Desde la Revista Trasdemar presentamos la nueva colaboración del Dr. John Sinnigen, profesor emérito de español y de comunicación intercultural de la Universidad de Maryland, Estados Unidos. Autor de reconocida trayectoria por su labor investigadora en torno a la figura de Benito Pérez Galdós, fue galardonado con la distinción “Galdosiano de Honor (2022)” en Las Palmas de Gran Canaria. Es autor de libros de referencia sobre la recepción de Galdós en México, como los títulos “Benito Pérez Galdós en el cine mexicano. Literatura y cine“, “Sexo y política. Lecturas galdosianas” o “Benito Pérez Galdós en la prensa mexicana de su tiempo“. Participa en el taller de creación literaria dirigido por Rodolfo Pineda, director de teatro en Puebla, México. Compartimos en Trasdemar un nuevo cuento suyo, titulado “Llévame al río” con el conocido pseudónimo “De Green Go” en nuestra sección “Telémaco” de literatura contemporánea en español
¡Ay de mí!, Llorona, Llorona,
Llorona llévame al río,
¡Ay de mí!, Llorona, Llorona,
Llorona llévame al río,
Al río, al río, llévame al río, gemía.
Se había ido su madre al norte, cruzando el río fronterizo hace tiempo con su hermano mayor Emiliano, el preferido.
Tenía dieciséis años. Malvivía en Iguala, Guerrero, la cuna de la bandera, el lugar donde se exhibe la enseña más grande del país. En la escuela predicaban que los muchachos debían tener orgullo de ser de ese sitio, que eran la esencia de la mexicanidad, el verde de la esperanza, el blanco de la unidad, el rojo de la sangre.
¡Chingadas mentiras!, pensó Mariana. Si así fuese, entonces la famosa mexicanidad no era otra cosa que el deseo de ir al norte, de llegar al otro lado donde abundaban billetes verdes, la verdadera esperanza. Ella no conocía a nadie que no tuviese familiares al otro lado y que no deseara ir allá. Algunos adoraban a sus parientes agringados porque ellos enviaban lana, lana cada mes, regalos en navidad, pagaban las fiestas de los quince años y en sus visitas invitaban a todo mundo con sus dólares. Su madre no era una de ellas o, por lo menos, Mariana nunca vio ese dinero y no celebró sus quince años.
Allí, al norte, su madre ya había comenzado otra familia, otros dos hijos. Gastaría sus dólares en ellos.
Juana, su madre, apenas la recordaba.
Las conversaciones telefónicas eran monótonas, siempre iguales.
–¿Cuándo vas a regresar mami?
–Pronto mijita, tú sabes que no puedo vivir sin ti. Pórtate bien. Si no, te puede agarrar la Llorona, y eso no lo queremos. Y lo mismo en cada WhatsApp: tú sabes que no puedo vivir sin ti. Pórtate bien. Si no, te puede agarrar la Llorona. Así año tras año. Mientras tanto, aquí se pudría con su tía Thelma y sus dos hijos.
Mucho mejor estuvo al principio con los abuelos. Los abuelos la adoraban, vivían y se desvivían por ella. La esperaban cada día después de la escuela, la halagaban, le decían lo orgullosos que estaban con sus excelentes calificaciones, que iba a llegar lejos. Su abuelita hacía deliciosos tacos y el mejor pozole verde del estado. Con su abuelito jugó al fútbol, ¡quería ser profesional! Fue una niña feliz con un futuro que prometía. Gracias a su cariño, con ellos no temía a la Llorona.
Pero se murieron los abuelitos en un accidente de coche un quince de septiembre. Mariana quedó devastada. Gritó y lloró dos días seguidos.
Mamá llamó para consolarla, que regresaba pronto a llevarla con ella, que de momento estaría bien con la tía Thelma. Que se portara bien, que no quería que la llevara la Llorona.
