Presentamos en la Revista Trasdemar el texto de nuestro colaborador Daniel Bernal Suárez sobre la antología poética “Hacia la luz. Antología personal” del autor Antonio Arroyo Silva (Santa Cruz de La Palma, 1957). El volumen poético ha sido publicado por Abra Canarias Cultural en su colección Afortunadas, incluyendo una suma de la obra poética del autor que comprende los años 1980-2021, siendo el texto de Daniel Bernal Suárez el propio prólogo del libro. La antología poética fue presentada el pasado 29 de febrero en la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas de Gran Canaria.
Antonio Arroyo Silva es Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de la Laguna, ejerció hasta su jubilación como profesor de Literatura y Lengua en varios centros de Canarias, también ha desplegado una incesante labor en el mundo editorial y en la promoción de la literatura. Como poeta y ensayista, ha publicado más de 20 títulos y su nombre figura en numerosas antologías colectivas y en 2018 recibió el máximo galardón del Premio Hispanoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez por el poemario Las horas muertas.
Compartimos la publicación en primicia dentro de nuestra sección “El invernadero” de poesía canaria contemporánea
En el entorno adecuado todo nuestro ser está hecho de ojos que se dilatan para contemplar el encantamiento del universo.
Thomas Ligotti.
Refería Borges: «El prólogo, en la triste mayoría de los casos, linda con la oratoria de sobremesa o con los panegíricos fúnebres y abunda en hipérboles irresponsables, que la lectura incrédula acepta como convenciones del género». Sin embargo, continuaba el maestro argentino, «El prólogo, cuando son propicios los astros, no es una forma subalterna del brindis; es una especie lateral de la crítica». Quisiera añadir que las siguientes líneas no pretenden cercar la producción poética de Antonio Arroyo Silva en su totalidad (y nada más terrible que dicho verbo que promueve cierta actividad crítica, porque todo ejercicio crítico es aproximación y tanteo, vislumbre en el mejor de los casos, y nunca explicación que agote los sentidos de lo escrito), que hoy cuenta con una amplia nómina de títulos, sino trazar algunas líneas de fuga que atraviesan su escritura, algunas de sus pulsiones.
La presente antología contiene poemas de una veintena de obras, ya sean poemarios o plaquettes, algunas de las cuales permanecían inéditas, como el seminal Captura del silencio o Marzo. Como bien señala el propio poeta en la nota introductoria, aunque su labor de escritura se inicia desde temprano, a finales de la década de 1970, no será hasta entrado el siglo XXI cuando accede a publicar los libros con regularidad. Esta circunstancia puede llevarnos a pensar en una aparente condición de poeta tardío, aunque ya hemos visto que no ha sido así, sino que este retraso solo ha afectado al hecho de la dimensión pública de la obra. En todo caso, esa distancia entre actividad creadora y publicación ha beneficiado a su obra por adquirir una conciencia de mayor autoexigencia respecto de la misma. De hecho, el poeta va escribiendo sucesivamente libro tras libro pero los deja madurar, volviendo a los mismos para pulirlos hasta que arriba al punto exacto en que voluntad expresiva y rigor compositivo alcanzan su justo equilibrio.
Otro aspecto que nos muestra esta capacidad autocrítica con respecto a la propia actividad creativa de Antonio Arroyo Silva es cómo articula cada propuesta desde la voluntad de abordar nuevos registros, ampliando concéntricamente las dimensiones y los ejes nucleares sobre los que pivota. En este sentido, Arroyo Silva cita el caso paradigmático de José María Millares Sall. Refiere el poeta que escribir «poesía conlleva la responsabilidad de mantenerla viva y en movimiento constante. (…) yo explico estas cosas con la imagen de Sísifo cayendo con la roca y volviéndose a levantar y tal como Camus espero que Sísifo sea feliz». La imagen de Sísifo, que utilizara Camus como signo de la existencia humana, es retomada para ejemplificar el continuo recomienzo de la creación. Por otro lado, la labor compositiva, arquitectónica o sinfónica, sea cual sea la imagen que prefiramos, se ejemplifica en la condición unitaria de los libros, que se escriben desde una pulsión esencial que los atraviesa, y no como meras agrupaciones de textos efectuadas al albur.
