Desde la Revista Trasdemar presentamos un fragmento de la novela “Niñas en la casa vieja” (Letras Cubanas, 2019) cortesía de la autora Dazra Novak (La Habana, 1978) Escritora cubana, ha cultivado el cuento, la novela, el minicuento y la crónica. Entre sus libros de cuentos destacan Cuerpo Reservado (Editorial Letras Cubanas, 2008 – Premio Pinos Nuevos 2007), Cuerpo Público (Ediciones Unión, 2008 – Premio David y Premio Especial Cabeza de zanahoria 2007), Los despreciados (Ediciones Isla de Libros, 2019, Colombia); el libro de minicuentos Erótica (Cuadernos del Bongó Barcino, Barcelona, 2019); y las novelas Making of (Ediciones Unión, 2012 – Premio Uneac de novela Cirilo Villaverde 2011) y Niñas en la casa vieja (Letras Cubanas, 2019). Más de 400 textos y fotografías se encuentran disponibles en su blog “Habana por dentro” y puede accederse a su literatura en el blog “Cuerpo Público”
Niñas en la casa vieja (Fragmento)
(…) Por diversos motivos la llegada de Vera Borrás sería, en medio de esos días turbulentos, una brisa fresca, una presencia ante la cual todo cobraba vida. Así de poderosos eran su espontaneidad y sus gestos desenvueltos. Esa sonrisa hermosa que nos regalaba a todas por igual era ese egoísmo sano de quien, al parecer, es feliz con lo que tiene, aunque quepa todo dentro de una sola maleta. Nadie protestaba por la comida sin hacer; por el orine con que Tino manchaba las esquinas cuando Ana Manso olvidaba sacarlo; por el gallo que cantaba a cualquier hora al confundir el día con la noche y la noche con el día –gallo traumado, decía Lina Linet, como casi todo el mundo en este país–; por la gritería de la cotorra a la que, nadie sabía si Rosario Farrás o Zulema Restrejo, le habían enseñado a decir tortillera y lo decía tan alto que retumbaba por todos lados, a las ocho en punto de la mañana y otra vez en la tarde, como una visita puntual. Cuesta reconocerlo, pero lo cierto es que los logros profesionales, el poder adquisitivo, la elegancia, el intelecto, todo sucumbe ante la belleza fresca de la juventud. Con la llegada de Vera Borrás y sus saludables veinte todas fuimos, con mayor o menor intensidad, en silencio o a gritos, el profesor Aschenbach muriendo una lenta pero gozosa muerte en Venecia.
Era la suya una voz ahogada, para nada atractiva. Su pobre vocabulario quedaba hábilmente camuflado tras su gracia juvenil, clara ventaja que a nadie le pasaba desapercibida, ni siquiera a ella. Quien la mirara con atención durante unos instantes podría asegurar que a Vera Borrás le gustaba sentirse observada. Saberse joven era una de sus más valiosas posesiones.
–Nueva de paquete –bromeaba Rosario Farrás–, como lo fuimos todas alguna vez.
A Vera Borrás no le había quedado trauma alguno tras el divorcio con su familia. Ella simplemente disfrutaba de su sexualidad y de todo lo que la vida le pusiera en su camino. Se fumaba la vida hasta el cabo, como los cientos de cigarros que encendía, uno con otro, mientras trabajaba. Era una sospechosa combinación entre sentimental y práctica. Quizá, también, demasiado elemental.
–Puede que, después de todo, la libertad esté en la ignorancia –susurraba Rosita Aparicio escuchando a Vera Borrás asegurar, tras uno de esos raros programas televisivos de Taladrid sobre la vida en otros planetas, que los marcianos vendrían a buscarla a ella, pues había sido la única elegida –para los extraterrestres el tiempo no existe–, incluso, antes de nacer. Apenas si podía esperar el añorado momento de estar entre ellos para por fin alcanzar, gracias a trámites muy parecidos a los que hacen los cubanos para obtener el pasaporte español, la ciudadanía marciana. Una vez fuera del tiempo, esa extraña cosa tan sobrevalorada por los terrícolas, entonces iba a saber con seguridad si la gitana estaba en lo cierto cuando profetizaba que Lina Linet nunca se suicidaría y, el día en que reconociera su propio talento, irremediablemente comenzaría a tejerse delante de ella un futuro brillante; Rosita Aparicio debía abrir el corazón y las puertas de su cuarto –en realidad la gitana decía las piernas– cuanto antes, si no quería llegar a vieja con mucho dinero, pero sola; Ana Manso debía vivirlo todo bajo la máxima que me quiten lo baila´o, antes de que se le acabara el tiempo; Rosario Farrás corría el peligro de sucumbir a la peor de las muertes: la apatía, si seguía creyéndose que de verdad ya lo había visto y vivido todo sin haber puesto un pie fuera de este país, con lo grande que es el mundo; Zulema Restrejo nunca podría dejar atrás esa majadería innata de los niños bitongos, que se creen más de lo que realmente son; y yo terminaría aplastada por el peso de tantas mujeres que, al final, nunca agradecerían lo que estaba haciendo por ellas.
