Presentamos en la revista Trasdemar un cuento inédito de Arturo Desimone (1984) Poeta y traductor nacido en la isla de Aruba, es ciudadano argentino y miembro de nuestro comité editorial.
Durante aquellos años anteriores a la ilustrada revolución democratizadora, aún había unos cuantos libreros operando en la ciudad africana de Sfax. A pesar de mucha concurrencia entre los mercantes de la lectura, había uno solo imprescindible que sobresalió: aquel comerciante y viudo digno se llamaba Don Suleiman Mongui Benamor y era un judío tunecino autóctono. Sin embargo, muchos de sus colegas, al juntarse sin el en los cafés o tras los rezos en la mezquita, se quejaban que “aquel viejo yahút (judío)” era el único prescindible dentro del Gremio de los Libreros y Papeleros. El único vendedor de libros de bellas artes en Sfax era Don Suleiman – por ende que ya no le cabía en los estantes para añadir materias de estudios de la abogacía, las ciencias islámicas y las ciencias administrativas. Tal ausencia en su oferta, a pesar de la clara demanda, llamaba la atención – ya que les parecía una carencia decadente, o hasta delicuescente.
A la pequeña minoría de jóvenes quienes anhelaban estudiar bellas artes en la capital tunecina, les encantaba aglomerar cada semana en su librería, tras salir de sus clases. Cada viernes por el mediodía, un grupúsculo de jóvenes se reunía bajo la cartelera de “Kitaboun Ben Salomón’’ (Libros del Hijo de Salomón) pintada con una especie de imitación a un mosaico cartaginense clásico, mostrando una diosa lunar: Tanit, de la antigua religión indígena de Túnez, anterior a la llegada de los sarracenos.
En algunos días, la librería casi pudo competir con el vendedor de helado de menta, por la frecuencia de chicos que la visitaban, y eso ya decía mucho de lo imprescindible que era la librería y su dueño. Los jóvenes escolares, uniformados en largos chalecos blancos manchados en su perfecta blancura por el polvo de la librería, se juntaban alrededor de un libro viejo en el piso, edición francesa intercalado con cuadros de Leonardo Da Vinci. Miraban a los esquemas de sus máquinas voladoras como caleidoscopios árabes. Hay un miembro respetado, y respetable de la comunidad griega en Africa quién dice que esos diseños del italiano fueron todos plagiados del griego Dédalo: y su libro también lo vendía Don Salomón.
Afuera, se oía el cantar de los muecines por diversos parlantes. Los jóvenes sostenían las manos, sus cabezas se tocaban mientras miraban las miniaturas persas cuales ilustran a la epopeya por el poeta iraní Firdausí, su Shah-nahmeh o “El Libro de los Reyes”. Las chicas se reían por a causa de Miguel Ángel Buonarotti, ese italiano sucio, con sus soldados desnudos y membrudos, gladiadores flexionando nalgas de acero. Por la capilla Sixtina se volaban profetas nalgones, hasta se veía Mussa – así se llama Moisés en árabe – en una contorsión extraña, cómo si estuviera realizando ejercicios deportivos en el cielo.
En la colección, sobresalían los colores de los cuadros pintados por Paul Klee en un fuego de dulce creación arrasadora, tras haber vuelto de sus diez horas de viaje en Túnez, retratando al gran centro de peregrinaje, Kairouan, cómo una ciudad flotante. Klee también retrató las colinas costeñas de Sidi Bousaid, cuyo nombre viene del Santo Padre de Saíd, un curandero bereber quién sanaba las malezas de los lugareños.
Un niño, Mohammed, decía al librero ”Viejo Don Suleiman, te lo juro, veo la casa de mi abuelita en aquel cuadro” mientras apretaba una casita de Klee con su dedito.
