Presentamos en la Revista Trasdemar una muestra literaria de la autora Margarita Sánchez-Gallinal (Santiago de Cuba) perteneciente a su novela “Madera antigua” (2015) publicada por la Secretaría de Cultura del Estado de México
Primero fue el polvo. Ligero, tímido, casi con pena; una fina llovizna perfilando los contornos de las lágrimas de cristal de la lámpara del techo, velando la cenefa de los frisos, haciendo menos leve las cortinas. Después, dueño absoluto, seguro de que nada lo detendría, se posesionó de todo y cegó los ojos de los jaguares y llenó sus fauces abiertas que ya nunca harían desmayar a nadie.
MARGARITA SÁNCHEZ-GALLINAL
Gúdula está afligida. Tan afligida como el día en que se percató de que Rafael no regresaría y el silencio y la soledad la fueron trastornando. Al principio fue sólo un murmullo, como si rezara. Cortaba los nomeolvides para esparcirlos por la casa o se atrincheraba en la cocina a hornear pasteles que nadie comía, ni siquiera ella y, murmurando siempre, salía a recoger gatos y perros callejeros para poblar el patio grande, pero los animales escapaban huyendo de aquel susurro perenne que tomaba fuerza según avanzaban las horas. El día que dejó de murmurar abrió el armario de Amalia y se puso, uno a uno, todos los vestidos de su madre. Desde entonces, Gúdula adoptó la manía de poner todos los relojes en las cinco de la tarde y, sentada al piano, vestida como Amalia, intentaba sacar alguna extraviada melodía mientras sorbía con fruición una copa de Lágrima Christi el Baturro jugando a esperar a Ricardo. Cuando los vestidos se agotaron, los incineró en el patio grande, cerró la casa herméticamente y comenzó a desandarla envuelta en velos, los ojos delineados con el negro polvo de Turquía y el pelo sin brillo suelto en cascadas grises sobre la espalda ligeramente encorvada y cuajada de lunares que ella nunca se había visto. A veces se desnudaba frente a los espejos y hurgaba en su cuerpo fláccido, rastros de una belleza siempre estéril a fuerza de reprimir los ímpetus de la carne.
El azogue le devuelve a un Ricardo desnudo que la llama insinuante. La lengua de Gúdula recorre la piel salada, se enreda en los vellos del hombre, entra en su boca. Ricardo la muerde, le toca el sexo húmedo, caliente; su sexo late angustiosamente y ella abre las piernas buscando el sosiego que le falta. Honoria y Hambaru también están desnudos, la miran intrigados y el rumano comienza a tocar el Kemanchá. La melodía suave y quejumbrosa excita más a Gúdula. Ricardo la sigue hurgando, lame su vientre, sabe que espera ansiosa y la tortura, llega a su centro, lo besa, lo muerde y ella siente que va a morir. Su cuerpo reclama ser sometido, se ofrece dócil, sin otra voluntad que la entrega. Ricardo se le encima, ella prepara su sexo para recibirlo, se abre plena, pero no es Ricardo sino Antonio, y Gúdula despierta espantada. Se siente sucia y culpable porque el rostro de su padre perdura joven en su memoria. La solterona mira con estupor su mano salpicada de pecas, los nudillos inflamados, artríticos; la recuerda en su sexo, sus muslos están húmedos y siente un profundo asco de sí misma. Descubrirse débil la encoleriza y abre la ducha en un afán de que el agua limpie la mugre que el sándalo ha volcado sobre ella.
De nada sirvió que reactivara las bolsitas de vetiver. Cada noche la pesadilla regresaba y Gúdula se llenó de una culpa sin consuelo. La reiterada aparición de Antonio en sus sueños eróticos le fue devolviendo los años en que su padre habitaba la casa y ella jugaba a ser mujer. Lo esperaba para cenar, después de dormir a Honoria, con el agua del baño bien caliente y las toallas suaves, recién lavadas, oliendo a sol. Imitaba a su madre sin percatarse de la mirada intranquila de Antonio que, sin proferir palabra, recogía el sombrero y se iba otra vez. Ella lo esperaba viendo cómo las horas rozaban la ventana, luchando contra el sueño, hasta que despertaba en brazos del padre que la trasladaba a su habitación. Gúdula se apretaba a su pecho, sintiéndose al fin niña, y dejaba que el sueño le cerrara definitivamente los ojos haciéndole olvidar su orfandad. Pero la obsesión por suplir a la madre crecía en ella enfermizamente, asustando a Antonio que no pudo soportar verla con un traje de Amalia el día en que Honoria cumplió los cinco años.