La tía Thelma era la hermana menor de Juana. Vivía también en Iguala. Madre soltera, ella también había ido al otro lado en su momento, también había buscado un mejor futuro entre los billetes verdes. Luego, luego se metió en malas compañías, estuvo con un narco, la detuvieron y la deportaron. Otro sueño hecho trizas, otra vuelta a la tierra marrón de Iguala, el mismo color de la piel de sus habitantes.
Creía que su tía le tenía una tirria especial porque su mamá aún estaba al otro lado, su sueño no se había desvanecido todavía. Sabía que mamá le mandaba dinero, dinero que ella no veía. Apenas tenía para comer, nunca estrenaba ropa, sufría sus dolencias sin ver a un médico. “No, Mariana, eso cuesta dinero, dinero que no tenemos”.
Y su padre. Como si no existiera. Según Juana él era un apuesto galán que trabajaba con ella en la tienda. Era su supervisor. Casado él. Prometió que dejaría a su esposa. En la cantina lo estimaban mucho, y ahí soltó buenos centavos.
Nacer Mariana y desaparecer ese hombre fue todo uno. Le pasó lo mismo con el padre de Emiliano. Se enamoraba de un hombre, se embarazaba, y si te he visto no me acuerdo.
Lo único bueno que tenía la muchacha era la escuela. Sacaba puros sobresalientes y sus maestras decían que era una excelente escritora. ¡Le encantaba escribir! Eso y el fut.
Pero un día la tía Thelma decidió que no había fondos para libros, matrículas e inscripciones. Fin de la escuela.
En la colonia había unos pandilleros que la seguían y perseguían todos los días, que si iba con ellos tendría dinero, joyas, ropa elegante, todo lo que deseaba. Y si no, podía sufrir una desgracia. Se asustaba cada vez que tenía que salir a la calle. La atosigaban. Según su tía, lo mejor que podía hacer era juntarse con ellos, que así estaría bien y podría contribuir a los gastos de la casa.
Un día dos de ellos la arrinconaron, le agarraron la pucha, uno le dio un asqueroso beso en los labios, le mordió, le pegó.
–Si no te juntas con nosotros, allá tú. Esto no es más que una muestra. ¿Sabes qué le pasó a Hilda? Hilda, su amiga de la escuela que había desaparecido el mes pasado.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Habría que ir en busca de otro futuro entre los billetes verdes al lado de su madre.
Sabía que su primo Ramón se iba pal norte. Temblorosa, le envió un texto. Le preguntó cuánto dinero tenía. Sabía que tía Thelma guardaba sus centavitos en un cajón. Cinco mil pesos. Eso no es nada. Le haría una bonita compañía insinuó.
–Búscame mañana a la salida de la escuela.
Con una sola muda de ropa se fue con él. En las afueras de Iguala se encontraron con un chingo de jóvenes que emprendían el viaje hacia la tierra que nadie les había prometido. A Ramón le dio los cinco mil pesos y su virginidad. Dolió, pero no tanto como había temido.
Viajaron en camión, hicieron dedo, caminaron y por fin llegaron al río.
Para cruzar Ramón tuvo que echar otra lana porque el cruce era complicado debido a los alambres que había mandado poner el gobernador de Texas. Ella se la tuvo que mamar y tragar la leche, ¡un asco!
Era tormentosa la noche. En medio del río revuelto Mariana sucumbió ante la fuerza de la lluvia y el viento. Perdió de vista a Ramón. Le entró un terror; se ahogaba, vio a una mujer hermosa, mayor, esbelta, de tez blanca, con los brazos descarnados que le hacía señas que la abrazase.
De repente un desconocido a su lado se percató del riesgo que corría y la agarró del brazo.
–Voy a regresar con vos.
Dieron la vuelta y volvieron a la orilla mexicana. “¡Me salvé! Exclamó. Gracias a este generoso salvadoreño, tendrá que esperar a la próxima la pinche vieja esa”.
