Presentamos en la Revista Trasdemar la nueva colaboración del autor José Ángel Bratini (Sabana de la Mar, República Dominicana, 1987) que incluimos en vísperas de nuestro tercer aniversario en la sección “Conexión Derek Walcott” de literatura contemporánea del Caribe. Nuestro colaborador es poeta y ensayista, también se dedica al periodismo. Actualmente reside en Santo Domingo, Distrito Nacional, ciudad a la que se mudó a estudiar Letras puras en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Pronto se rodeó de una ambiente literario casi permanente, conociendo grupos como el taller literario César Vallejo y el Círculo Literario el Viento Frío. Ha publicado cinco poemarios: el primero en 2013, “El álbum-K”, Premio Poesía Joven Feria Internacional del Libro Santo Domingo 2012; a este le sigue “De leyendas”, en 2016, con Editora Nacional; en 2017 el libro doble que incluye “Teoría del cuerpo” y “Flores de beleño”, con la editora española independiente Amargord, para su colección Autores Dominicanos y “Los enviados”, 2021, nuevamente con Amargord
Mi vida es historia. Sus años aún no llegan a tantos, la piel aún es joven y los huesos responden como caballos. El cabello cubre hasta mi frente y la carne se define tersa por mis brazos y mis piernas. Todo el tiempo he vivido en esta isla, he sido delgado, excepto muy de niño, que parecía una bolita con un poquito menos de color. He pasado por mudanzas drásticas y he cambiado de padre una vez en la vida. Tuve un gallo que se perdió entre las ramas de otros patios y lo lloré porque ya no regresaba. Fue mi única oportunidad de haber terminado siendo gallero y afortunadamente la perdí. Tuve dos abuelos muy antiguos y buenos, y otra abuela, por el lado de mi padre, alocada, malvada y adorable. De ella se aprendía el carácter, no sé si todavía vive o muere, lejos de estas aguas. Tuve gatos, tuve perros y pacecitos. Aprendí a andar en bicicleta y también me enseñó mi hermano a patinar, mi otro hermano me enseñó a hacer chichiguas y barcos de juguete. Él que olía a mar y yo queriendo oler a cielo, en este pueblo tan pequeño a la orillita del mar, abrazado por ríos y flanqueado por lejanas montañas. En este hermoso suelo he crecido, entre siete o nueve calles he descifrado los ladridos que la gigantesca ciudad produce. Y es que a estas alturas, ya casi la mitad de mi vida ha transcurrido en la ciudad, alejado de mi calmado golfo y arrojado a estos feroces arrecifes del malecón. He sido muy feliz, he visto cosas verdaderamente hermosas, y he, cómo no, sufrido días y noches de amargura. Me he sentido solo y vencido. Mi vida es tan mía que me la contaré ahora mismo.
La fecha de mi nacimiento es 19 de abril de 1985, del signo Aries, mi pueblo está en el este de la República, o en el norte del este, diría, lo llaman Novia de la Bahía, pertenece a la provincia H, en el corazón de un paraíso conocido como Los Haitises. Habría que describirlo como una planicie inclinada, ligeramente, hacia el mar, cortado en la distancia por la península de Samaná, con su geografía montañosa y verde que destella a kilómetros en los días muy claros. Unos 18 kilómetros de mar separan ambos puertos, todos los días, mañana y tarde, zarpan botes que transportan pasajeros y equipajes de un punto a otro: maletas, bolsas, sacos llenos de víveres, animales y hasta motocicletas llevan en esos botes haciendo una travesía de poco menos de una hora, suponiendo que haya buenas condiciones para navegar. Se vive de la movilidad, necesidad de llevar esto aquí o allá; la agricultura y el ganado, pero sobre todo de la pesca. Así ha sido desde hace mucho tiempo, y si algo ha cambiado, pues ya no lo sabré.
