Desde la Revista Trasdemar de Literaturas Insulares, con motivo del Centenario de Cintio Vitier, presentamos el ensayo en tres entregas sobre José Martí de nuestro colaborador Carlos Javier Morales (Santa Cruz de Tenerife, 1967) Poeta y ensayista, Doctor en Filología Hispánica por la Universidad complutense de Madrid, ha publicado ocho libros de poesía, entre ellos “El pan más necesario” (1994), “La cuenta atrás” (2000) o “Nueva estación” (2000). De su obra poética se ha publicado la antología, Una luz en el tiempo (Sevilla, Renacimiento, 2017). Los más recientes libros del autor, que ha dedicado atención a figuras como César Vallejo, Julián Martel, Gastón Baquero o Antonio Machado, son el libro de ensayo La vida como obra de arte (Madrid, Rialp, 2019) El corazón y el mar (Madrid, Rialp, Col. Adonáis) y Tiempo mío, tiempo nuestro (Rialp, 2021)
A José Olivio Jiménez, in memoriam
Iniciador de tantos caminos literarios en nuestra lengua, José Martí también
fue un notable ensayista, y esto ya no es hoy un descubrimiento ni un objeto de
controversia. Pero, así como se le ha reconocido, en exhaustivos y numerosos
estudios, su papel fundacional en la crónica y en la poesía modernistas, también
habría que dilucidar cuál es la posición que ocupa Martí en la historia del
ensayismo hispánico. Tal posición, como trataré de corroborar en estas páginas,
viene a ser también inaugural, magistralmente iniciadora del ensayo moderno en
lengua castellana: ese género tan resistente a una definición sistemática y que,
precisamente por su libertad intrínseca, tan relevante ha sido en la singularidad de
la literatura moderna.
Las características que José Luis Gómez-Martínez, en su libro Teoría del
ensayo (1) , atribuye al ensayo como género son, en una revisión muy sumaria, la
brevedad, el carácter sugeridor e interpretativo sobre la cuestión abordada, la
intención dialogal, que expresamente invoca al lector como confidente; la carencia
de una estructura prefijada, la variedad temática y, especialmente en el caso del
ensayo literario (que es el aquí nos interesa), la consciente voluntad de estilo.
En el ensayo moderno, incoado en la época del romanticismo europeo pero
madurado definitivamente en el último tercio del XIX, estos rasgos dejan de ser
licencias, escapes que se permite el autor sobre otros géneros más estructurados de
la prosa de ideas (el tratado, el discurso, la epístola…), para convertirse en
principios sustentadores de la escritura y –lo que es aún más decisivo– del proceso
mismo por el que se engendra el pensamiento. De manera que, pese a estar
presentes en la tradición ensayística que se remonta a los escritos platónicos y que
cuenta con brillantísimas realizaciones en los siglos XVI y XVII, especialmente
tras las formulaciones y los textos ensayísticos de Montaigne, los rasgos
estudiados por Gómez-Martínez se acentúan al máximo en la modernidad y
ofrecen al ensayista una libertad de pensamiento y de creación literaria
insospechada hasta entonces.
La novedad del ensayo moderno
Desde un punto de vista teórico, podríamos afirmar que si la literatura, en
sentido estricto, consiste en la mímesis o imitación de las acciones humanas con el fin de revelar las verdades esenciales sobre nuestra condición, en el ensayo, en
cuanto género literario, tal imitación se centra en una de las acciones más
sustantivas y específicas del ser humano: la acción de pensar y de alumbrar
nuevos contenidos de pensamiento. Pero, en cuanto que el ensayo es literatura,
mímesis de todo el hombre al fin y al cabo, la acción de pensar no puede aislarse
de las demás acciones y circunstancias vitales del hombre que piensa; por lo que
el ensayo literario será representación no sólo del resultado del pensamiento, de la
idea, sino de todo el proceso existencial por el que el individuo pensante llega a
concebir tales verdades.
