Presentamos en la Revista Trasdemar la reseña del libro “El llanto del demiurgo” (Ediciones del Genal, 2022) poemario del autor Ramiro Rosón, miembro del comité fundador de nuestra Revista, a cargo de Rafael Escobar Sánchez (Belmonte, 1979) a quien damos la bienvenida. Poeta, es Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Castilla-La Mancha y profesor de enseñanza secundaria. En 2005 ganó el primer premio del Certamen de Jóvenes Artistas de Castilla-La Mancha en la modalidad de poesía, forma parte de los autores incluidos en la antología de joven poesía manchega Inmaduros, elaborada por Jesús Maroto, y ha publicado poemas en revistas literarias como Turia, Verbo azul, Cuadernos áticos, Veintiún versos o Ex-libris. En 2009, obtuvo el XXV Premio de Poesía Joaquín Benito de Lucas por la obra Todo el mundo debería ser apedreado, publicada por la editorial Melibea en 2010. En 2012 sacó a la luz dos poemarios recopilados en un solo volumen (Repartir los huesos y Caridad y claridad)en la editorial valenciana Cocó. Con el sello Tigres de papel ha publicado los poemarios Cerca de la herida (2014), Sino a quien conmigo va (2017) y Lover, lover, lover (2021).
En su prólogo al libro, breve pero imperdible por su lucidez, Francisco Fortuny, después de refutar buena parte de los tópicos peyorativos atribuidos al Romanticismo, manifiesta que durante años tuvo el deseo de encontrar “una poética de síntesis entre lo mejor del Romanticismo y una temática de rabiosa actualidad, histórica, política, científica, con el respeto debido a las formas clásicas”. Se felicita por haberla encontrado en Ramiro Rosón… y el lector no puede sino sumarse a su satisfacción y su alabanza.
En efecto, rasgos de la mejor tradición del “nocturno” romántico (cualidad atmosférica, imágenes expresivas con toques de densa irracionalidad onírica) asoman en textos como “Hastío” o “Remota diosa” (¡escritos en liras!… pero es solo un mínimo detalle en el festival de disfrute de la perfección métrica que nos depara un poemario que contiene cuartetos, serventesios, silvas, octavas reales, etc.) o incluso en otros de tema social más perceptible como “Chile”, también en relación con parajes urbanos que sugieren decadencia y deshumanización de recuerdos de sabor lorquiano neoyorkino, como el motivo de la degradación de la naturaleza para sugerir la suplantación artificial que es en sí misma el entorno de la ciudad. El “tedio” del poeta parece una sensación de impotencia, sin que lo salve la intención imaginativa de sondear en lo enigmático, ese afán por conocerse o por que exista algún hilván de orden que dé coherencia al mundo y que incluso pueda ser un incentivo para la fraternidad. En ningún caso, esa declaración de “fastidio universal” que en ciertos románticos brota de una conciencia de superioridad moral.
Resulta esencial en el poemario la reflexión espiritual. Y así en “Demiurgo”, como si fuera un Vargas Llosa que se pregunta “cuándo se jodió el Perú”, apunta al instante primigenio en que lo creado se oscila decididamente al error, sin encontrar consuelo en las convenciones dogmáticas, desahogándose en preguntas sobre la esencia divina de intensidad frayluisiana. Su relato nos inquieta como una renovada versión de la “caída” original tras la transgresión en el paraíso en la que Dios es dolorosamente consciente de sus limitaciones como “artista”. Hay cierto espíritu provocador en el hecho de apelar al propio castigo, sabiendo que al Supremo le costaría un problema de conciencia condenar a sus criaturas por razón de sus propias taras. Pero nuestro propio castigo es no gozar ya nunca de su providencia porque la piedad se ha invertido, es ahora responsabilidad de quienes lo imaginan como un creador mediocre y consciente de serlo: “Y te miran de cerca, sin encono, / como se mira al viejo derrotado, / y perdonan tu mundo fracasado / mientras lloran su inútil abandono”.
Ese expulsar a Dios de sus adscripciones benéficas tópicas conduce a una relativización ética del bien y el mal que posibilita naturalezas híbridas como la de “Abadón”, a quien el hombre apela desde la empatía de saberse construido con su misma ambivalencia y al que solicita una acción apocalíptica sobre todo el mal del mundo. Su Adán, condenado a la errantía (la misma que se retrata vocacional, como puro placer de vagabundeo y provisionalidad frente a los imperativos de la ambición en “El peregrino cósmico”, fascinante retrato de un universo que es a la vez indefinido y el mayor osario de muertos que pueda concebirse) de su falta de definición personal y a contemplar la esterilidad de la estirpe que brota de él, aún siente una intensa nostalgia del paraíso que proyecta sobre un futuro profético en que llegará la consumación espiritual del mundo. Finalmente, su inquietud espiritual le lleva a soñarse como un enigmático “aedo” que habrá de recibir presagios quizá tan ambiguos como el mensaje de una sibila (“Remota diosa”) y a quedar fascinado por quienes viven la existencia a solas (“El ermitaño”), con una conexión íntima con lo eterno que rechaza conseguir prosélitos o beneficios materiales y, en un sentido más gozoso, a una intensidad de comunión entre lo místico y lo carnal, liberada de apariencias morales, que se acoge a la esencial sensualidad del paganismo (la diosa Astarté en el mencionado “El peregrino cósmico”).
