Narrativa “La señal del cordero” Por Noel Olivares

En la Revista Trasdemar difundimos la creación literaria contemporánea de Canarias
Fotografía cortesía del autor para Trasdemar

Desde la Revista Trasdemar presentamos un relato de nuestro colaborador Noel Olivares (Las Palmas de Gran Canaria, 1954) Poeta y narrador, ha publicado títulos como Mandolina (Maná, Berlín, 1992), Favor del cielo y comidilla de difuntos (El árbol de Poe, Málaga, 1996), Cráneo o flor (El Gato Gris, Valladolid, 2002),  Rasgos epigramáticos (Casa de Cultura de Lekunberri, Navarra, 2004),  Tiranía del gozo (Al-Harafish, Las Palmas de Gran Canaria, 2006), Fruto furioso (LPGC, 2014) y Trance (Mercurio, LPGC, 2018). En Ediciones Idea de Santa Cruz de Tenerife aparecen los siguientes libros: Prosas porosas (2010), El tapiz estelar (Aforismos y reflexiones de las cuatro estaciones (2011)) Historias monumentales (2014) y Prosas crepusculares (2018). En edición digital es autor delos libros de relatos Muertes de poeta (Aurora Boreal, Copenhague 2017) y El peaje del diablo (ATTK, Las Palmas de Gran Canaria, 2019) Su último trabajo publicado es Retratos de Teca (Puentepalo ediciones, LPGC 2019) También es autor de una serie de publicaciones coescritas con Leopoldo Mª Panero: Un cadáver en un manicomio. Poemas de Gran Canaria(Clarín, Oviedo, 2000)Me amarás cuando esté muerto (Lumen, Barcelona, 2001) y ¿Quién soy yo? (Apuntes para una poesía sin autor) (Pre-Textos, Valencia, 2002)


A Manuel Díaz Martínez

Por primera vez veo verdaderamente y veo de verdad. Voy a ser enviado a una misión de la cual no regresaré. Soy el hombre-experimento. A lo sumo, de volver, seré únicamente un desecho. Miro en derredor, a derecha e izquierda y ellos huyen la mirada, rehúsan devolver siquiera una mísera expresión de complicidad. Con gesto mudo, trato de encontrar un rostro solidario, alguien a quien confiar mis últimos escritos, que preserve clandestinamente unos versos aun a riesgo de duras consecuencias.

            –A ver qué está usted haciendo.

Llega un inspector de aspecto relajado, estatura formidable, complexión atlética, con la corbata ligera y calculadamente desanudada, cabello casi gris peinado hacia atrás.

            Y muestro un cuaderno de direcciones por una página de instrucciones donde se contiene alguna cosa estrictamente personal.

Pero el bonachón funcionario no está interesado en desbrozar el contenido y temo que algo en mi semblante denote la agitación de mis nervios.

            –A ver, a trabajar!

            Y sigue de largo por un rato más.

            Ahí se acercan dos supervisores, cuchichean entre sí y sé que hablan de mí, ya me avisaron con suficiente antelación de recoger la taquilla y estar preparado para la prueba.

            Para esto tendré un traje especial que resiste altas temperaturas dicen unos, además seré vacunado contra riesgos añadidos, dicen otros.

            Para esto y lo de más allá, dicen unos y otros. Y qué es esto y aquello, pregunto yo sin pronunciar palabra.

            La orden viene firmada y a quién le importa eso, no necesita ser mostrada y quién preguntará.

            Me anunciaron que a las cinco de la mañana esté dispuesto; una deferencia porque puedo contabilizar el tiempo que me resta para anotar mis últimas voluntades.

            Tengo un cuaderno minúsculo con anotaciones microscópicas. Solo un cúmulo de imprevistos y circunstancias de puro azar podrían

hacerlo llegar a buen puerto, podrían dar testimonio de mi condición y la de todos los detenidos convertidos en sombras.

            Y quién leerá estas palabras, en qué tiempo y qué lugar.

            En caso afirmativo, qué harán o podrían hacer para revertir estas sombras en seres humanos, nuevamente.

            –Firme aquí la renuncia de su cuerpo.

Los supervisores se miran el uno al otro con una sonrisita maliciosa cuando el uno extiende el papel ante mí.

            –Renuncia voluntaria se entiende, dice el otro y concluye con una carcajada.

            –No se preocupe, además nadie va a leerla, arguye el uno disminuyendo la voz, con expresión cínica y devolviendo la mirada al otro.

–¿Esto significa la muerte? escucho mi propia voz metálica

y pastosa, involuntaria por completo que sale de mí de forma irreconocible ¿qué habré estado tomando los últimos días? me dice mi imperioso pensamiento.

Sentado ante la mesa de oficina apuro los restos de la tarde con el temor de abandonarlo todo: el cuaderno, el propio aire cargado, el supuesto aire fresco (porque afuera en el patio la atmósfera es una pura nube tóxica) y tenemos únicamente el lecho y los barrotes para pasar la noche y nuestra condición de seres vivos (¿semivivos?) pero por escaso tiempo.

Por todos lados hay huellas, nada más que huellas, el negativo de los hechos, el pulular de las sombras, huellas que serán exterminadas con suma facilidad y discreción sin levantar más que una suspicacia que otra, un humo molesto.

He tomado una cena ligera, lo que pude arramblar aprovechable de un estante semivacío, una lata de esto, un resto de bizcocho, un poco de aquello.

Y me niego a dormir, a entrar en la sumisión del velludo cordero porque vivo la última noche de un condenado a muerte segura. Esa es mi sospecha. Y me disparo hasta las estrellas del firmamento de mi pensamiento, y soy un cazador allí apagando presagios, fulguraciones, temores, imposturas…

¿Soy un instrumento de la ciencia, un hombre-instrumento del terror, un cosmopolita, un habitante de las tinieblas? ¿A quién torturo desde mi condición humana? ¿Por quién y por qué soy torturado desde dentro y desde fuera?

Por esto y por lo otro, por lo de arriba y lo de abajo, yo, el hombre-instrumento soy también el hombre-experimento.

Mi cuaderno deja un vaho sanguinolento, un humor melifluo y malsano, un testimonio heredero del fuego como la carne, y toda la sangre, la mente, los hechos.

Nadie en derredor. Estoy solo para explorar el vacío de las horas finitas, el vacío de mi silencio. Y los frutos vastos, ininterrumpidos, los frutos sin sucesión.

Más allá de los frutos la sombra crece. Y crece hasta borrarse a sí misma, confundida con las otras sombras, las multitudinarias sombras que vuelven a ser solo sombras.

Abandono el cuaderno a su suerte, la ceniza. Abandono el cuerpo a su muerte, la renuncia. Después de esto, un largo caminar entre estrellas incontables.


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