Sin embargo, a pesar de las variaciones formales y temáticas, Arroyo Silva conserva una voz subterránea que late bajo la superficie de cada nuevo libro. Más que una cuestión de estilo, se trata de la cohesión natural que le otorga su visión de la poesía. En efecto, la visión que Arroyo Silva tiene de la poesía se sustenta sobre una serie de pilares fundamentales, algunos de los cuales serían: la poesía entendida como misterio, la poesía como forma de consciencia, y lo poético mismo como impulso vital y sensitivo. Nos detendremos brevemente en cada uno de ellos.
Más allá de la natural evolución que puede apreciarse en su obra, Antonio Arroyo Silva es portador de una visión poética primordial, poeta de lo sensitivo: no hay realidad mental en su lenguaje que no esté en íntima relación con el mundo visible. De ahí la relevancia en su poesía de los aspectos musicales y rítmicos, trasuntos del lenguaje que escucha del mundo y, también, la manifestación del entrecruzamiento entre lo visual y lo imaginario. Estamos hablando de lo sensorial como materia prima: por ello los conceptos de escucha y contemplación le son afines. En los libros del poeta palmero esta visión unitaria religa en la expresión las dimensiones del pensamiento y el sentir. En efecto: la experiencia poética viene a asentarse en una primera percepción sensible, palpable, y de ahí remonta el vuelo por mediación del mismo lenguaje. Se genera una prelación que va de la percepción de la imagen sensible a la meditación, pero una meditación formulada en la morada común del sentir y la intelección. Así, pues, la mirada del poeta se vuelca en un aprehender el mundo y sus presencias mediante una forma de intuición verbal.
Como Ungaretti, Arroyo Silva parece creer que la poesía es tal cuando porta en sí un secreto. Afirma el poeta palmero: «La poesía es palabra y silencio; pero sobre todo es misterio. El misterio es lo que nos mantiene vivos y a la expectativa del próximo paso». Su poesía, que parte en muchas ocasiones de situaciones concretas, cotidianas, de pensamientos captados al vuelo, se materializa en formas que no procuran clarificar del todo el misterio de la existencia —destruyendo con ello el enigma—, sino que intenta mantener vivo el fuego del secreto. Tras ello se encuentra la formulación de una conciencia crítica que duda de cualquier certeza absoluta más allá de la muerte. Poetizar, escribir poesía, se vuelve entonces un tanteo, una búsqueda. Pero el punto de llegada, el propio poema, no es una etapa final; no se trata, pues, de esclarecer la incertidumbre y brindar baratas soluciones —lo que supone arribar, en definitiva, a cómodos y banales lugares comunes—, sino conseguir que las palabras, en su tensión, puedan guardar las ascuas de aquello que singulariza la existencia por medio de la incertidumbre misma.
Hace ya unos cuantos años, el crítico Jorge Rodríguez Padrón, que tanto ha influido en la conciencia poética de nuestro poeta, llamaba la atención a cierto poeta insular advirtiendo que el rigor teórico, mal entendido, podía hacer caer su obra hacia una suerte de anquilosamiento. Hemos de hacer notar, a propósito, que si bien la poesía de Arroyo Silva ha sido trabajada y depurada con los años, no incurre en esta forma de rigor mortis porque un intenso impulso vital la anima y la sostiene en vilo: el poeta no ejemplifica con su obra presupuesto alguno, sino que asiste y nos comunica sus descubrimientos. El poema se torna así ser viviente, lleno de aliento. Ya en Captura del silencio, primer poemario de Antonio Arroyo Silva que nunca llegó a publicarse como libro, en un significativo poema titulado «Arte poética», emerge este impulso vital como fundamento de la conciencia poética:
De un color tan sutil como el del agua
pintaré las paredes de mi celda.
Y viviré en la transparencia
que son las estructuras del aliento.