—Primero, no me llamo Suleiman’’ dijo, tratando de ocultar su irritación. —Yo soy Don Salo. Nosotros dimos el nombre de Salomón a los Musulmanes que lo pronunciaron así. Soy Shlomo, francamente. Y además tu dijiste una segunda imposibilidad” dijo el librero, su mano artrítica acariciaba la mejilla del pequeño escolar Mohammed —porque Klee pintó eso en la ciudad de Kairouan. Adiviná, niño, cuánto tiempo estuvo el maestro suizo de paso por nuestra tierra”
—¡Días! adivinó Mohammed
—Días y noches! contestaba su compañera astuta, Árwa, tirando con sus pelos largos, de obsidiana nocturna, alrededor de su carita muy blanca.
— ¡Años! dijo otro.
Salomón les contó que el pintor suizo había llegado después de la madrugada, bien temprano, y volvió en el avión antes que bajara el sol. Pero durante esas horas, Túnez le revolcó sus sentidos y su modo de pensar acerca los colores. Así perdió Klee su ciudadanía suiza para siempre.
—Menos mal concluyó Don Salo. —Los suizos creen que tienen hermosos paisajes porque no miran otra cosa que sus relojitos.
Pequeños rodeaban al cuerpo infantil y desasociado del ángel de Klee, ahí en el piso de la librería. El librero nunca les echaba. Miraban, con miedo de ser atrapados,en un libro escondido con figuras japonesas eróticas y Don Salomón Mongui Benamor pretendía no haber visto nada.
Una vez vino una mamá, religiosa y enojada diciendo que sus hijos no debían ver obscenidades y cosas haram, profanas. El librero había mostrado a Mohammed un calendario con los dibujos hechos por Picasso de minotauros acostándose con chicas desnudas. El librero le dijo a la señora que ella se había equivocado de librería, que “aquí no se venden obscenidades y nada aquí es haram’’ y le señaló cómo llegar a otra librería en la calle paralela, donde vendían libros sobre economía y ley.
—Pues aquellos sí profanan a la nación.
(El patriota Don Salo no militaba en el Partido Comunista como lo hizo su primo preso, y tampoco era anarquista: cuando dijo esto, solo pensaba en su frustración con los servicios mediocres de su abogado y de su contadora personal.)
Oyendo esta blasfemia casi tan blasfema como la previa, el ama de casa se ofendió aún más. Don Salo había presentido que la madre de Momo cocinaba bien, posiblemente porque era una mujer tradicional, y gorda también, lo cual hacía que Don Salo recordara con afecto a las judías corpulentas de la isla tunecina de Djerba, isla natal de su madre – a pesar de que era incontrovertible que la mama de Momo era una musulmana piadosa, surgió esta asociación en la mente de Mongui Salomón Benamor.
Don Salomón aguantó su tendencia de hacer chistes irónicos con la gente, pensando en el niño beneficiario de las visitas a la tienda. Diplomáticamente entabló con la mamá de Momo una conversación sobre la teología y en particular, sobre las leyendas de los curanderos Sidi.
El ama de casa adoraba a los santos curanderos, casi tanto como adoraba al dictador difunto y al Profeta – aunque no necesariamente en ese orden.
Él le demostró los homenajes pintados por Klee en su explosión de actividad extasiada luego de visitar a Sidi Bousaid y a la ciudad sagrada de peregrinaje, Kairouan. Regaló a la señora una rara litografía de la obra pintada tras la visita peregrina del pintor a Kairouan. El librero le habló de arte, astronomía, historia y poesía, y hasta le cantó una canción de su niñez, una vez cantada por su madre: era una canción de la isla tunecina de Djerba, una isla famosa por sus judías corpulentas y tribales.
Al fin se hicieron amigos, y la señora le trajo como obsequio el famoso plato llamado Ocud.
Para los que aún les faltan saborearlo, Ocud es un guiso hecho del pene y testículos de un toro viejo en salsa de tomate. Todos dicen que la receta fue introducida a Túnez por los judíos.
—Yo también que soy un toro viejo, dijo el viudo Don Salomón a la ama de casa con su cara manchado con salsa de tomate. Así, con bocas llenas, pronunciaron la paz (1).
El niño Mohammed pudo seguir frecuentando a la librería.
