
Presentamos en la revista Trasdemar una selección poética del autor Víctor Yanes (Tenerife, 1974) Poeta, narrador y articulista. Su primer libro de poemas “Cuando Yo era Otro” se presentó en el Ateneo de Madrid en 2007. En 2015 presentó su segundo poemario, “Animal Luminoso”. Embarcado en la narrativa, espera la publicación de su libro de relatos “Historia de un tiempo mínimo”
Abro los ojos, abro la tapa de mis sesos,
meto la mano y revuelvo
las imágenes inolvidables del tiempo.
VÍCTOR YANES
Una asombrosa casualidad
Nacer es una asombrosa casualidad,
simple y poco sublime
como la muerte diaria de personas
que entran en el sistema de tuberías del infinito bajo el signo de un horripilante silencio del que no se conocen datos.
A mí nadie me envió, yo nací
y mejor será no pretender justificar
mi presencia en el mundo
no vaya a ser que por un natural afán de conocimiento
acabemos todos sintiéndonos muy tristes.
Celebremos la asombrosa casualidad de nacer, me parece bien, instintivo gozar de eventos tan inexplicablemente bellos.
Nacer es una casualidad,
pese a todo, yo estoy en el camino; mis juicios de valor,
el calibrador de la ética haciendo de pequeño observatorio del mundo son mis útiles de trabajo.
Nacer es una asombrosa casualidad que nos pone a corretear en un pasillo inexorablemente corto.
Amigo Ginsberg que estás en los cielos
Me envió un telegrama a mi domicilio de Santa Cruz de Tenerife. Era el otoño de 1996 y en su correspondencia, Allen Ginsberg, me preguntaba si era yo el autor de ciertos versos que ya ni recuerdo.
También tenía especial interés en saber si consumía drogas y me confesó,
con inesperada exaltación, que mi rotunda negativa a realizar el servicio militar, a desertar de la jerarquía de las metralletas, le había supuesto una especie de confusión inexplicablemente amorosa en edad tardía.
Nunca le pregunté cómo era posible que supiera tantas cosas sobre mi insignificante persona.
La emoción que sentía era tan intensa que me lancé a responderle, confesándole que el placer mareante de las hierbas fumadas, formaban parte del almacén de los recuerdos locos y que era yo un minúsculo desertor del orden que alguien (no Dios) o algunos (no los santos ni las vírgenes) habían impuesto férreamente casi al inicio de los tiempos.
Allen Ginsberg falleció el 5 de abril de 1997. Era yo tan joven y tan estúpido, que no sabía ni de qué se trataba la muerte por cáncer hepático. El fallecimiento de Allen me lo comunicó su novio, Peter Orlovsky. Mi padre, con enorme esfuerzo y cantidades descomunales de incomprensión me pagó el billete para ir a Nueva York. Cuando lo vi dentro del ataúd caí en la cuenta de lo duro que sería morir.
Ginsberg, sigues vivo, 19 años después.
Alegre canto contra mí mismo
Quiero lanzar mi cuerpo
contra la pista de aterrizaje del paraíso soñado.
El desespero me prohíbe pensar,
ya rajé mi lengua de intelectual
y se la eché a los perros hambrientos de la calle.
Abro los ojos, abro la tapa de mis sesos,
meto la mano y revuelvo
las imágenes inolvidables del tiempo.
Quiero lanzar mi cuerpo
contra ti en un acto de amor infinito,
¡sujétame!, los saltos sin red
han dejado de darme miedo,
en cambio, tu voz inquietante
siempre al límite de odiarme,
me despierta.
Vísceras
Me adentro en la boca profunda de esta isla, los bosques están hechos para jugar al escondite o para matar a alguien
o para que me atrape el pánico de haber acabado por fin la gran obra personal de mi vida.
Un coche sin dueño en donde una pareja de idealistas hace el amor sin ningún significado realmente despreciable.
La violencia: un hospital recibe el cadáver de un joven
que jugó a la ruleta rusa
y celebro que su osadía, que su admirable impulso por convertirse en un hombre recordado le haya conducido a la muerte.
Celebro la notoriedad de la sangre,
celebro que no haya condolencias,
celebro el panteón de célebres suicidas.
Celebro la ley de la gravedad del atrevimiento.
Sugerencias
Somos los chinos de ojos como platos,
somos los negros de la Europa
de piel blanca de Noruega,
somos hormiguero constante de un país de Asia
en medio del desierto,
somos árabes con Jesucristo colgantes,
somos un papel recortado del sueño de Manhattan,
somos de alguna parte porque el azar preparó
el imán de las suelas de los zapatos y
la patria con sus propuestas de arenas movedizas.
Bestias
La mercancía para las bestias llegaba antes del mediodía.
Estábamos en el desierto industrial de los grandes polígonos
donde solo hay grúas, carretillas elevadoras, olor a cemento
y un viento a latigazos y arena extraña en el ambiente, hojas secas
y bolsas de plástico, papeles, insectos disecados volando por los aires, cucarachas con somnolencia ante la presencia humana
y el porvenir de importantes proyectos empresariales.
Nosotros, las bestias, la obediencia asalariada
preparábamos nuestros brazos,
nuestros tendones,
nuestras espaldas completamente rígidas
para lo peor.