Mis primeros recuerdos son esencialmente imágenes y algunas voces, mi primera pregunta fue querer saber de dónde salimos mis hermanos y yo, cómo se las hizo nuestra madre, pues siempre uno oye que tu madre te da la vida, pero cómo. Mi conclusión era que por las noches mi mamá hacía algo así como pechadas, flexión de codos, como en los ejercicios, y de debajo de su sombra salíamos nosotros en orden de edad. Mi hermana J era la mayor, ella salió primero; luego vino mi hermano F, rojo como canela; al final estaba yo, si mal no recuerdo nací vestido con una camiseta blanca y un calzoncillo azul. Esa mañana nacimos los tres, con edades distintas y la palabra para hablar. Este es el origen de mis días y los de mis hermanos, según la mitología de mi imaginación. Creo que el rol de mi padre era esperarnos, al menos a mí, que era su hijo; los otros dos tenían padres diferentes y no recuerdo que estuvieran ahí para esperarnos, sólo mi progenitor, quien tampoco estaría ahí por muchos años, no dentro de casa. La casa que era oscura, llena de rincones; a lo mejor yo paraba mucho rato en el piso, porque recuerdo las patas de la mesa y de las sillas del comedor, la parte baja de los muebles y los pantis negros de mi hermana que me pasaba por encima mientras bailaba trapeando el piso a ritmo de no recuerdo qué música, pero que a lo mejor era una de esas canciones de las Chicas del Can, y por qué no, si todas lo han hecho, de Marisela, esta “Madonna latina” de la música romántica. En cuanto a mi hermano, sólo lo recuerdo entrando y saliendo, siempre con su bicicleta, era niño de mucho jugar, que le gustaba el mar y quería vivir de él como su familia paterna, donde sus tíos eran buzos y tenían barcos para irse mar adentro, muy adentro. Mi hermano era huérfano, su padre murió de una descompresión cuando buceaba, su cuerpo se perdió y fue recuperado uno o dos días después. Mi hermanito tenía apenas meses de nacido. Mi pobre hermano, a quien adoro, no recuerda a su padre.
Nuestra casa estaba ubicada, la primera, en una casi calle del barrio (en verdad un callejón), era un camino sin asfalto ni banquetas, con viviendas deprimentes donde vivían niños descalzos y mocosos que se la pasaban corriendo y saltando silvestres como los lagartos de los árboles, a todas horas del sol, ya que tenían una escuelita en medio de la callezuela, en una casita muy pobre, donde se pasaban toda la mañana, los de la mañana, y parte de la tarde, los de la tarde, azotándola como un huracán a una caja de cartón. Creo que allí no se aprendía otra cosa que no fuera corretear y gritar, era lo único que hacían los niños y, lo hacían, muy bien. Mi hermano y yo, sin embargo, a pesar de tener esa humilde escuelita enfrente, no estudiábamos ahí. Nuestra escuela, la de mi hermano y la mía, pues mi hermana ya era de secundaria y estudiaba en otro sitio, era parte de una cuadra de la Iglesia católica, donde estaba la casa de las monjas de la orden Concepcionistas (madre Carmen Sallés y todo ese rollo), era una edificación tipo escuela prusiana, es decir militar, pues las escuelas, según infiero, nacieron de los ejércitos, la formación y la cuadratura que recibimos de niños —hasta de grandes— vienen de ahí, de fabricar soldados. Pero era increíble jugar en su patio, pasar de la capilla al patio de la residencia de las hermanas sor, con sus jardines hermosos y césped más cómodo que los cojines de nuestros muebles. Ahí dentro parecía otro mundo. Sobre todo limpieza y silencio imperaban, se congelaban en los rostros de los santos y en las velas apagadas de los candelabros. Era un mundo misterioso, había una tumba y se nos decía que quien descansaba allí era la señorita Elupina Cordero, una sanadora, mujer beata que ayudaba a los enfermos y que murió ciega, en la pobreza.
Muy diferente era el patio de la escuelita por la casa. Polvo y yerba mala colindaban con una propiedad sembrada de cacaos y matas de mango, recuerdo que había muchas hojas en el suelo, la sombra de las ramas, tantas que dentro parecía una tenue noche, no había bancos ni rotondas, tampoco las rojas cayenas. Recuerdo que cierto día, uno de mis vecinitos y yo nos metimos a jugar al patio de la escuelita, era eso del mediodía y empezó a llover, nos refugiamos bajo el vuelito de zing del techo de la escuela, él traía una mazorca de cacao bien maduro en sus manos y la compartimos, era la primera vez que probaba el cacao, un sabor que extrañamente terminó por agradarme. En un momento noté que al niño le colgaban unos mocos y le dije que se limpiara la nariz, pero él succionó parte de ellos y dijo que también se comían, igual o tan ricos como las mazorcas del cacao. Entonces les di una probadita a unos que logré sacarme, como para no rechazar así sin saber, estuvieron saladitos y todo pero la verdad que no pude acostumbrarme a comerme los mocos y al final tampoco el cacao así en crudo. La hija de la comadre de mi mamá me decía que no me juntara con esos niños, “porque eran unos negritos comemocos, muy cochinos”. Un día ella se fue al hotel donde trabajaba su mamá de conserje, pero antes me dejó sentadito en la galería de mi casa y me advirtió que por nada en el mundo me saliera a juntarme con esos “negritos de la esquina”, que la esperara hasta que ella volviera. Y ahí estuve, hasta que el sol casi me quema todo, y mi madre al darse cuenta, entre risas, me movió de ahí, luego de escuchar la ocurrencia de la niña, que era como una hermanita para mí y vivía en frente de nuestra casa.
