Desde la Revista Trasdemar damos la bienvenida a nuestro colaborador José Edgardo Cruz Figueroa (Puerto Rico) Escritor y profesor en el Departamento de Ciencias políticas de la Universidad Estatal de Nueva York en Albany. Natural de San Juan y criado en El Fanguito y Barrio Obrero en Santurce. Su trabajo académico ha sido publicado por Temple University Press, CELAC, Lexington Books y Centro Press. Su trabajo creativo ha sido publicado en las revistas Confluencia, Sargasso, Cruce, 80grados, Siglo22, y el Latin American Literary Review. Presentamos el relato titulado “La antología” en nuestra sección de narrativa contemporánea “Conexión Derek Walcott”
Para Arturo Martínez, comprar un libro era una experiencia literaria. No es que imaginara los libros como un bosque oscuro iluminado por sus palabras, ni que pensara en cascadas brillantes desbordándose a todas horas del día y la noche en un flujo incesante de maravillas, inaccesibles por otros medios en otras partes. El elemento clave era el factor sorpresa. La sorpresa de lo que se avecina sin que tú sepas nada.
Tanto como el placer de la literatura está en esa sorpresa que te provoca, comprar un libro resultaba en lo mismo, dando lugar a un sobresalto que te alertaba a posibilidades que nunca antes habías considerado y que otro había pensado por tí. Algunas veces la sorpresa estaba en un detalle, en una pizca de sal que podía sazonar un continente. También podía ser un resultado lento, prolongado en el tiempo pero sin perder su filo a causa del retraso. A veces era múltiple, cada una de sus expresiones tan intensas como un orgasmo.
Ese día la sorpresa había sido doble. Cuando se dispuso a pagar el libro que buscaba sobre el exilio cubano en Puerto Rico, notó en el mostrador un libro sobre la plena que había sido reseñado hacía un par de años. Al leer la reseña le había interesado pero no lo obtuvo. Al verlo recordó que había olvidado que le interesaba y se dispuso a comprarlo como el que al llegar al cajero en el supermercado descubre una barrita de chocolate o unas galletitas dulces que no tenía intención de comprar y decide en ese momento llevársela. La otra sorpresa fue igual de agradable.
Admiró la plenitud de títulos en la librería, diciendo que tenían libros por un tubo y siete llaves, y la dueña le dijo que en la otra que estaba más abajo en la misma calle tenían más libros todavía, por otro tubo y otras siete llaves. Arturo dijo madre mía y se encaminó a la sucursal. Atrás dejó el edificio pintado de verde, rojo y blanco y para llegar a la otra librería no tuvo que cruzar la calle que estaba llena de baches.
Allí los libros llegaban hasta el techo. En una mesa habían títulos de hacía cincuenta años, todos ediciones originales, envueltos en plástico para protegerlos del manoseo de los clientes y así preservarlos por cincuenta años más, a menos que alguien los comprara. Una hilera de libros antiguos en una mesa aledaña tenía un rotulito que decía “mira y no toques,” lo cual hacía difícil que alguien se interesara en comprarlos a menos que supieran de antemano de qué se trataban y hubiesen ido a la librería expresamente a comprarlos. De lo contrario, el placer estético que provocaban era vicario, como el que se siente al ver el fácsimil de una pintura o escultura clásica.
Caminando despacio y con cuidado por el recinto, con una sensación como la del que entra a una repostería y quiere meterle el diente a cuanto bizcocho y flan le sale al paso, de repente, en la distancia, mientras conversaba con el dueño atisbó un volumen pequeñito que era una antología poética de Antonio Machado. Le pasó por el lado y siguió caminando. Volvió a darle una vuelta y se detuvo frente al librito por un instante.
Se dirigió hacia la puerta con los dos libros que había comprado en la otra librería y escuchó a un cliente preguntar si tenían una copia del libro Me comí un sapo.