Una de las ideas sustanciales que vertebran su noción de lo poético es la de la poesía como un más allá del lenguaje que rompe convencionalismos y estereotipos, pero un más allá que se funda en el coloquialismo de la lengua de partida. Así, pues, la poesía sería la arquitectura de una respiración, un hecho sensorial y corporal: la poesía como habitáculo del tacto, el gusto, la vista y todas las demás sensaciones. Dice el poeta en su libro de prosas críticas La palabra devagar: «La poesía es un hecho cambiante como el habla de donde procede, toda poesía que no parta del coloquialismo de la lengua en que fue escrita está sometida al caos. La poesía es un animal vivo, pero no un animal doméstico». Animal vivo pero no doméstico, por lo que está siempre abierto a una solución original y libérrima.
Ya hemos hecho mención a la conciencia autocrítica que tiene Arroyo Silva sobre la poesía y cómo ello permite que sus hallazgos no se queden en encuentro iniciático, en tierra entrevista que se resuelva en música conjetural, sino que haya un ejercicio de depuración, de desbrozamiento. Pero su conciencia crítica alcanza otras cotas. En particular, a través de una escritura que no solo no se acomoda a los logros conseguidos, sino que se sabe en permanente fuga, y también a través de una contemplación humilde y próxima de las cosas. A este respecto, el poeta recoge en esta antología un poema que entiendo fundamental para comprender su concepción de lo poético; el titulado «La belleza», del libro Sísifo sol:
La belleza,
la belleza absoluta: yo no quiero cantarle
a esa belleza, quiero por una vez negarla
y seguir mi camino cuando me la tropiece,
con la misma sospecha que ahora tengo: ¿era
el trozo de cartón que empujaba el viento,
ese brillo detrás de los dientes del tigre?
¿O quizás el instante tan sólo
en que la vida vuelve a sonreírle al único
resquicio en la piel de la belleza
que no arde en el fuego de la enunciación?
Encuentro a la Belleza en la esquina, la pierdo
en los pilares de la luz, la vuelvo a encontrar…
entonces yo me pierdo y ella no me encuentra.
A propósito de este libro y de este poema citados, decía yo lo siguiente hace algunos años: en el último verso de uno de sus poemas, Roberto Juarroz menciona el uso de las «palabras caídas», como si nos advirtiera de que la construcción de su particular lenguaje poético, su estética, se fundara sobre la elección de esas palabras caídas, venidas a menos. ¿Pero caídas de dónde y por qué? Estas palabras provendrían de la expulsión o exilio sufrido de la lengua por parte de los grandes discursos, ampulosos, inanes e instrumentalizados (y normalizados por las instancias de poder y los medios). Trazar una filiación con la poética de Antonio Arroyo es del todo pertinente respecto de estas palabras caídas, pues el mismo Antonio refiere en Sísifo Sol un rechazo de la belleza absoluta, de ese discurso, como decía antes, de una grandilocuencia fatua y ensoberbecida, de una belleza que, si bien en un momento histórico concreto puede representar una búsqueda radical, termina por sucumbir a un proceso evolutivo de desgaste. Y la belleza así, absoluta, rehúye el verbo fundador de una misericordia y un amor concretos por el mundo cercano, por las entidades no de la idea, sino del tacto, del roce, precisamente por su vecindad (así lo comprobamos en el poema liminar del libro «La belleza»). La hermosura de lo mínimo que respira en las esquinas y crítica, también, del alejamiento que cierta poética de salón —estandarización de un grand style clasicista— esgrime, encerrada en la torre cosificada del lenguaje —según entiende el poeta—, sustrayendo el fondo del ser que puebla la palabra.
El poeta gallego José Ángel Valente aludía a la sensación de proximidad —de lo próximo a lo prójimo, decía Valente— que latía en la lectura de la poesía de César Vallejo, ese hermanamiento que, no obstante, se brindaba en una radical exploración del lenguaje de la urbe y de la cotidianidad. Antonio Arroyo Silva no solo reivindica las palabras defenestradas, desmigajadas, sino que sitúa su poética en una esencialidad que relaciona con los objetos del entorno. Así, el pan no se desintegra tras su utilitaria dimensión digestiva, sino que es nutrición espiritual: pan, alimento, pobreza y fertilidad.