De ahí que en el ensayo, en cuanto género literario, lo que haya que juzgar
no sea tanto la verdad o adecuación fáctica a la realidad de las ideas expresadas
como la verosimilitud de esas ideas, es decir, la lógica interna del proceso de
pensamiento en cuanto acción de un individuo que legítimamente hace uso de
todas sus facultades –y no sólo del intelecto– para sustentar una verdad de la que
honradamente puede sentirse seguro, aunque sea provisionalmente y con un
inevitable riesgo de error objetivo.
Esto se cumple, en mayor o menor medida, en todos los ensayistas
posteriores a Montaigne y en todos los que este autor señala como precursores de
ese género definido por él en 1580, remontándose para ello hasta la antigüedad
griega. ¿Qué novedad aporta, pues, el ensayo moderno a esta concepción del
género que acabo de esbozar? Conviene atender a esta peculiaridad para dilucidar
posteriormente cuál es la originalidad martiana en este terreno.
El ensayo moderno, que se gesta a lo largo de todo el siglo XIX gracias a
autores tan fundamentales como Goethe, Schiller, Friedrich Schlegel,
Schopenhauer, Kierkegaard, Emerson, Carlyle y otros muchos, hasta llegar a la
culminación de Nietzsche, cuya obra ejerce un influjo intelectual y literario de
primer orden en los escritores del fin-de-siglo; el ensayo moderno –decía– aporta a
esa representación del pensar humano y de los resultados del pensamiento una
valoración prioritaria del proceso vital del sujeto pensante con respecto a los
resultados intelectuales de su pensamiento. La primacía otorgada al individuo que
piensa –y que vive al pensar– sobre la idea o producto del pensamiento es, a mi
juicio, la clave de la nueva concepción del ensayo; como no podía ser de otra
forma teniendo en cuenta el desarrollo que el ensayo experimenta a partir del
individualismo romántico y de la sublimidad del saber poético que éste defiende.
Por esta razón, el ensayo moderno potencia la actividad afectiva e
imaginativa del individuo en la misma medida que la puramente racional. La emoción, y la imaginación que ésta suscita, ya no serán sólo un aditamento del
pensar genérico de la razón, sino origen de la intuición creadora de todo el
hombre. La emoción se constituye en raíz de la reflexión, y la creatividad
imaginaria de la emoción no sólo puede servir para ilustrar gráficamente las ideas,
sino también para acceder a ellas sin necesidad de dar todos los pasos lógicos del
raciocinio. De manera que en el ensayo moderno es todo el hombre, en su
completa unidad psíquica, el que actúa y se representa vivencialmente a través de
una escritura aparentemente intelectual, pero que es, en realidad, una escritura
integradora de todas las potencias del individuo.
Como señala José Miguel Oviedo a propósito de Octavio Paz, una de las
cimas del ensayismo hispánico moderno, “El arco y la lira inicia una vasta crítica
a la cultura de Occidente, que será un tema rector en Paz: al revés del Oriente (…),
nosotros hemos perdido el fecundo diálogo entre el espíritu y el cuerpo, entre
religión y erotismo, entre razón y pasión” (2) . El ensayo moderno, en el que Paz es
eslabón imprescindible de una cadena iniciada en el XIX, intentará reconciliar al
hombre entero para unir las fisuras que dentro de sí había ido extremando el
racionalismo.
Junto a esa equiparación de la actividad emotiva e imaginativa con la
racional, para lograr encarnar literariamente la unidad psíquica del hombre, otro
de los factores que precipitan la singularidad del ensayo moderno es la conciencia
que posee el nuevo escritor de la imparable fragmentación del saber, consecuencia
de la moderna especialización científica y de la obligatoria división del trabajo.
Los saberes modernos, convertidos en ciencias con métodos propios y
ámbitos de exploración muy delimitados, han creado una gran multitud de
caminos paralelos sin comunicación posible entre ellos, lo cual dificulta en grado
extremo el conocimiento unitario de la realidad natural y humana. Si a ello unimos
la incertidumbre que provoca, ya desde el siglo XVIII en algunos países europeos,
la desaparición de la filosofía metafísica y de la noción ontológica del Ser, además
de la secularización del pensamiento –con el consiguiente olvido del Dios Creador
y Padre revelado por Cristo–, no será difícil comprender la angustia del escritor
moderno ante el desmoronamiento de toda certeza científica sobre la Unidad del
Cosmos y del lugar que ocupa el individuo en ese vasto territorio de magnitud
incalculable y de relaciones fatalmente secretas.