Le dio las gracias a su nuevo amigo, Javier, y se acostó con él. En fin, había agarrado la costumbre y el gustito al asunto.
El próximo día cruzaron sin problema. Resultó que el Río Bravo no lo era tanto.
Buscaron en seguida un puesto de la Guardia Fronteriza. Ya sabía el rollo. Te entregas, nada de esconderse, dices que temes regresar a tu país de origen, que vas a pedir asilo. Te permiten una llamada.
–Hola mamá.
–Hola mijita. ¿Dónde estás?
–En Brownsville, Texas. En cuanto pueda voy contigo a San Antonio.
–¿Cómo es posible que hayas venido así, sin avisar siquiera?
–Ni modo. No podía estar más en la casa de esa bruja. Además, unos desgraciados querían meterme en la pandilla. Fue horrible, temía por mi vida—comentó entre sollozos.
–‘Ta bien mijita. Déjame pensar y vemos cómo le hacemos.
. . .
La metieron en un galpón enorme donde hacía un frío espantoso con un fino nailon como único cobertor. La acompañaba una multitud andrajosa, hambrienta, sedienta. Todos temblaban, tanto del frío como del susto. Se les castañeteaban los dientes. Estaba tan mal que extrañaba la casa de la tía Thelma.
Debido al miedo y al frío el primer día no habló con nadie. Conforme se tranquilizaba se puso tímidamente a conversar bajito con una compañera, Clara, hondureña ella, luego con otra, Ashley, guatemalteca. Supo que el sitio se llamaba la hielera y que iba a estar allí unos días. Las otras eran centroamericanas y mexicanas más alguna colombiana. Al menos todas hablaban español y tenían la tez oscura como ella. Así sintió algo de calor humano, a pesar del tremendo frío que hacía.
Por fin la sacaron de ese infierno invernal y la cambiaron a una especie de gran jaula, con otras muchas personas, rodeadas de alambre. La perrera, le dijeron. De la hielera a la perrera. Eso sí, estaba con muchas personas que se hallaban en situaciones parecidas: hambre, sed, violaciones, desapariciones. Todos tenían grandes deseos de salir de ahí, de comenzar una nueva vida. Estaban ahí porque no había de otra, tenían que huir de situaciones peligrosas y se aferraban a la esperanza de conseguir asilo en el coloso del norte.
Un día la llevaron a una gran tienda de campaña donde le hicieron varias preguntas sobre su vida. Cuando contó las amenazas de los pandilleros apuntaron con atención. El próximo día la soltaron.
Al salir de la perrera topó con unos representantes de las Caridades Católicas. Ellos le indicaron cómo llegar a San Antonio y le compraron el boleto de autobús. También la ayudaron a llamar a su madre para decirle cuándo iba a llegar.
–´Ta bien, mijita, Emiliano te buscará.
Estuvo tan inquieta que nunca bajó del Greyhound durante las seis horas del viaje. Al llegar a San Antonio no vio ninguna cara parecida entre los muchos compatriotas reunidos en la terminal. Quería llamar a su madre, pero no encontró un teléfono público y no supo preguntar.
A esperar. Después de lo que le pareció una eternidad, vio la cara de su hermano Emiliano.
–Hermanita, ¡qué gusto verte!, —dijo Emiliano al abrazarla.
No fue tan convincente la acogida. El abrazo se sintió tibio, las palabras forzadas.
Menos sincera aun fue la actitud de Juana.
–Qué bueno tenerte aquí mijita. Tendremos que buscarte
una chamba– mientras le dio un besito.
Sus medios hermanos ni siquiera la saludaron.
Su nuevo padrastro, en cambio, sonrió y dijo que le encantaba
conocerla, que qué bueno que pudiera llegar bien después de ese viaje que él sabía era complicado, que era muy bueno tener toda la familia reunida bajo un solo techo.
“A ver si mamá por fin ha encontrado a un hombre digno”, pensó.
