Presentamos en la Revista Trasdemar nuestro dossier de colaboraciones especiales dedicadas a la obra de Félix Francisco Casanova (La Palma, 1956-Tenerife, 1976), autor homenajeado en el Día de las Letras Canarias 2023.
Compartimos la colaboración titulada “Félix Francisco Casanova: un poeta en presente”, de Felicidad Batista, novelista y presidenta de la Asociación Canaria de Escritores y Escritoras ACTE Canarias
Félix Francisco Casanova siempre será el poeta joven. Su rostro de expresión seria, melena de cantante de los años setenta y mirada firme, hablan de un instante detenido, de una poesía en presente y con certezas de mañana. Pero más allá del mito, de su pertenencia al club de los poetas muertos prematuramente jóvenes como Silvia Plath, Dylan Thomas, John Keats o Alejandra Pizarnik, en versos de la autora argentina, «y no hay una palabra madrugadora/ que le dé la razón a la muerte, / y no hay un dios donde morir sin muecas».
Sorprende que un escritor fallecido a los 19 años nos haya dejado una obra extensa y profunda como un océano. Supo agarrar el ímpetu del arte literario, sacudirlo en el verso y revolucionarlo. Pero no solo desde un talento innegable, el arrebato experimental, compulsivo o de una evanescente inspiración mística, sino también desde la formación y el conocimiento. Estudiaba Filología Hispánica cuando la muerte lo asaltó en la ducha de su casa. Fue un lector voraz, un amante del rock y del blues. Para él la música era el silencio de las palabras, el paraíso donde la ausencia se llenaba de las notas que componía o escuchaba. Fundó el Equipo Hovno con su amigo Ángel Mollá y publicaron un Manifiesto. Un joven que se relacionaba con poetas como Carlos Pinto Grote o Arturo Maccanti, entre otros. Sin olvidar la figura de su padre, el magnífico poeta Félix Francisco Casanova de Ayala. Un escritor que vivió para difundir y mantener viva la obra de su hijo. Cabe aquí hacer el inciso de la necesaria reivindicación de su legado literario.
Pero, más allá de conocer y cohabitar con la poesía canaria de los años setenta, Félix Francisco Casanova sintió a Verlaine, a Rimbaud y, cuando descubrió a Baudelaire, Las flores del mal se volvió esa fuente, ese manantial de promisión del que han bebido generaciones de poetas. Su rebeldía no consistía en una acción que viniera de la Generación Beat —a la que leyó—, de lasproclamas de Allen Ginsberg y su Aullido odel movimiento hippie que agonizaba en la década de la juventud de Félix Francisco. Su rebeldía era creativa y expedicionaria. Aprendía a borbotones de los autores clásicos y de los del siglo XX, del rock, del cine de autor como Ingmar Bergman, del arte en su acepción más poliédrica. Y desde esas playas, se adentraba en aguas interiores con los derroteros que él trazaba, no hacia puertos seguros, sino hacia el mismo corazón de las tormentas.
Su primer poemario El invernadero (1973), fue premiado con el Julio Tovar. Lo componen cinco poemas: El invernadero, Ceremonia bajo el mar, El zarzal, Los viejos bosques y Flor de Arlequín, subdivididos, a su vez, en poemas cortos y numerados. Aunque el título parece cercarnos en un mundo en el que las flores laten en un recinto cerrado, «el invernadero apagado, las / flores palpitan con los ojos abiertos», se sumerge en el agua y «ser un ave fúnebre / para alcanzar los cielos del fondo del mar». La naturaleza y sus constantes analogías indican un trabajo atemperado y consciente de la poesía y, al mismo tiempo, una inmersión más personal y filosófica. Sin abandonar ese sesgo surrealista que también forma parte de la identidad creativa de una parte de los autores y autoras de la literatura canaria. Y, por otro lado, sus constantes imágenes poéticas alcanzan, en este primer libro, una inmensidad que hablarían de un poeta curtido en décadas y que regresa del frente de las batallas de la vida.