Y ello daba fe, detalle que pasé por alto en ese momento, de cuán al tanto estaba Vera Borrás de nuestras lecturas de cartas y manos, nuestros más guardados secretos, en suma, de nuestras respectivas vidas. Parecía estar siempre de tu lado de manera incondicional escuchando con los ojos muy abiertos, fijos, sin pestañear, para luego poner fin a nuestras discusiones y llantos con un abrazo tierno, con el cuerpo entregado de manera que una lo contaba todo como quien se desinhibe en el sofá del psicoanalista. Vera Borrás también dibujaba, acariciaba los animales, fregaba cuando nadie más quería hacerlo, malcriaba a Rosita Aparicio sin que esta se lo pidiera, cargaba las mercancías de Zulema Restrejo, y me esperaba despierta algunas madrugadas usando unos shorcitos cortos, camisetas sin ajustadores sugiriendo la firmeza de sus senos, la tensión de los pezones cuando se colaba alguna brisa caprichosa mientras yo, batallando contra el sueño, la escuchaba hablar de la incidencia correcta de la luz, el efectismo del blanco y negro, la velocidad de obturación. Se sentía tan bien tenerla en casa que ignoré a la gitana cuando advirtió en las manos de Vera Borrás algo sumamente raro: contrario al resto de nosotras, tenía dibujadas en sus palmas dos líneas de la vida.
–Esta tiene doble cara… –dijo con genuina preocupación La gitana– doble personalidad.
Y mucha razón tenía, porque detrás de Vera Borrás entró, por primera vez desde que vivíamos juntas, una recua de hombres que desfilaban hasta su cuarto y allí permanecían, durante largas sesiones, dejando fotografiar su virilidad hasta altas horas de la noche. A veces, hasta el otro día. Nadie se oponía a sus pretensiones de ser una Mapplethorpe, por el contrario, todas nos esforzábamos por mirar con ojos artísticos aquellos penes dormidos, erectos, blancos y negros, rasurados, circuncidados o no, que nos mostraba en amplios catálogos y que contribuyeron indirectamente a silenciar a los vecinos y alejar a los inspectores de salud pública al menos por un tiempo. Fuimos capaces de comprarle, ya que nos era imposible tener un ejemplar vivo en casa como tenía su gurú, un gorila de peluche que ocupaba las tres cuartas partes de la cama y al que dormía tan tiernamente abrazada que, quien la mirara sin conocerla, se creía su inocencia.
Rosita Aparicio le reprochaba constantemente, cuestionando en voz alta si no tendría un bajo coeficiente de inteligencia, la resistencia que Vera Borrás le ofrecía a los estudios y a los libros. Y con esto provocaba que la mirada de la otra fuera atravesada por una neblina gris, violenta, casi animal. A Vera Borrás le habían herido su indiscutible talento, algo que demoraríamos en comprender cuán imperdonable le resultaba. Pero en lugar de declararse ofendida, como a la claras se sentía, se mostraba solícita para con la otra. Se ofrecía a pintarle las paredes del cuarto, cocinarle algún plato exótico, cobrarle alguna de las comisiones que Rosita Aparicio ganaba en los restaurantes y alojamientos clandestinos. Le regalaba una caja de inciensos, una enorme vela perfumada o la invitaba a la exposición de uno de sus amigos artistas, donde hacía su entrada teatralmente y saludaba a importantes personalidades de la cultura demostrándole que era ampliamente conocida entre la farándula. Le aseguraba no tener necesidad de ser saludada por el micrófono porque a ella, Vera Borrás, un famoso trovador ya le había dedicado uno de sus temas. El susodicho había quedado muy impresionado con su persona al punto de que su rostro se le reflejaba en cada rincón de la ciudad, y hasta en los charcos de la acera. Tras lo cual Rosita Aparicio la aceptó sin más resistencias, sin hacerle otra crítica, sin tratar de que leyera, por lo menos, ese breve y tierno libro de Saint Exupéry, El principito. Juntas se iban a tomar cervezas importadas. Vera Borrás la acompañaba en los recorridos con sus clientes y, de paso, tiraba cientos de fotos a la ciudad para luego editarlas entre las dos. Hasta que el esfuerzo se vio recompensado:
–Es toda una artista –aseguraba Rosita Aparicio con aires conformes, acomodados en el mecenazgo–, un verdadero talento en bruto que aún no ha encontrado su camino.