En otro tercio diferente, el poemario, al igual que sucede en el plano métrico, también revitaliza, alterándolos, viejos tópicos literarios. Es el caso del poder igualitario de la muerte con ecos de una danza macabra medieval en “La muerte”, texto que encuentra su originalidad en su conexión final con posturas próximas al “eterno retorno”, insólitas en el imaginario cultural al que remite. En este sentido, también podemos citar el aire de “vanitas” de un poema como “La torre”, lugar común cuya vigencia se afianza por medio de conexiones con hechos de la historia reciente (las Torres Gemelas, formando parte de unos temas sociales que se reiteran en otros textos, como la apelación al repudio de “Plutón, el millonario” en “El peregrino cósmico”, del totalitarismo moderno en “Marcha en Brasilia” o la defensa de la sensibilidad ante el dolor por encima del dogma moral en “Eutanasia”). Dicho tópico se ve liberado de fatalidad cuando se sueña como parte de un orden benéfico y coherente, hecho que nos legitima a un mantenimiento a perpetuidad de la esperanza, aun en formas tan imprecisas como las que caracteriza el soneto “Anhelo”.
Una expresión más impetuosa de la “vanitas” aparece en la deriva apocalíptica de textos como “Open arms”, “Ecocidio” o “Colapso”, que combinan referencias históricas, sociales y económicas con esa agobiante sensación de “aproximación al borde” (como una reformulación de esa inscripción de los mapas antiguos de cuando los cartógrafos aún suponían la Tierra plana: “desde aquí, monstruos”) que alimenta nuestras imaginaciones más funestas y que se reviste a la vez de energía profética y de revancha moral en “Solve et coagula”. En otra faceta de lo tradicional, lo mejor de la lírica popular satírica, con su carácter subversivo y la deformación grotesca de su humor, incluido su conceptismo sardónico (“incluso la justicia pierde el juicio” o “serás buen español, hijo de puto”) aparece en un “Cayetanos” divertidísimo que se convierte en el fondo ideal para la escucha de la canción de Carolina Durante. Y existen otros muchos recursos clásicos perfectamente adaptados a la parodia, como los ovillejos cervantinos que dan cimiento estructural a “La derecha”.
Nos sorprenden juegos de pura vanguardia del 27, entre lo clásico y la modernidad tecnológica, como la invocación a las musas antes de iniciar el relato sobre Gagarin, buena parte de cuya trayectoria se ajusta al modelo del héroe odiseico, incluyendo un viaje que nos trae a la mente aquel tan futurista y visionario narrado por Luciano de Samósata, en el marco de un poema también con aire de epinicio clásico, pero que Fortuny relaciona más bien con textos épicos renacentistas. En expresivo contraste, la denuncia de mal llamadas “tradiciones” que en realidad son la persistencia de la crueldad más atávica (“Matarifes”) y un divertido ejercicio de desmitificación (“Rodrigo, el mercenario”) que añade otro ángulo de recreación técnica sobre los metros clásicos (la silva) y afianza su vigencia en su asociación a miserias tan contemporáneas como las rapiñas del Emérito.
Es notable también una mirada a la cotidianidad que expresa una faceta más luminosa sobre el consuelo de lo artístico (“Musical morada”), la conservación de lo que se cree abolido por el tiempo en las realidades más inadvertidas (“Tortuga”) o la conversión en lucha cívica valiente de lo enclaustrado en el miedo (“Orgullo) a cuyos héroes se otorga una legítima acción de gracias en tono de panegírico clásico (“Capitana”).
El último poema (ahora en verso libre) resulta esencial, sintetiza los núcleos temáticos fundamentales en una apelación a sentirse pieza de un cosmos infinito que crea fascinación y consuelo al recordarnos la terquedad de la esperanza, al liberarnos de la opresión de la muerte. Y, a la vez, de la vida ejerciendo de “aviso para caminantes” contra las trampas (dinero, patria, religiones) que nos impiden ser un eslabón insignificante y feliz de tanta plenitud. Y son estos versos una manera ideal para despedir, celebrándolo, a uno de los poemarios más ricos, más complejos temática y estilísticamente, que han caído hace poco en este mi rincón de lector afortunado:
“Pero nunca le temas a la muerte
ni a los oscuros baches de la historia:
su helicoide se mueve con fatigas,
ensortijada, pero siempre sube.
Si, más allá del crimen y la sangre,
somos capaces de curar los huesos
rotos, aún tendremos esperanza.
No temas. Nuestros últimos despojos
elevarán futuras catedrales,
formadas no de bloques y columnas,
sino de sol, de grandes pensamientos,
y al fin serán altares y santuarios
de lo humano y lo cósmico fundidos”.