Llegaba el container: sesenta pies igual a cuatro horas
de trabajo extra.
Éramos unos ocho tipos, una fauna, una orquesta de perdedores.
Generalmente ninguno se había planteado la posibilidad
de no resignarse,
ninguno estaba allí porque tenía que pagar la matrícula
de una carrera universitaria
o porque soñaba con dar la vuelta al mundo durmiendo en hoteles de cinco de estrellas. Trabajaban para saldar las cuentas con el estúpido delirio
de los pobres sin honra que quieren ser ricos. Era un grupo de indecentes nadies, de babeantes diablos
que no miraban a los ojos,
eran bestias resentidas o borrachos resacosos
o chiquillos a la moda
con un pantano de artilugios en el cerebro.
II
El mecanismo era sencillo:
no pensar, no mirar la luz del sol,
La mercancía embalada en cajas de cartón,
pesadas cruces para un esclavo
y luego las facturas, los albaranes, la falta de coincidencia
al revisar las hileras de bultos apilados. La confusión, el dolor de cabeza, el hundimiento de la nave de la ilusión,
el «no hay sentido» porque el futuro no existe. ceno y me acuesto
y mañana será otro día en el que las bestias volverán a esperar la mercancía
antes del mediodía.
Cascarón duro de metal
Colocaron sobre mi cabeza, dura piedra enferma,
el cascarón metálico quirúrgico,
dolor que vale para entornar los ojos
y acordarme del amor,
de la dorada abundancia de la dicha,
de las risotadas y de los abrazos,
de las manos abiertas y de los puños cerrados,
de los temblores de otra época tan distinta
a esta que ahora me toca vivir.
Las herramientas están listas,
los violentos tratamientos a la espera,
amo la anestesia, amo la droga,
amo casi hasta el gas fatal inhalado,
amo el miedo
porque es lo único que soy capaz de sentir
en esta estancia desolada del preludio.
Crónica de mi amistad con Henry Chinaski
A Bukowski le mató su buena memoria.
Sonaban los teléfonos móviles del año 66,
aquellos aparatos incómodos y estridentes como despertadores,
sonaban Los Beatles, sonaba mi voz de adolescente malcriado
que buscaba un dios que no fuera el del cielo perfecto y azul
y en medio del irrefrenable desbarajuste
vino de pronto a saludarme,
en mi estreno como insípido rapsoda,
el mismísimo Charles Bukowski. No lo olvidaré jamás, su sobriedad, su aliento de bodega profunda y olorosa… le dejé mi número de teléfono y él puso cara de discípulo agradecido,
por aquel entonces yo ya había leído La senda del perdedor
e intuí que él
no tardaría mucho en llamarme.
A Bukowski no le mató el agua teñida de los bares y las cantinas,
el estómago redondo de las copas de cristal acabó con él, la buena memoria de los niños pisoteados, acabó con él y el porvenir inevitable de la miseria humana.
Por eso, desde hace años me telefonea siempre que huye
por el acantilado de la embriaguez
y nos citamos en las cafeterías de la plaza mayor de una importante ciudad,
él toma una o mil cervezas y yo una o mil gaseosas y hablamos
del mundo que no es
y del submundo en el que estamos
y me señala con el dedo las huellas que dejaron escritas Henry Miller o Céline o Hemingway.
Así fue nuestra amistad hasta que Charles falleció,
cuando yo disfrutaba sin vanidad mortal de mi éxito literario.
Fue un placer la amistad de este genio de las ultratumbas y de los tubos de escape, de los sótanos pestilentes del sueño americano, adversario de las rutilantes alfombras rojas de los escritores superventas.
Te espero Henry Chinaski, amigo.
Víctor Yanes (Tenerife,1974) Poeta, narrador y articulista. Su primer libro de poemas “Cuando Yo era Otro” se presentó en el Ateneo de Madrid en 2007. En 2015 presentó su segundo poemario, “Animal Luminoso”. Embarcado en la narrativa, en octubre de 2020, espera la publicación de su libro de relatos “Historia de un tiempo mínimo”. Actualmente colabora con la web Difunde Cultura Canarias y con el periódico digital personalizable Atlanticohoy.com
Comienza a escribir en 1992, a la edad de 18 años. Consolida pronto su inquietud por la poesía, la lectura y la creación de sus propios versos, que avanzan dentro de un apetito por comunicar una intensa sensación emocional, algo que dentro empuja y empuja, golpea casi. Su poesía ha sido escuchada en programas radiofónicos como el ya inexistente Entre dos luces, de Radio Nacional de España, y ha colaborado en revistas como la extinta Liberación, Togas y Letras o El Brinco. Formó parte del equipo coordinador del encuentro de escritores Félix Francisco Casanova que se celebra, con carácter anual, en la isla de La Palma y en la organización de Los Jueves Literarios en la Biblioteca Municipal de Candelaria.
El Centro de Estudios Caribeños de Las Palmas de Gran Canaria le concedió un accésit en el concurso de poesía La calle que tú me das, siendo su trabajo publicado en Antología cercada. Forma parte de la antología Autores en La Palma.
Además se ha embarcado en proyectos culturales: el festival de literatura Las Tres Orillas y el programa de radio La hora de los invisibles.
Excelente!
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