Era un tratado de autoayuda que supuestamente era tan efectivo que… ¿terminas comiéndote un sapo? dijo el dueño en tono sardónico y el cliente riéndose completó su oración diciendo: “No, después de leerlo haces la cama todas las mañanas y dejas de procrastinar.” El dueño se alejó del cliente sin decir ni sí ni no, y el cliente continuó hablando mientras le seguía los pasos. Arturo estaba de vuelta frente a la antología y decidió comprarla.
Me voy a llevar esto, le dijo al dueño. Vamos a la otra librería, él respondió. ¿No lo puedo pagar aquí,? preguntó Arturo. Ah, sí con tarjeta ATH. Caminaron hasta una mesa pero Arturo no vió una caja registradora ni un terminal para tarjetas. Pensó que quizás esos instrumentos estaban escondidos para mantener el ambiente vetusto del local.
El librito tenía una pegatina redonda con unos números de tamaño microscópico escritos en tinta. Ni Arturo ni el dueño lograron leer los números que ambos pensaron eran el precio pero que luego Arturo logró identificar como el call number de la biblioteca de donde provenía. Obviamente alguien se lo había robado para vendérselo a la librería o tal vez la librería lo había comprado en la liquidación de una colección bibliotecaria.
Arturo se estremeció al pensar que ese librito que ahora clamaba por su atención era un desahuciado de una biblioteca que después había sido clausurada. Pensó en los poemas originales, publicados durante la época de Franco, y se alegró de que no habían terminado en una pila, ardiendo a 450 grados Fahrenheit.
La cuestión es que el libro no tenía precio y el dueño decidió sacarse una cantidad de la manga: tres dólares, dijo y como era una cantidad ínfima, Arturo le preguntó si le podía pagar en efectivo. El dueño se echó el dinero en el bolsillo y Arturo pensó que la librería ahora tenía un volumen menos del que no iba a haber el más mínimo rastro que ningún contable podría seguir para dar cuenta de una antología que alguna vez había reposado en un estante.
La antología había salido en el 1995, publicada en Madrid por Alianza Cien, que era subsidiaria de Alianza Editorial. Sus dimensiones eran seis por cuatro pulgadas o quince por diez centímetros si quien lee este cuento vive en España. Era un verdadero libro de bolsillo. Tenía noventa y tres páginas.
La introducción era por Arturo Ramoneda. La contracubierta decía que recogía “lo más representativo de su producción poética, desde Soledades y Campos de Castilla hasta los años de la Guerra Civil.” Las regalías le correspondían a los Herederos de Antonio Machado, lo cual le pareció cómico a Arturo al pensar que de los tres dólares que había pagado los Herederos no iban a ver ni un centavo o céntimo, según fuese el caso.
La cubierta había sido diseñada por Ángel Uriarte, usando para la ilustración el “Retrato de Antonio Machado” de Picasso. La editorial estaba en la calle J. I. Luca de Tena, 15 en Madrid y el número de teléfono era 393 88 88. Arturo quiso llamarlos pero el número tenía solo siete dígitos y ahora en España los números tenía dos dígitos adicionales. Se conformó con imaginar la conversación.
¿Diga? Sí, ayer compré la antología poética de Machado que ustedes publicaron hace veintisiete años. Para mí fue una experiencia literaria pues la encontré sin buscarla. Enhorabuena, ¿y en qué le puedo ayudar?
La conversación no procedió como Arturo esperaba. Su interlocutor no le veía la tostada poética a encontrar un libro de poemas en una librería. ¿Qué tenía eso de especial? Para eso eran las librerías.
Mire, yo solo trabajo aquí, le dijo el empleado, y ya se acerca la hora de comer así que si no tiene nada más que atender muchas gracias por su llamada. Disfrute los poemas que eso es lo importante. Como la llamada era imaginaria, Arturo no se molestó en enganchar.
La antología no tenía indicios de que hubiese sido leída por alguien. La espina estaba intacta. La portada blanca ahora lucía amarillenta como la piel de un anciano. También como los viejos estaba salpicada de manchitas del color de un café término que eran un registro del pasar de los años. Los versos coexistían armoniosamente con el moho pues ninguna mancha oscurecía las palabras.
