petrificado, como me ocurría tantas veces. El señor esperó un tiempo razonable a que yo reaccionara, quizás puede que durante todos aquellos largos minutos,  antes de engancharse a la escalera y empezar a bajar sombreros del altillo. Así lo entendió que yo buscaba un sombrero y no un acceso al lavabo, una tarjeta de contacto, una cerilla o una servilleta. Todos los que bajó estaban cubiertos de polvo y era feos. —Ese— le dije. Compré el último, el que no tenia polvo, un sencillo bombín inglés. Me fui a casa satisfecho, con mi bombín, con su caja de cartón y su precio desproporcionado y extrañamente satisfecho.

El jueves descansé todo el día sentado en mi sillón, frente a la mesa de la esquina y su bombín. Desde la mesilla, aun dentro de la caja, me vio desayunar y desde allí me vería descansar el resto de la tarde hasta que al rededor de las siete sonó el teléfono, lo alcancé en el último tono, —Señor Guzman, por favor tiene usted que pasar por La Comisaría Del Este, de inmediato. Buenas tardes.— me han salvado —pensé al colgar. Pero al mirar el reloj y ver que eran aun las siete y diez minutos, mi garganta se secó. Desafortunadamente aun tenía tiempo para ir a la comisaría y llegar con apuro pero puntual a la fiesta. Agarré el maldito bombín y llamé a la compañía de taxis, la que siempre cumple llegando solo unos minutos tarde. Llegó cinco minutos pasados la hora. El conductor, un hombre serio y con guantes, me abrió la puerta —¿Por dónde quiere ir?— me preguntó. No contesté inmediatamente, de nuevo pasaron unos segundos, puede que un par de minutos. Tocó la pita, —A la comisaría del este— grité. Me llevó por el camino “más corto” y más caro. Llegué a comisaría sudando después de aquel camino tan caro y el comisario, sin guardar las formas, me saludó tirándome una toalla a la cara y arrastrándome de la mano a una habitación dividida por un cristal. Al otro lado habían cinco sillas, sentadas en las sillas habían cinco mujeres, una de ellas era la señora Armelia.—¿Conoce a alguna de estás mujeres?— me preguntó. Yo señalé a la que tenia el pañuelo rojo, a la señora Armelia.—¿Vio a está mujer el pasado lunes dos de enero? —Si— le dije. —¿En la consulta del Dr, Romine?—, —si— afirmé. —Eso será todo, muchas gracias— me contestó. Corrí hacia el coche y una vez sentado al no saber qué hacer, de nuevo, le di al taxista la tarjeta de Armelia. Y pasaron aquellos primeros segundos, minutos, aquel instante que se convirtió en los quince minutos que tardamos en llegar a San Michael, 23, Distrito Norte, Esquinas. —Aquí es.— me dijo el taxista frente a una fila de palmeras deformes. —¿Dónde está la casa?— le pregunté. —San Michael, 23, Distrito Norte, Esquinas. Son veinte con ochenta— y me dejó de pie frente al camino esperando de nuevo quién sabe qué cosa, frente a una casa invisible entre carcajadas y palmeras.