El escritor moderno, que nace definitivamente con la poesía simbolista del
último tercio del XIX, entenderá que su misión será, ante todo, recomponer las
piezas del saber, al menos en el grado suficiente para intuir la unidad y el destino
último de tan complejo engranaje, en el que él, hombre al fin y al cabo, se halla
solo y sin centro de referencia. Será la poesía la que descubra las
correspondencias que la ciencias particulares, y la filosofía misma, ha
oscurecido. Será la poesía la actividad que, más allá del placer espiritual que
proporciona, permita al hombre intuir, al menos, la ansiada Armonía del mundo.
Como señala Oviedo al resumir una de las convicciones constantes de Octavio
Paz, de validez universal pero especialmente caracterizadora del mundo moderno,
“nuestro mundo es un mundo escindido: la poesía es el instrumento de su
reintegración” (3) .
La poesía, para el escritor moderno, será la única forma de sabiduría, de
acceso del hombre al conocimiento de las verdades últimas sobre su ser y sobre el
mundo. Y cuando hablo de poesía, lo hago en el sentido también moderno de
poesía lírica, que se convierte desde el romanticismo en la forma ejemplar y
sublime del arte literario. El siglo XIX será, pese a las sucesivas reacciones, el
siglo de la progresiva transformación lírica de los modelos literarios, hasta llegar
al lirismo absoluto de la literatura de la primera mitad del XX. Como afirma Pedro
Salinas sobre este último tramo cronológico, el que a él le toco vivir y encarar de
modo inmediato, “el signo del siglo XX es el signo lírico; los autores más
importantes de ese período adoptan una actitud de lirismo radical al tratar los
temas literarios. Ese lirismo básico, esencial (lirismo no es de la letra, sino del
espíritu), se manifiesta en variadas formas, a veces en las menos esperadas, y él es
el que vierte sobre novela, ensayo, teatro, esa ardiente tonalidad poética que
percibimos en la mayoría de las obras importantes de nuestros días” (4) .
De esta misión sapiencial, máximamente reveladora, que cumple la poesía,
es muy consciente Martí desde sus primeros escritos en prosa y en verso. En 1887,
en su ensayo sobre Walt Whitman, lo expresa con una certeza que no he
encontrado antes en la historia de la literatura hispánica:
¿Quién es el ignorante que mantiene que la poesía no es indispensable a los
pueblos? Hay gentes de tan corta vista mental, que creen que toda la fruta se acaba en la cáscara. La poesía, que congrega o disgrega, que fortifica o angustia, que apuntala o derriba las almas, que da o quita a los hombres la fe y el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues ésta les proporciona el modo de subsistir, mientras que aquélla les da el deseo y la fuerza de la vida (5) .
Pues bien: esa misión sapiencial de la poesía, única actividad reveladora de
la Unidad del cosmos en el fragmentario saber del mundo moderno, impele al
ensayo (como más tarde a la novela y al teatro) a adoptar una vibración lírica
extremada, que cristaliza en una peculiar manera de enfocar la realidad y de
representarla en la escritura. El ensayo, como la poesía lírica, intentará reordenar
desde la radical subjetividad del yo que escribe, el caótico mundo externo que las
ciencias han diseccionado.
Si el ensayo había asimilado en otras épocas una configuración dramática
en sus voces (desde Platón hasta Juan de Valdés, Fray Luis de León, Cadalso o
muchos escritos de Clarín, entre tantos otros ejemplos posibles); si el ensayo
también había operado con estructuras y procedimientos propios del género
narrativo (en el mundo hispánico contamos con ejemplos tan excepcionales como
los de Fray Antonio de Guevara, el Inca Garcilaso, Quevedo, Larra, Sarmiento…),
podemos afirmar que a partir del último cuarto del siglo XIX, y hasta mediados
del XX por lo menos, el ensayo tenderá a fundirse con la poesía lírica en toda la
medida de lo posible; y lo hará con una subjetividad de percepción y de expresión,
de intuición creadora, a fin de cuentas, que había sido inconcebible hasta entonces.