Puesto que el apartamento era chico tuvo que dormir en el sofá. En comparación con la hielera y la perrera, el sofá le pareció una cama de lujo.
. . .
El primer día acudió a la escuela con su hermanastra Claudia. Ahí había muchos hispanoparlantes que se parecían a ella y su compañía fue reconfortante. La colocaron en noveno grado, primero de la secundaria, debido a su deficiencia en lengua inglesa. No obstante, su clase favorita fue precisamente el inglés. Aunque no sabía casi nada, solo dos añitos había estudiado en Iguala, le fascinó y prosperó. Empezó a escribir un diario en español e inglés porque quería avanzar rápido. En el diario recontó sus últimas experiencias y sus grandes esperanzas de prosperar en su nueva vida al lado de su madre. Pensaba en escribir sus memorias para ayudar a otras migrantes. Sabía que tomaría tiempo, pero le hacía ilusión y definitivamente no quería regresar a Iguala, a la casa de la tía Thelma.
En las otras clases sacó malas notas porque, sencillamente, no entendía. Así al llegar al final del año escolar en junio, solo aprobó inglés. No podía ir a la escuela de verano porque estaba en la obligación de ganar dinero, igual que los demás miembros de la familia. En eso tuvo suerte. La madre de su nueva amiga Nataly trabajaba en un salón de belleza, y resultó que ahí necesitaban a una chica para limpiar y ayudar en diversos quehaceres. Le encantó lo que vio y aprovechó para practicar después de terminar su turno. Casi todas las clientes eran centroamericanas y mexicanas, y se desenvolvió fácil entre ellas. Ya sabía cuál iba a ser su sueño americano, ser cosmetóloga y escribir las memorias en inglés y español. Tal vez no tardaría tanto en realizarlo.
En cambio, el ambiente en la casa era desagradable. No la querían ahí ni su madre ni sus hermanos. Claramente se había metido donde no la habían llamado.
Menos Pedro, su padrastro. Él bromeaba con ella, le echaba piropos y sonreía. Se sentía cómoda con él.
Una noche mientras dormía, notó una mano posada sobre su hombro. Se despertó ante la sonrisa de su padrastro.
–Hola preciosa–, le dijo Pedro. –Te vi allí tan bonita y pensé que podríamos platicar. ¿Quieres un trago?—y le ofreció una cerveza.
–Bueno, replicó. ¿Cómo estás?
–Bien, muy bien, siempre estoy bien cuando te veo.
Su aliento olió fuerte a alcohol, le brillaban unos ojos desorbitados.
–Me caes muy bien, Mariana, y creo que podemos tener una relación especial. Yo te puedo ayudar en muchas cosas.—mostrando una faja de billetes verdes. — Me gustaría regalarte ropa, invitarte a bailar.
–Eso no, Pedro. Tú eres el esposo de mi madre.
–Bueno, tu mamá, Mariana, ya no quiere salir a bailar, no le interesa divertirse. Además, no lo tendría que saber. Tú nada más dices que sales con unos amigos y me buscas en mi disco favorita. No pasa nada.
Pensó que estaba borracho y que no valía la pena llevarle la contraria.
–Bueno, tal vez. Pero ahora tengo que dormir, estoy muy cansada.
–‘Ta bien. Nada más dame un besito.
Al pretender besarle en la mejilla Pedro la agarró fuerte, la besó en la boca, metió una mano en su blusa. Cuando ella lo empujó y gritó que no, que la soltara, él tomó un cojín, le tapó la boca, la golpeó, le rompió la bata y las bragas, volvió a pegarle, abrió el pantalón, después las piernas de ella y la penetró.
–Vamos putita, esto te gusta, estoy seguro. Verás que yo lo hago mejor que tus amiguitos.
Llena de temor, Mariana no opuso más resistencia.
–Ni una palabra de esto, ni una palabra a nadie. ¿Me oyes? Espérame mañana a la misma hora.