La oscuridad se cerraba barriendo las habitaciones, una por una, dejando su contenido abierto a la noche, con claridad entonces la iluminación dejó entrever las figuras de quienes reían con tanta gana, con tanto volumen, con tantas copas. Puede ver además con la misma claridad, que nada tenía que perder. Pude ver el camino a la entrada, la puerta de mampostería, el timbre, una escalera al abrirse la puerta, una escalera detrás de un hombre con traje…—Buenas noches, su invitación por favor—me dijo el señor solemne. —Buenas noches. La señora Armelia me dio esta tarjeta…— le contesté.—Pase usted. Al final de ese pasillo a la izquierda—.  Siguiendo las risas, tan claras que casi podía verlas, efectivamente al final del pasillo a la izquierda, entre a un salón. —¡No! ¡No… Aún no!.— gritaba una mujer sentada en una mesa de cristal que a su vez besaba el pie de otra mujer de mayor talla sentada en una silla colocada sobre la mesa. Agarrando el segundo pie de la primera mujer, que quedaba en el aire, había un hombre desnudo con un sombrero negro de ala ancha, este tenía un primer pie sobre una fuente de ensalada, y un segundo pie sobre un adorno de hielo derretido. —Siéntate y sírvete una copa, antes que nada—me dijo la segunda mujer sentada. Desde allí donde me senté y me serví la copa, o donde me sentaron, o el lugar que entiendo habían dispuesto para mi, veía muy de cerca la escultura de piel y pelo y hasta las diminutas gotitas que saltaban desde la boca del hombre desnudo cuando reía. —¿Cual es tu opinión sobre la malformidad del ovíparo?—me preguntó la señora sentada a mi izquierda, que bordaba en su propio vestido remangado hasta al pecho.—Déjale tomar tranquilo— le gritó el hombre desnudo mucho antes de que la señora terminara la frase. Merodeaban, todos ellos, algunos vestidos, otros a medias, ninguno hacia algo realmente, unos comían sin comer, otros miraban a través de la ventana mientras hablaban a las figuras que dibujaban en los cristales. Un señor que estaba en la esquina casi vestido, decía repetidamente—Oh! ya es hora de servirme otra copa— pero no dejaba de picoteaban las flores. Al lado de la señora costurera había un señor alto vestido de blanco con un sombrero negro de cilindro. Me miró y sonrió, y volvió a mirarme y sonreír al menos otras cinco veces antes de señalar a la puerta del fondo, desde donde entró el siguiente canto: “…Entschiede Dich , entscheide dich. So wie die klaren offen wessen sind. Offen und grün, grün wie die folk, wie die Schönheit von müdichkeit und Rum…” Estas palabras se repitieron en estribillo tres veces. Una primera vez con una dulce y lúgubre alegría y otras dos pero sin dulce ni alegría. Esperando nervioso lo inesperado, como de costumbre, solo y únicamente lo improbable, lo que nunca llega y que siempre se presenta agradable y apaciguador. Aquella noche esperaba poder ver a la anfitriona, la señora Armelia y quizás reír juntos entre copas tras aclarar lo ocurrido en la comisaría, el pequeño malentendido sin importancia en el que yo no había tenido implicación negativa alguna.

Seguía sentado y bebiendo de un vaso ya vacío mientras nadie me hablaba cuando de la oscuridad, desde la otra habitación, igual que llegó el canto, se fue descubriendo a la luz una silueta de mujer. “Aquí viene la anfitriona” pensé. “Ella explicara toda esta locura”. La luz la trajo a la habitación, como humo, poco a poco con volumen pero lentamente. Era una mujer grande cubierta en un manto blanco lleno de pequeñas luces, destellos de pedrería. Cuando hubo entrado del todo tomó la silla al final de la mesa y se sentó después de descalzarse.—Dicen los pioneros que el aceite exprimido en frío, conserva todo, lo bueno y lo malo, todo lo que podría derivar consecuentemente de tal acción, la de ejercer una fuerza horrorosa sobre algo, sin pedir permiso, así lo sabe la aceituna. Con lo bueno y lo malo y en frío me presento aquí para sacar toda el jugo a esta mala fruta. Esta noche los que me conocen sabrán que mis motivos no han de ser buenos, aunque puedan ser excitantes, Sobre todo al oído de quienes han y habrán de escuchar mi hacer, vengo a contaros una historia. La historia a de mi libertad, de como el fin se convirtió en un principio en mi caso. Pero antes de seguir he de agradecer personalmente a quién lo hizo posible. A usted le debo todo, y más que todo—. dijo mientras me abrazaba. Yo me escurrí en la silla al escuchar esas palabras derretido por el calor de sus brazos en mis mejillas. —Es bien sabido por todos que desde hace ya varios años no he podido mas que vivir en secreto, escondida entre banquetes e insanos. Ahora por fin soy libre. La señora Armelia a muerto…—. Entre el sonido de los aplausos salí corriendo, entre imágenes de una muerte horrible, la muerte de aquella mujer a la que yo señalé, escurriéndome entre los brazos gigantes de la mujer brillante, cubiertos en aceite de oliva que reía a carcajadas sobre el cadáver de la pobre Armelia. Las alas de cientos de bombines negros me rodearon hasta elevarme en el aire, desde donde vi muy pequeña la horrenda escena sin detalle, hasta que me dejaron caer y entonces con detalle a medida que me acercaba, rápidamente, lo escuché. Eso lo recuerdo con claridad, escuché el disparo justo antes de caer en la fuente de Langxing.


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