Lógicamente, la confusión de ensayo y lírica en el mundo moderno nunca
podrá ser plena, pues de lo contrario no habría ocasión para apreciar el necesario
deslinde entre ambos géneros. El ensayo, pese a su raíz y su atmósfera
intensamente líricas, seguirá requiriendo un grado de conciencia reflexiva y de
explicitud conceptual que son ajenas a la poesía lírica propiamente dicha. Para que
el ensayo sea tal ha de añadir a la intuición lírica de sus verdades unas razones
intelectuales que la poesía no tiene por qué dar, así como una tematización
explícita de los contenidos del pensamiento que en la poesía tampoco tienen por
qué estar tan delimitados temáticamente.
La lírica, como es natural, no requiere esa reflexividad que le obligue a dar
razones para sustentar sus enunciados, como tampoco necesita desarrollar un tema
más definido que el del íntimo vivir del poeta. Pese a todo, esa asimilación
radicalmente lírica del ensayo moderno nos permite entender cabalmente las
principales características del nuevo ensayismo.
Éstas son, de una parte, el carácter máximamente sugeridor, el cual, si bien
se halla en la esencia de todo ensayo, como vimos en la caracterización de
Gómez-Martínez, adquiere en la modernidad una radicalidad desconocida.
Aunque el ensayo nunca haya pretendido agotar las verdades sobre el tema que
aborda, ni establecer una validez definitiva para las mismas, el ensayo moderno
tan sólo se propone ser una mera incitación para pensar sobre algunas cuestiones
en la dirección que inicialmente ha trazado su autor; de manera que su contenido
intelectual, más que un desarrollo, es tan sólo un índice de materias planteadas y ordenadas en un determinado sentido, que provoca en el lector una necesidad de
reflexión propia tanto o más intensa aún que la ofrecida por el autor.
Por esto mismo, su esencial carácter dialogal, manifestado desde el
principio de la historia del ensayismo, que impulsa al autor a referirse al lector y a
contar en todo momento con su acuerdo, deja de ser un recurso retórico, una
suerte de captatio benevolentiae o de simple confrontación ideológica con vistas a
la resolución final programada por el autor (pensemos en los ensayos dialogados a
través de dos personajes ficticios), para convertirse ahora en un carácter dialogal
de configuración dialéctica. Quiere esto decir que la voz del autor, desde su
subjetividad irreductible, más que provocar un asentimiento definitivo del lector,
intentará barrenar las certezas propias de éste para que él mismo las reconstruya;
eso sí, según las incitaciones, parciales y provisionales, que le proporciona el autor
del ensayo. El proceso intelectual del ensayo moderno resulta ser, pues, por su
propia naturaleza, un proceso inacabado, que exige del lector-dialogante una
participación activa en la resolución del conflicto.
Asimismo, el proceso confesional tan propio del ensayo deja de ser una
autodefensa intelectual del escritor, que buscaba la aprobación del lector según
unos criterios y una escala de valores ampliamente compartidos, y se convierte en
una representación existencial del sujeto que piensa y siente; la cual no persigue
tanto la aprobación del lector cuanto la inmersión de éste en la vivencia existencial
del autor, para desde ella, desde la compartida experiencia vital, emprender juntos
la búsqueda de unas certezas que ninguno de los dos posee de antemano.
