Presentamos en la Revista Trasdemar la nueva colaboración para nuestra sección de narrativa contemporánea del autor Nicolás Dorta (Santa Cruz de Tenerife, 1978) Licenciado en Filosofía por la Universidad de La Laguna, ha desarrollado su labor como periodista durante más de una década como corresponsal en Canarias de la Agencia Efe, Europa Press y Diario de Avisos. Vinculado a la música desde la infancia, ha participado en diversos proyectos de rock y de jazz y mantiene su actividad como batería. Ha escrito el libro de relatos “Las zonas comunes” (Franz Ediciones, 2020) y la novela “Doble cristal” (Diego Pun Ediciones, 2022).En la actualidad, es profesor de Filosofía y articulista en prensa.
Siempre pasa. A punto de chocar, de caerte al abismo, de que te corten una mano, te atropellen, te peguen un tiro, un bicho te coma o te quedes sin aire, despiertas. Eso siempre pasa.
La casa está lejos. Conduces. Tu hija parece que duerme detrás pero ya sabes que detrás no duerme nadie. Llueve. De noche las montañas son sombras cubiertas de árboles. El viento es lo único que suena. La Luna se ha perdido. Ni un coche en todo este tramo hasta que alcanzas El Llano, donde aparecen las primeras luces y algunas estrellas dispersas. Cruzas caseríos aislados del mundo, poblaciones donde los hombres, las mujeres y hasta los perros, miran a los coches desde las ventanas. Pasas rápido como la que no quiere saber. Te diriges a casa de tu madre, porque ya no es tu casa, hace tiempo que dejó de serla. El tiempo ha separado a toda la familia. El tiempo separa o une o ninguna de las dos cosas. Fue el incendio. Después, ni una llamada, ni una señal. Y pese a todo, buscas a tu madre. ¿Qué otra cosa puedes hacer?
Mamá vive junto al estanque, detrás del túnel que atraviesa Roca Lisa. Tocas. Mamá abre y te abraza. «Hola mamá», dices. «Hola hija», dice. Te abraza y luego te suelta. Y como si tuviera patines en los pies, se desliza hasta lo que fue tu cuarto. La sigues. Se sienta en la cama. Te sientas junto a ella. Te coge la mano con sus dedos finos de vampira. Te toca la cara y te besa la cabeza, igual que las noches en que apagaba la luz y venía desde la puerta para besar tu frente y la de tu hermana, que dormía al lado, con su respiración comprimida, con el miedo a que el mal viniera. La cama sigue igual pero no huele igual. Alrededor están los portarretratos, el viejo armario, las medallas del cross popular, el cajón donde guardabas la pelota de gimnasia. En la cama de tu hermana hay ropa acumulada, blanca, muy blanca, ropa para estar por la casa y sábanas, muchas, como si todos los días viniera gente a dormir.
Mamá te acaricia la cara mientras repite bajito: «que guapa sigues». «Mañana tengo que contarte un secreto», dice en secreto. «Ahora duérmete», dice también. Y así haces: te metes bajo la capa de mantas y ella desaparece. Fuera hace mucho frío, escuchas el agua golpear el tejado. Cierras los ojos. Y allí está otra vez la piscina: tu cuerpo boca abajo, miras el suelo de azulejos, ese suelo azul de horizonte blanco donde se mueven en silencio las piernas de otros niños y mayores. Notas que la cabeza de la rana pierde forma, como el resto del cuerpo. Las patas y los brazos, en un instante, son un plástico que se hunde, como tú, poco a poco. Es tu rana, la de todos los veranos en los que flotar ha sido tan fácil. La rana que has heredado de tu hermana, porque te han dicho que casi todo lo heredarás de ella: los juguetes, la ropa de la primera comunión, los libros del colegio y del instituto, la guitarra, el chandal, el bañador. Mientras te hundes, haces burbujas con la boca, juegas a decir algo, tu nombre, por ejemplo, y que se te escuche arriba. Pero no. Por mucho que digas, o que grites, nadie te oye. Y estás muy cerca de lo hondo, donde el azul es más oscuro y casi no se ve, donde te han dicho que nunca debes estar, ni siquiera con tu rana, ahora herida de muerte. Y mientras caes, intentas tocar las piernas morenas de tu madre, excesivamente morenas, junto a otras piernas anónimas que apenas se mueven. Quieres agarrarte pero no llegas. Y arriba sigue el murmullo constante. Porque las dos hablan, hablan mucho. Porque a mamá siempre le gustó hablar y tener lo que otras madres tienen: unos hijos que ayudan en todo momento a ordenar la casa y un «marido normal», dice ella, como esos maridos de sus amigas que nunca conoció del todo, porque quizá nadie se conozca.
Cuando casi logras girarte, con el último hilo de aire en pulmones, ves el cielo borroso, inalcanzable, y, con las luces todavía encendidas, el edificio de El Dorado. El nuestro era un apartamento minúsculo: pasillo, salón, baño, un dormitorio con los muebles marrones, una cocina con los platos, las cucharas, los tenedores, los vasos justos, y un balcón que daba a la piscina. El Dorado era también el salón de las mesas de billar, las escaleras, el olor a crema solar, el ascensor Schlinder que al pararse en cada piso daba un saltito como para decir: llegamos. Todos los días al sol, todas las noches jugando a escondernos con niños que nunca volvimos a ver, toda esa energía inacabable del verano. Mi hermana y yo dormíamos en el sofá. Mi hermana ya pensaba en el mal. Yo pensaba más en la vida que en la muerte. Mi padre no se quitaba el pueblo de cabeza. Llegaba de Correos, comía y dormía. Luego huía cada tarde para regar las plantas y echarle de comer a los animales. Mi madre no sé. No sé lo que pensaba mi madre en ese entonces. Los dos en su cuarto hablaban y a veces se chillaban. Cada noche mi madre salía al balcón. Mi padre iba detrás. Los dos fumaban con los brazos apoyados en la baranda, donde estaban colgadas las toallas. Supongo que en algún momento miraban las letras brillantes de El Dorado. O supongo que se abrazaban y se querían como otras familias que dicen que se quieren y también salen al balcón.
Ya no intentas nada. Solo caes hacia el fondo como un plomo. Te dejas llevar por esa inercia, la misma de los niños y los perros cuando caen en los estanques. Y entonces ves la cara de tu madre que aparece en un segundo para sacarte de una sacudida a la superficie, con aquellos ojos ya caídos, mientras te acaricia con sus dedos de vampira, como lo ha hecho hace un rato. Y no recuerdas si te dijo esto: «¿por qué no me avisaste, por qué no me has dicho nada?». No sabes si te ha dicho esto, en secreto, como ese que desvelará cuando despiertes, pero es lo que recuerdas después de intentar, en vano, llegar a sus piernas, o a las piernas de su amiga anónima, porque descubriste que no podías estar todo el tiempo en ese silencio tan placentero, entre los tonos de azul y blanco de la piscina, escuchando el murmullo lejano de la gente allá arriba, contemplando las piernas de los niños en el horizonte, la lentitud. Descubriste que sin el aire que llena los pulmones, sin la luz sobre la superficie, esa que da los nombres a las cosas, tenemos poco tiempo, apenas un minuto, para salvarnos del ruido del mundo.
Me parece maravilloso el relato, esa metáfora del ahogamiento, real? para este momento de la vida. Precioso y preciso. Enhorabuena