Adentro decía que estaba impresa en papel ecológico, es decir, exento de cloro, que para entonces era el standard. Cuando Arturo la abrió notó que la pegatina estaba reforzada con tape. Alguien no había querido que el tiempo la despegara.
En la parte interior de la cubierta tenía pegado un sobre con el call number de la pegatina, estampado “Antilles Military Academy Library,” y el sobre contenía una tarjeta azul con el nombre del autor, el título del libro, espacios para escribir el nombre de los prestatarios y la fecha en que debían regresarlo. En la primera página tenía una hoja con rayas de las que se usaban para estampar con un sello la fecha de vencimiento del préstamo bibliotecario.
La tarjeta y la hoja estaban en blanco.
¿A quien en una academia militar se le había ocurrido comprar una antología de poemas de Antonio Machado? De seguro a un bibliotecario optimista pues si hubiese sido a un maestro, la asignación de la antología para su curso habría producido evidencia de que había pasado por las manos de algún estudiante. ¿Se habría jubilado el bibliotecario, lleno de frustración al ver que el poemario que había adquirido, quizás lleno de entusiasmo, nunca había salido de su estante? ¿Habría sido testigo de la clausura de la biblioteca o de la colección literaria de donde venía? ¿Habría terminado amargado, ahora convencido de que la poesía no tenía lugar en una academia militar?
Arturo se dispuso a leer la antología y esta aseveración de Machado le llamó la atención: “Se habla de un nuevo clasicismo, y hasta de una poesía del intelecto. El intelecto no ha cantado jamás, no es su misión.” La poesía usa las ideas, añadió, pero no como categorías formales sino como intuiciones que devienen del ser, de la existencia. “Inquietud, angustia, temores, resignación, esperanza, impaciencia que el poeta canta, son signos del tiempo y, al par, revelaciones del ser en la conciencia humana.”
Sin saberlo, los estudiantes de la academia habían vivido la poesía de su existencia aunque nunca se molestaron en leer a Machado. Una pena que nunca escucharon el canto de esa existencia en los versos del poeta. Siendo un defensor acérrimo de la república y por ende un enemigo perpetuo del ejército de Franco, ¿que habría pensado Machado sobre la presencia de sus poemas en la biblioteca de una academia militar? Quizás se habría encogido de hombros pensando que hasta el Diablo, como figura trágica, es capaz de apreciar un poema, sin saber que nadie había pasado una página. Arturo siguió leyendo.
Un verso decía:
Está en la sala familiar, sombría
y entre nosotros, el querido hermano
que en el sueño infantil de un claro día
vimos partir hacia un país lejano.
Otro contaba:
Es una tarde clara,
casi de primavera,
tibia tarde de marzo,
que el hálito de abril cercano lleva;
y estoy solo, en el patio silencioso,
buscando una ilusión cándida y vieja;
Este le reveló un dolor muy grande:
Yo voy cantando, viajero
a lo largo del sendero…
—la tarde cayendo está—.
“En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día:
ya no siento el corazón.”
En su introducción, Ramoneda había dicho que las penas de Machado y por ende su inspiración habían sido el paso del tiempo, la inevitabilidad de la muerte, la falta de amor, la inexistencia de un Dios que le diera algo a qué aferrarse, y el absurdo de un mundo anquilosado, repleto de injusticia y desigualdades.
Arturo se sintió privilegiado a pesar de sus penas y mirando la cosa de otro modo envidió a los estudiantes de la academia militar que nunca habían leído a Machado pues quizás habían terminado exentos de una toma de conciencia que podría haber sido fuente de infelicidad. Para él no pues pensaba que la clave de la felicidad era estar dispuesto a ser sorprendido, como el que se sumerge hasta el límite de sus pulmones y al abrir los ojos debajo del agua descubre la calma y la belleza de la profundidad del mar. Comprar la antología había sido una experiencia literaria pues le había permitido escuchar una canción familiar que no esperaba.