–Ay mamá, soltó llorando, tu hombre abusó de mí. No sé cómo puedo seguir en la misma casa con él.
–Siempre has tenido una imaginación hiperactiva, Mariana. Pedro no haría tal cosa. Es un hombre decente y un atento padre. En él por fin encontré a un hombre recto, totalmente diferente al méndigo de tu padre. En cambio, veo que tú lo provocas con esas falditas y blusas ajustadas. A veces pienso que no eres hija mía porque yo no te habría educado así. No te puedes quejar de él ya que supone el principal sostén de la casa. Lo necesitamos. Así que pórtate.
También se quejó ante Emiliano.
–No te creo hermanita, Pedro no es así. Haz por evitarlo si no te fías.
–¿Cómo lo evito si duermo en el salón?
–Pues yo no puedo hacer nada.
Sabía que sería inútil consultar con sus medios hermanos, hijos de ese bastardo.
Hizo la denuncia ante la policía. Tomaron nota, pero en la mirada del agente vio el deseo de Pedro. ¿No será que tú lo provocas, bonita?
La próxima noche no pudo conciliar el sueño, pero no pasó nada.
Y así sucesivamente, no dormía, apenas comía, llevaba una cara demacrada.
A las tres semanas no le vino la regla.
–Preñada, estoy preñada.
En las Caridades Católicas le dijeron que la ayudarían si tuviera el bebé, pero que abortar, no.
–Este niño no lo voy a tener sea como sea, ese cretino no va a tener esa satisfacción. Yo maldigo lo que llevo dentro. No lo soporto.
En la escuela le explicaron que en Texas el aborto era ilegal y que no había en la práctica ninguna excepción, ni en el caso de violación. Podrían buscar el medio de llevarla a otro estado, pero que eso no iba a ser fácil.
A pesar de los inconvenientes, decidió ir a New Mexico, el estado adyacente donde el aborto era legal. Sandra, la madre de Nataly se ofreció para llevarla. Un día después de la escuela Mariana y Sandra emprendieron el largo viaje a Albuquerque. No tomaron la autopista para evitar la policía. Sin embargo, sobre las ocho de la noche sonó una sirena, giraron unas luces azules y rojas y una patrulla paró el coche poco antes de llegar a la frontera con New Mexico. Un polizonte negro obligó a Sandra a salir, le pidió la documentación. Con una linterna iluminó la blanca cara apanicada de Mariana. Habló detenidamente con Sandra.
Cuando ésta regresó al carro, sin decir nada dio la vuelta.
Por el camino explicó:
–Dice que si continuamos violaremos la ley y nos va a meter presas a las dos al regresar. No sabes cuánto lo siento. No sé qué decir. Solo te queda una opción, y no te la puedo recomendar.
–No aguanto más, no aguanto más, esto es insoportable, insoportable, sollozó Mariana, abatida.
. . .
En la escuela una de sus amigas le habló de una señora que le aliviaría, no era médica, pero había ayudado a otras muchachas. Quedó con ella. Sandra le prestó los quinientos dólares que cobraba la mujer. Leyó unas instrucciones en el internet. Por la mañana tomó una infusión y meditó largamente para intentar calmarse. Todo en vano. Por la vergüenza que tenía, no avisó a ningún familiar. A pesar de la gran angustia que sentía, fue sola a la cita en una calle detrás de la estación, solitaria, oscura, número siete, cuarto piso. Tocó el timbre tres veces, tal como le habían avisado. Abrió la puerta una elegante señora esbelta de tez blanca que llevaba un vestido de encaje y tenía los brazos descarnados
–Pasa, muchacha. Todo va a estar bien, no temas. Yo seré como tu mamá. Yo te cuido.
Dos horas después llevaron a Mariana a urgencias donde se fue en un río de sangre.
Nadie recogió el cadáver.
¡Ay de mí!, Llorona, Llorona,
Llorona llévame al río.
Fin