La sensibilidad de un poeta que se desprende de la piel y absorbe el mundo entre la observación, los sentimientos, las emociones, las dudas y la vorágine de los años iniciáticos. La conciencia de la brevedad de la existencia le llega de repente cuando la madre, Concepción Martín Díaz, muere; el silencio quedó en las notas de piano, en la ausencia apenas referida, pero, tal vez, revestida y encubierta por versos de vacío y anhelo. Simbologías que consolidan la voz de un poeta que trasciende de su espacio temporal (1956-1976), a una experiencia anterior a su existencia, a la nostalgia de lo que sintió después de transitar por el arte, por el cine francés, por las canciones de rock, por los poetas de siglos. Tal vez, nostalgia de lo que nunca viviría.
Don de Vorace es la novela con la que gana el Premio Benito Pérez Armas de 1974. Un duelo que libra su protagonista, el librero Bernardo Vorace, con la muerte y la inmortalidad. Por más que intente acabar con su vida, transita irremediablemente por el devenir del tiempo, el bien, el mal, el absurdo. Una novela no es tal hasta que alcanza la maceración necesaria y literariamente obligada. Pero no cabe duda que Don de Vorace anunciaba una forma de narrar cargada de promesas. Estructurada en capítulos cortos y escrita en poco más de cuarenta días, se mueve entre el surrealismo y la riqueza de imágenes de una impactante carga poética: «una columna de fantasmas grita, se agarran entre sí, sus largas sábanas blancas arden como una selva de nieve sacudida por un volcán».
Una maleta llena de hojas fue un poemario premiado, poco antes de morir, por La Tarde. Recoge el conjunto de poemas publicados en este histórico y cultural periódico. Nos revela un poeta más personal e introspectivo. El agua se vuelve un símbolo fundamental en su iconografía poética. En hielo color sangre o volcán, los ríos que nadie detiene, la lluvia promesa de lo que germina, el mar que nos cerca, nos lleva y nos trae, invisible en la levedad de la brisa o en el vaivén del viento. El agua, fría, saciante y promesa de vida. «Estar entero, sentirse agua / ya llovida, ventolina meciéndose / en la avenida, sangran / farolillos su oro al mar». Pero también está presente la música en el sonido de los versos y la extensión de la palabra silenciada «no hay instrumentos para esta música». Su voz cada vez suena más a caverna, a galerías interiores con el incesante gorgoteo de lo simbólico.
Agua negra recoge poemas escritos en los últimos años de su corta vida y aparecen en Obras completas: Félix Francisco Casanova editado por Demipage. Una poética donde el invierno, lo sombrío, el negro en ríos, lagos o en la figura de gabardina negra que desaparece en la niebla, forman parte de sus imágenes, espejos de emociones y percepciones de una hondura expresiva y doliente. La memoria olvidada: (poesía 1973-1976) fue publicado póstumamente y sigue el curso de una poesía sensitiva, existencialista a ratos, devoradora otras y, siempre, en el fino alambre del ser.
Cuello de botella se podría denominar como un concierto de piano ejecutado a cuatro manos. Un enriquecedor encuentro entre el padre poeta, Félix Francisco Casanova de Ayala, y el hijo que parte de las primeras notas sueltas y nada en un océano poético que se aleja hacia un horizonte inalcanzable, pero que deja profundas huellas en la arena de la última playa. Un emocionado prólogo del progenitor se enhebra en el entusiasta y, a la vez, misterioso del hijo.
Además de algún cuento, Félix Francisco Casanova nos dejó un diario, Yo hubiera o hubiese amado, donde leer y adentrarse por algunos pasadizos del laberinto creativo y vivencial. Un legado confesional donde también se perciben sus pulsiones, estados de ánimo o el surrealismo pictórico y poético de los sueños.
«Y ese extraño individuo / que tengo dentro de mí / es tan solo / un pasajero más». Un pasajero que continuará su viaje en cada lector que suba a su vagón. Donde su poesía siempre será fresca, renovadora, musical y mecida por las lluvias de un presente continuo.