Gúdula, mejor que nadie, sabía que su origen y el de Honoria no fue consecuencia del mesurado ayuntamiento de la pareja que necesita descendencia para sobrevivir. El sándalo rigió la vida de la casa hasta que Amalia murió y persistió en el aire como persiste un recuerdo y fue lo que, definitivamente, obligó a Antonio Vidaurreta a marcharse huyendo del aroma que le robaba el sosiego. Por eso ella odiaba ese olor infiel y pecaminoso que traicionó a su madre, que alejó para siempre a su padre y la confinó a ella a una soledad sin fondo. Fue inútil que lo acorralara en la habitación de Honoria. El sándalo siempre atravesó las paredes para esparcir su influjo porque el sándalo también era su estigma. Su sensualidad contenida hizo más amargas sus lágrimas, el insomnio torturante le envejeció la sangre y le espesó el ánimo, la razón voló por derroteros insospechados y ya no esperó nada de nadie, ni siquiera de Dios. Tanta soledad sumergió a la solterona en una tristeza que provenía de ella misma, resquebrajando el rencor que durante años la había sostenido. Fue entonces cuando decidió suprimirse.
Cuando estuvo lista comenzó a lavar la casa para no dejar rastro ni olor alguno. Abrió todas las llaves y dejó que el agua arrasara con el odio, la impudicia, los presagios, la perversidad y el infortunio. Pero mantuvo cerrada la puerta del cuarto de Honoria y el agua pasó de largo. Convencida de que nada valía la pena, Gúdula tomó un baño minucioso, se vistió de negro y mandó por el fotógrafo para que le hiciera el retrato. Después, se sentó por última vez frente a la ventana y nunca más se fue de la sala.
Abandonar la casa, cualquier casa, es algo trágico; es como morir sin estar muerto. Por eso, cuando Alba fijó sus ojos en mí, con su manera de decir las cosas sin hablar, supe que se iba para siempre. Lo intuí la tarde en que Mario no volvió. Alba lo esperó con la paciencia con que aguardaba las cartas de Raymundo pero cuando el tiempo pasó y no hubo noticias, decidió buscar su huella. El sonido de la puerta, el último, fue un sonido que no dejó ecos. Ni un rayo de luz, ni el ligero gotear del agua, indicador de vida, quedó enredado en los pliegues del silencio que embargó todo. La sangre de la casa se fue helando y el tiempo se detuvo para luego comenzar a fluir con otro ritmo; ritmo de soledad, de casa sepultada en el olvido.
Primero fue el polvo. Ligero, tímido, casi con pena; una fina llovizna perfilando los contornos de las lágrimas de cristal de la lámpara del techo, velando la cenefa de los frisos, haciendo menos leve las cortinas. Después, dueño absoluto, seguro de que nada lo detendría, se posesionó de todo y cegó los ojos de los jaguares y llenó sus fauces abiertas que ya nunca harían desmayar a nadie.
El juguetero perdió su fragilidad de mueble fino y torneado. Las infinitas figuras empezaron a tender puentes y acortaron distancias a través de los hilos que una invasión de arañas comenzó a tejer, paciente, laboriosamente, a sabiendas de que ya no habría plumeros inoportunos que rompieran la meticulosa filigrana de sus telas. El elefante de ónix quedó unido al Buda de jade. El ánfora griega, arrepentida del vino y los amores, se convirtió en una vestal del fuego del olvido y se alió a la botella de Órgiva, negra y de cuello fino. El caballero andante, de escudo y armadura, detuvo su largo peregrinar por tierras de quimeras para desposar a su dama, un torso de mármol, blanco como la piel de Venus. El cofre de bronce, tan pequeño que apenas atesora el primer diente, como grano de arroz, de Alba, se hizo uno con el dedal de alpaca y nácar, que Clotilde olvidó allí para siempre. La minúscula Dombra quedó atada fuertemente a su estuche, cansada de pulsar su nostalgia por las noches frías de Alma Atá. El múrex, tan fósil que en sus estrías puede leerse el origen de los océanos, ya no disputaba su preponderancia a la caracola, redonda y femenina como fértil vientre de mujer, porque ahora eran un solo cuerpo que reproducía viejos ecos marinos. El colmillo de jabalí abisinio, lo último que Antonio envió de regalo a sus hijas en su larga travesía por el mundo, semejaba un cuerno de la abundancia, preñado como quedó por la tela de araña que fue arropando al polvo para hacerse menos sutil e incorpórea. El juguetero, poco a poco, se fue transformando en una crisálida que atesoraba en su interior la imprecisión de los recuerdos.
El único sonido que llegaba desde la calle era el de la lluvia, densa y rápida en verano, fina y monótona, en otoño, como si la casa se hubiera vuelto sorda a cualquier eco que no fuera el de su propia destrucción. El ruido cadencioso de la lluvia adormecía el reptar solapado del deterioro que removía los mosaicos del piso y abría fisuras, como ríos secos que no van a sitio alguno. La casa era una desconocida, con su silencio de abandono, tan diferente al silencio de hogar.
Después vino la humedad que resquebrajó las paredes y retorció las maderas en un desconcierto de sonidos nuevos. Sonidos que antes nadie había percibido fueron tomando fuerza y otra vida, surgida de la ruina, comenzó a emerger. Los muebles rompían su letargo, crujiendo en tonos agudos y bajos, dando inicio a una sinfonía de cola reseca por el desuso. El adobe se cubrió de un moho verdegrismarrón que lo llenó de hongos, dándole a las paredes una textura irregular y espesa.