Esos fueron mis primeros años, que terminaron aquel día que mi hermano y yo regresamos a casa desde la escuela, pero primero nos detuvimos donde nuestra abuelita y ella nos dijo que ya no vivíamos más en ese lugar. “Su mami se fue con todo para su nueva casa”, nos dijo mamá, la abuela. Mi hermano, al ser mayor, estaba más al tanto de cómo iban las cosas, me pidió que subiera con él a la bicicleta y nos fuimos hacia esa otra parte del pueblo que yo no conocía, un mundo más claro, con más sol y una nueva casa. Es desde entonces que tengo más conciencia de todo. Mis padres se separaron, mi madre conoció a alguien más y se casó de nuevo, ese alguien también fue mi padre desde entonces, muy cariñoso y verdaderamente bueno. Por ello no hubo trauma, todo fue sosegado y positivo. Empecé a crecer, mi hermana se casó y se marchó a Santo Domingo, tuvo hijos y nunca retornó a vivir al pueblo, eran escasas sus visitas pero de vez en cuando nos veíamos. Mi hermano siguió el llamado de su sangre paterna y se fue a vivir con su abuela, aprendió el mismo oficio del mar que su padre y sus tíos, más tarde también tuvo hijos, dejó la escuela y ahí anda viviendo feliz, gracias a Dios.
Mi abuela paterna era desde ahora nuestra vecina, tenía su casa a una de la nuestra, por eso podía ver a mi padre biológico de vez en cuando, si coincidíamos en casa de mi otra abuela, que por demás sólo se encontraba presente en las navidades y algunos veranos porque su residencia permanente la tenía en San Juan, Puerto Rico. Así que crecí entre esta casa y la mía, jugaba con mis primitas y me escapaba con mi hermano mayor paterno a sus andadas, porque la verdad que era tremendo. Estos, en lo adelante son años de muchísimo aprendizaje, sigo en la misma escuela, pero tengo nuevos amigos, no comen mocos, ni mazorcas de cacao, pero también se las traen con sus maldades, saben ser horrorosos. A mí me conocerán como el más tímido de la cuadra, y sí que lo era. Pero la vida con los años da confianza, a medida que entraba más en la adolescencia, me aventuraba más, poco a poco, fui perdiendo muchos miedos y adquiriendo otros. Hice hasta primera comunión, tengo recuerdos de catequesis, que son las clases más aburridas que uno se pueda imaginar.
Cuando llegaron los tiempos de la secundaria todo parecía vendimia, la intención era estar todo el tiempo lo más borracho posible, ser insensible ante toda buena costumbre o condescendencia, no había otro refugio mejor que la huida. Nosotros renegábamos del mundo y nuestro pretexto era el rock and roll, la literatura, la filosofía y el fin del mundo, o bueno, unos dos o tres así nos lo creíamos. En ese entonces nadie soñaba con que esto se escribiría. Y nosotros, bueno, algunos, siempre súper soñando en la vigilia, madrugada tras madrugada. La fórmula con la que logré aprobar los cursos del bachillerato no la sé, aprendí a fumar y a emborracharme, aprendí más que a besar (alguna vez fui genio), a pesar de mi torpeza para todos los deportes.
Me mudé a Santo Domingo cuando ya no quedaba nada en ese pueblo para mí. Le preguntaba a mi madre qué cosa podía estudiar en la universidad. Lo que quería era escribir libros para pensar bastante y descubrir algunas cosas de la vida. Mi madre, medio haciéndose la sorda, me dijo que si yo quería era eso, lo que iba es a terminar dando clases en una escuela, qué otra cosa podía hacer alguien que estudiara filosofía y letras. Mi pobre madre no se opuso a nada, me dejó elegir libremente y lo hice. Dos años en la carrera de Educación mención Filosofía y Letras fueron provechosos, pero no suficientes. Conocí unas cuantas personas, también la carrera de Letras puras y me transferí. Estudié por tres años, luego me separé de la universidad. Empecé a trabajar como maestro de español, después en periodismo, inicié como corrector, luego pasé a redactar artículos. Conseguí más trabajo y me convertí en editor de un diario digital en tandas nocturnas. En ese recorrido viví de todo, mi mayor pasión fue la poesía y me entregué a ella, publiqué mis primeros trabajos y obtuve resultados muy por encima de lo que con tanta humildad esperaba. Tuve pareja y rompí los lazos. Tuve pareja de nuevo y me fui del país, regresé y la esperé, a que me encontrara. Hoy ya no estamos aquí.