Hasta que Vera Borrás, una de esas noches en que editaban fotos en el cuarto de la primera –y que segundos antes había sido debidamente perfumado–, sobrevaloró el terreno ganado e intentó besarla. Rosita Aparicio dio un respingo. No supo si sentirse halagada o víctima de una burda estratagema. Se preguntó si realmente le atraía la muchacha, y se respondió que sí. Vera Borrás, además de ser joven y atractiva, olía deliciosamente bien. Se preguntó si le gustaba lo suficiente como para romper la promesa que se había hecho a sí misma después del rechazo sufrido con Ana Manso, de no aceptar relación carnal –aunque había una pequeña cláusula que apoyaba la relación platónica– con mujer alguna que viviera bajo este mismo techo, y se respondió que no, al ser Rosita Aparicio el tipo de persona que, además de no mirar para atrás cuando echa a andar, no pierde tan fácilmente el control y cumple las promesas que se hace a sí misma.
–Lo que mucha gente olvida es que las lesbianas siguen teniendo ovarios, nunca dejarán de ser lo que son: mujeres –alcancé a escuchar que decía Lina Linet en la cocina aquel día al ver salir a dos de los modelos luego de una sesión de fotos que había durado más de lo normal. Y me extrañó, más que reconocer que hablaban de Vera Borrás, notar cierto despecho en la voz de Rosario Farrás cuando la llamaba, una y otra vez, Perra Voraz, por las incursiones que desde su llegada se habían sucedido en los cuartos de las otras. Según ella Vera Borrás tenía por práctica común irrumpir en sus habitaciones a la hora en punto del crepúsculo, cuando la luz del sol cae, rojiza y horizontal, sobre los edificios de la Habana. Cuando esa luz mortecina entra por las ventanas y se reparte sobre los adornos y los muebles y entra por los huecos de la nariz hasta los mismísimos huesos. Ese momento en que las amas de casa cocinan, porque no les queda de otra, y meten a los hijos a empellones dentro de la ducha y a las casas les gana ese tono triste de desesperanza, modorra que hasta a la cotorra parecía mortificar y se quedaba muy quieta dentro de su jaula, sin decir ninguna grosería, con los ojos a media asta. Cada una de nosotras se encerraba en su respectiva habitación a esperar que pasara, con una pesadez en el ánimo que nadie sabría explicar ni despejar, la hora ausente –así le llamábamos. Triste momento, ávido de compañía, que Vera Borrás aprovechaba para hacer una donación desinteresada de su agraciada presencia, y tocaba a alguna puerta elegida al azar. Hecho que negué frenéticamente, hasta aquella tarde en que tocó la mía.