La voluntad de estilo que reconocemos en todo verdadero ensayista se
confundirá en el ensayo moderno con la misma voluntad de concebir un
pensamiento original. El estilo, la encarnación verbal de la escritura, no será sólo
una estrategia persuasiva o expresiva, sino el único camino para que las nuevas
verdades alumbren el incierto deambular del sujeto que piensa sin principios
estables. Y es que si el ensayo clásico se asentaba en la convicción filosófica de
que el lenguaje es un reflejo del pensamiento, que era el principio determinante de
toda forma de expresión verbal, el ensayo moderno descansa en la inversa
intuición romántica, convertida luego en teoría, de que es el lenguaje el que
determina la actividad del pensamiento (y de que el lenguaje, que habla en
imágenes, en símbolos, alcanzará antes y mejor la conexión entre las distintas
verdades del Universo que el que circula a través del pesado andamiaje de los
conceptos).
Y por esta nueva senda filosófica, psicológica y lingüística es por donde
transita derechamente José Martí, como afirma en tantos lugares de su obra, también en el ensayo sobre el Poema del Niágara, que nos ocupará más abajo:
“Pues, ¿quién no sabe que la lengua es jinete del pensamiento, y no su caballo? La
imperfección de la lengua humana para expresar cabalmente los juicios, afectos y
designios del hombre es una prueba perfecta y absoluta de la necesidad de una
existencia venidera” (6)
Y aquí nos lleva Martí de la mano a otra característica del ensayo que
adquiere un relieve peculiar, poderosamente constitutivo y resaltante, en la
literatura moderna: me refiero a la variedad temática, íntimamente unida a esa
carencia de estructura prefijada que señala Gómez-Martínez como rasgo natural
del género ensayístico. Acabamos de ver cómo Martí salta de la supremacía del
lenguaje sobre el pensamiento a la prueba de la “existencia venidera”, la cual no
será en este texto una mera alusión circunstancial, sino que imprevistamente, en
un escrito inicialmente destinado a valorar un poema, determina la meditación del
largo pasaje siguiente sobre la necesidad humana de la vida eterna.
Y es que si la digresión temática es un elemento convencionalmente
esperable en todo ensayo, que incide en la flexible apertura estructural del mismo,
en el ensayo moderno, como veremos más abajo, se yergue como la condición
sine qua non para que surja el pensamiento buscado en un principio. La digresión
del ensayo clásico (pensemos en las epístolas de Fray Antonio de Guevara o en las
distintas colecciones misceláneas que se escriben en España durante el XVI)
puede ser más o menos extensa, pero estructuralmente se concibe como un recurso
previsto para distender amenamente la exposición o la reflexión del discurso
ensayístico. En el ensayo moderno, sin embargo, la digresión es un elemento
sustancialmente necesario en el proceso vital por el que se engendra el
pensamiento, hasta llegar a desplazar a veces, por su extensión textual, a los
contenidos previstos como propios del ensayo en cuestión. Ya veremos cómo el
Prólogo al “Poema del Niágara” se presenta como un ensayo destinado a señalar
los valores de una obra lírica y se convierte, al cabo, en una inesperada digresión
que es, paradójicamente, lo que más interés, sustancia y vigencia le confiere a este
célebre ensayo martiano.
Aullón de Haro, a este propósito, señala que “el Ensayo puede tratar acerca
de todo, basta con que cualquier cosa acceda a la circunstancia de ser focalizada
durante la confrontación del sujeto ensayista con el mundo” (7) . Pero si ésta, como
las otras características apuntadas, define teóricamente a cualquier producción
ensayística, será en la modernidad literaria cuando alcance una radicalidad que no
es sólo de grado sino de esencia, y que hace del ensayo un género central, de la
más acendrada exigencia artística, en la literatura moderna.
1 México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1992, 2ª ed.
2 José Miguel Oviedo, Breve historia del ensayo hispanoamericano, Madrid, Alianza Editorial, 1991, p. 114.
3 Ibid.
4 Pedro Salinas, Literatura española, siglo XX, Madrid, Alianza Editorial, 1970, pp. 34-35.
5 José Martí, Ensayos y crónicas, ed. de José Olivio Jiménez, Madrid, Eds. Cátedra, 2004, p.130.
6 Ibid., p. 36.
7 Pedro Aullón de Haro, Teoría del ensayo, Madrid, Ed. Verbum, 1992, p. 131.