Más tarde, una avalancha de alimañas invadió la casa dando inicio a un continuo y minucioso roer de la memoria. Algunas maderas fueron vencidas por el comején que las socavó, insaciable, convirtiéndolas, sin piedad, en arena vegetal. Las polillas destruyeron la colección de revistas La Familia y devoraron los hermosos libros de Mario. Ni siquiera respetaron los cuarenta y seis tomos de Historia Universal, de Guillermo Oncken, encuadernados en piel fileteada en oro, que Alba le regalara a Mario en su primer aniversario de bodas, y carcomieron la casa de Cornelio Rufo, en Pompeya, cercenaron aún más la Venus de Milo, abrieron surcos en el Monte Sinaí y canales que bifurcaron el cauce del Río Jordán, en una paciente labor depredadora a la que nada escapó, como no pudo escapar de la traza la lencería ni las dieciocho sobrecamas de la desesperación de Gúdula. El azogue de las tres lunas del cuarto del herido, antes de Honoria, se desprendió dejando oscuras manchas como lunares negros y malsanos y, desde el interior de la tierra, surgió violenta una zarza que dio el último jaque mate en el tablero de ajedrez del piso.
El mantón de Manila que cubría el piano se fue deshaciendo en jirones y el piano mismo empezó a escupir las teclas de ébano y marfil, como un viejo decrépito, quebrantado por el escorbuto. El arcón resistió, pero en su interior las hordas de cucarachas y ratones arrasaron las etiquetas de las botellas de Lágrima Christi el Baturro y el sultán de los cigarrillos Murad fue vencido por la herrumbre. Nada pudieron los galgos ni las cabezas de lince que lo escoltaban; ellos también se desmoronaron, al igual que el collar de semillas que trajera en su cuello el herido. El pueril gallo de porcelana y los botones de nácar sobrevivieron junto a las botellas vacías de licor y quedaron sobre el fino polvillo negro que cubrió el fondo del arcón, como testigos involuntarios de un ritual funerario.
La casa olía a recuerdo remoto, a familia sin retorno, a pasado, y empezó a vivir de sus desechos, alimentándose de su exterminio para engendrar otra existencia cuya vitalidad busca en su propia muerte. Las hormigas formaron hileras entre la sala y la cocina, en un interminable trasiego de hojas secas, alas de cucarachas, arañas y moscas muertas; despojos de una vida que existía y que moría de la misma manera depredadora. Las salamandras se adueñaron de la maceta que una vez dio vida al helecho de Gúdula para poner sus huevos, pequeños y transparentes como ellas mismas. La maleza se extiende por los dos patios y empuja la desvencijada puerta de la cocina, cuyos postigos chirrían con un quejido herrumbroso cuando la lluvia y el viento la azotan, repta por las paredes exteriores y entra por sus fisuras, abriendo brechas cada vez más grandes por donde se filtra la claridad y penetran mariposas, saltamontes, algún grillo extraviado y pájaros pequeños que anidan dentro de la casa.
Los pájaros fueron la única alegría en mucho tiempo. Revoloteaban a ras del techo, se enredaban en los despojos de las cortinas y terminaban por desprenderlos dejándolos a merced de las ratas que tienen sus crías dentro del horno inservible y en la alacena, en la que aún persisten restos de harina, azúcar y manteca. Los pájaros iban y venían por toda la casa alborotando el polvo, intimidando a las arañas, aquietando el perseverante roer de las alimañas cuando, en su algarabía, volaban de un mueble a otro, o desandaban con sus pasos cortos y ridículos, espantando el tenebroso abandono de una vida engendrada en la ruina y los desechos. Algunos pájaros no regresaban, otros sí, pero, finalmente, todos se fueron. La casa movía sombras y reproducía ecos de la familia perdida para ahuyentar su soledad de tumba.
Todo fue vencido. Todo, menos el retrato. Gúdula fue lo único que el deterioro respetó. Y siguió allí, en su rincón de la pared, nítida por el rayo de luz que, a través del hueco en el tejado, llegaba hasta ella, impávida ante la destrucción que la rodeaba, que le ponía cerco sin decidirse a atacar, aguardando a que cerrara los ojos para invadir. Pero los ojos de Gúdula permanecieron fijos en la puerta, esperando.
Margarita Sánchez-Gallinal (Santiago de Cuba) Narradora, poeta y periodista. Su novela Gloria Isla, finalista del Concurso Café Gijón, 1998, ha sido publicada en Cuba y en México. Forma parte de la Antología de narradoras cubanas, editada en México y Argentina. Su poemario Paisaje doméstico integra la colección La hoja murmurante, de la Editorial La tinta del alcatraz, de Estado de México. Ha publicado en diversas revistas culturales de Cuba, México, Chile, España y Venezuela. Su segunda novela, Madera Antigua ha sido editada por la Editorial de la Secretaría de Cultura del Estado de México.