–¿Qué haces? –preguntó, entrando con el desenfado de costumbre, mientras se quejaba de una repentina contractura en la espalda. Tendió su humanidad sobre mi cama y me pidió, con ojos opacos de quien anda pensando otra cosa, un masaje. Par de minutos después Vera Borrás estaba desnuda de la cintura para arriba y mis manos extendían una generosa capa de crema sobre su espalda. Me dejó descolocada lo inesperado de su irrupción. Molesta, por demás, ante el hecho de que los comentarios de Lina Linet y Rosario Farrás cobraban sentido y, tanto peor, estaban a un paso –mi paso– de ser ciertos. Cuando por fin cayó la noche le dejé mi cuarto para ella sola y, completamente trastornada, me fui a caminar por la ciudad. Me lancé a uno de mis recorridos random tomando la primera calle que me apetecía, doblando en la siguiente, avanzando sin pensar, desafiando la noche sin preocuparme, sin tratar de entender. De este modo, llegué hasta las cuatro esquinas de 23 y 12 a esa hora en que apenas hay tráfico y la ciudad muere bajo la inacción que no debería padecer una urbe como La Habana. Una esquina como esa donde hay bares y pizzerías y cines, pero apenas alcanzan a ser, apenas les permiten ser, lugares de mala muerte. Intenté concentrarme en eso, hurgando en el porqué de semejante decadencia, luchando por no evocar esa parte del cuerpo de Vera Borrás que siempre me atrae de las mujeres. El mismo teta veleta que sentía Passolini al admirar en los hombres la concavidad que con una leve flexión de la pierna se forma detrás de la rodilla. Detonante erótico que, en mi caso, corresponde a la combinación del maxilar y esa zona del cuello bajo la oreja. Hermosa composición tan admirable en el gesto, común a todas las mujeres, de recogerse el cabello para dejar al descubierto esa zona a fin de disminuir los efectos del calor, antes del baño, o simplemente en esos momentos íntimos en que una no necesita agradarle a nadie y se permite ser porque sí, tal y como la naturaleza nos hizo. Si algo poseían por igual todas las mujeres que vivían en mi casa era la gracia y belleza de esa parte del cuerpo que yo les admiraba en silencio, sin confesarle a ninguna de ellas la debilidad que sentía por esas zonas tan delineadas, con diferencias que pasarían desapercibidas a los ojos de la mayoría. A Ana Manso, por ejemplo, le nacía una fina pelusilla rubia que corría por el maxilar hacia atrás hasta perderse tras su pequeña oreja. Después de cada jornada de gimnasio, esa zona lucía oscura por el esfuerzo y el sudor. El de Rosita Aparicio era poco pronunciado, pero su delicioso cuello largo armonizaba con ese gesto, tan típico de ella, al ladear la cabeza si alguien llamaba su atención. Evento poco frecuente al escasear las mujeres dignas de entrar en su rígida clasificación y eso aumentaba mi interés, mis ánimos de presenciarlo. Lina Linet poseía, como si también ese rincón de su cuerpo mostrara su predisposición natural hacia el arte, rasgos cubistas. Es cierto que se le veía un poco descarnado, huesudo, por su complexión delgada, pero no era menos bello que el de las demás. Cuando estaba muy concentrada dibujando su mentón se le hundía en el cuello y entonces se le marcaba un poco más, aumentaba el volumen. Yo misma me había regalado la mejor de las fotografías, una diapositiva donde se veía el gesto de Rosario Farrás cierto día en que, recostada en una tumbona a la orilla del mar, reía a carcajadas tapándose la boca con la mano, dejando al descubierto el músculo de su cuello, tensado para facilitar el movimiento de la cabeza hacia atrás. En ese segundo congelado Rosario Farrás mostraba una sensualidad de la que nadie imaginaría fuera capaz al verla moverse con sus grandes zancadas de una mujer, torpe por naturaleza, que intenta ser delicada, pero se le nota demasiado el esfuerzo. Zulema Restrejo era la que más fragilidad mostraba en ese rincón de su anatomía. Una transparencia como de salamandra que dejaba ver sus venas azules corriendo bajo la piel, albura propia de los europeos que no acostumbran a tomar el sol y la piel les conserva una textura bien hidratada, nívea, saludable. Aunque, eso sí, miraba por encima del hombro como hacen siempre, no pueden evitarlo por más que lo intenten, los que han nacido en cuna de oro. Llegado a ese punto intenté en vano no pensar en el de Vera Borrás, por mucho, el mejor de todos. Fuerte, muy marcado, una mandíbula casi cuadrada y sin embargo, extrañamente femenina. Besable zona de su cuerpo que reunía la gracia de todas las demás.
Después de esa noche ya me fue imposible ignorar aquella imagen suya boca abajo, mi teta veleta conviviendo con su rostro de ojos cerrados, ladeado en dirección a mí con toda intención. Fue imposible evitar que Vera Borrás me siguiera a todas partes, que mis ojos no tropezaran con su grácil manera de andar copando todos los espacios de la casa. Adónde único no podían entrar era a aquel cuarto que se mantenía bajo llave, donde ni siquiera yo había estado nunca. Al que todavía me demoraría en entrar. (…)
“Niñas en la casa vieja” (Letras Cubanas, 2019)
Enlaces a los blogs de la autora: www.habanapordentro.wordpress.com y www.cuerpopublico.wordpress.com