Otro elemento que entra a formar parte de la capacidad crítica de su poesía es un cierto afán desmitificador de la propia poesía. Hablábamos anteriormente de ese rechazo a una belleza absoluta, o un cierto concepto de absoluto que niega la proximidad y la incertidumbre; otra vertiente de ello es la ironía y el afán lúdico que incorpora Arroyo Silva. El primer ejemplo de ello que podemos mostrar es la broma en la que se basa el título de la presente antología y que el propio poeta aclara en su nota introductoria. Y es que el poeta sabe, como recoge en No dejes que el acróbata, que «no hay verdad poética inmutable». A su poesía le es consustancial esta especie de tomarse en serio el oficio, pero no a sí mismo o, mejor dicho, no la vindicación o ensalzamiento de la propia figura del poeta. Aclaremos, de paso, que el mismo poeta se manifiesta así acerca de la autocrítica: «consiste en observar la propia producción poética reciente como algo ajeno y así poder eliminar todos los elementos que pudieran entorpecer el poema como el sentimentalismo, “la sabiduría del yo”, el retoricismo».
La trayectoria poética de Antonio Arroyo Silva es, din duda, una de las más interesantes de la poesía canaria de los últimos años. Con todo, no quisiera concluir sin mencionar un último hecho que, a mi modo de ver, define al autor al tiempo que explica su entrega a la poesía. Y es que Arroyo Silva ha promovido una intensa labor de diálogo continuo entre poetas de las distintas orillas del idioma, mediante numerosas acciones que irían desde la animación de publicaciones a la crítica, desde el debate en distintos foros hasta la difusión de la obra de otros. Incluso en algunos poemarios pueden rastrearse homenajes a quienes han nutrido su caudal de lecturas. Poesía, en suma, vivida en todas sus dimensiones como diálogo, como invitación. Acaso porque, como sostuvo Joseph Brodsky en el discurso de entrega del Nobel: «independientemente de las consideraciones por las que toma la pluma y al margen del efecto que produce sobre el auditorio lo que sale de su pluma, por pequeño o grande que este sea, la consecuencia inmediata de esta empresa es la sensación de haber entrado en contacto directo con la lengua, más exactamente, la sensación de caer al instante en manos de ella, de todo aquello que en ella se ha dicho, escrito o creado».
Podemos ver esta antología como un río de numerosos afluentes nutridos todos por el secreto esquivo y vivificante de la poesía.
Daniel Bernal Suárez (1984) Escritor, crítico literario y gestor cultural. Ha recibido, entre otros, los premios de poesía Ciudad de Tacoronte (2008), Luis Feria (2011) y Pedro García Cabrera (2013). Ha publicado los poemarios Escolio con fuselaje estival (2011), Corporeidad (2012), Odiana (2014) y El tiempo de los lémures (2014), y el volumen de microrrelatos Manual de crucificciones (2019). Ha sido galardonado en el concurso Nuevas Escrituras Canarias por el libro de poemas Meditaciones del pez austral (2020).
Textos suyos –críticos y de creación– han sido publicados en una veintena de medios y revistas especializadas de España e Hispanoamérica.
Ha impartido talleres de creación literaria en diversos espacios. Fue presidente de la Sección de Literatura y Teatro del Ateneo de La Laguna en el bienio 2017-2018 y director de la revista La salamandra ebria, ha ejercido labores de producción en distintos festivales de Canarias.
Una crítica escrita por Daniel Bernal con suma conciencia y dominio de la poesía de Antonio Arroyo. Realmente, Arroyo es un poeta que en cada libro parece reinventarse y buscar nuevos caminos para su labor expresiva. Brillante alusión a Sísifo: cuando cree haber logrado su cometido, se dispone a comenzar de nuevo a levantar su piedra de versos.