Una vez Mohammed, Omar y Amira y sus amigos del colegio hallaron un tomo judío, “El Libro del Amor” por Maimonides y hojeaban buscando los cuadros sucios, o recetas de magia negra erótica para poseer y obtener amantes. Pero se desilusionaron cuando resultó ser un oscuro tratado teológico escrito en el árabe andaluz.
Los padres criticaban que Salomón vendía una selección muy limitada del Santo Corán, y se rumoreaba que el viudo tuvo hijos y que todos esos hijos habían traicionados a la patria, con sus mudanzas sionistas a Israel, que el hijo era un comando sionista de alto rango, y la hija apátrida hasta lideraba la orquesta militar
israelí con su trompeta: un trompeta también sionista. Cuando le preguntaban en el mercado del Medina de Sfax, donde Salomón iba de compras, tuvo que desmentir los rumores.
–¿Y entonces qué hacen sus hijos en Israel?”
–Me cuentan que ahí venden chawarma, y ensaladas a la tunecina cómo su negocio”
–¡No es verdad! En Israel no hacen chawarma’’- reaccionaron, incrédulos y ofendidos.—“No se haga el bobo, señor Benamor ¡Si todos sabemos que en Israel solo hacen sionismo!’’
Don Salo repitió los oficios de sus hijos y la gente se reía, como una aldea se ríe de un conocido mentiroso o haragán. Y eso a pesar de que Sfax goza de una reputación por ser ciudad cosmopolita.
Salomón se enojaba de las risas, porque habló de sus hijos sin la menor intención de ser chistoso aunque tampoco era cierto que vendían chawarma o ensaladas.
Sí habían estudiado en la Universidad Hebrea de Jerusalén para hacer otras cosas. Una hija era jueza en Haifa, cerca de la montaña Carmel. Tras sus mudanzas a Palestina, sus hijos habían adoptado nuevos nombres en hebreo, y nuevos estilos de vida. Ya no volvían a visitar al padre en Sfax, ni a la tumba de su madre en la isla tunecina de Djerba donde ella nació. El padre asistía a los rezos dentro de una sinagoga cubierta por dentro y por fuera en un resplandor de mosaicos y linternas. Ahí, los judíos chismosos de la comunidad platicaban con su viejo amigo, pero hasta ellos ya no le hablaban tanto.
Se comprobó que cuanto más hermoso sea un sitio geográfico, lo más chismoso serán los habitantes (2).
Era un solitario: hasta entre ellos, su propia gente. Y los chismes alrededor suyo se acumulaban como moscas encima de un pez naufragado al aire y a la arena playera.
Salomón abría las puertas de la librería el viernes y los domingos, aunque el domingo constituye el día de descanso para la ex colonia, y el viernes el día de rezos incesantes, los cuales por la fuerza de su sonoridad sacuden a los vidrios y arrojan la arena por las calles grises de la blanca ciudad. Sólo el sábado se cerraba, porque según los judíos el nuevo día comienza, y el viejo muere cuando el sol desliza a su cuna debajo del mar. Las demás librerías vendían más ediciones del Corán y volúmenes de economía y ley: Dios y papeleo. Lo criticaban por no hacer lo convencional. Aquella crítica no la desmentiría ni el propio Don Salómon Mogui Benamor.
El librero salía, pareciendo un muñeco de casa reloj, cada día antes de la sombra del mediodía, cuando la ciudad brillaba, para realizar la misma acción. Vestido en pijama, el anciano asomaba a su balcón y arrojaba pescaditos a la calle para alimentar a los gatos callejeros.
Los famélicos felinos se tiraban encima de sus compañeros, los huesos de costilla raspándose como engranajes a través de sus delgados pieles, ayuntando sus cuerpos y emitiendo maullidos en un especie de música horrible y barata. Y el viejo judío, en su pijama de seda, parado en el balcón parecía a un conductor de orquesta moviendo la masa sonífera de gatos huérfanos.
Con aquel espectáculo, él habría comprobado ante cualquier visitante
cristiano, que el romano corpulento del banquete en el Evangelio, aquel romano que desde su balcón miraba con indiferencia y relativismo a las súplicas y la muerte de Lázaro hambriento, nunca podría haber sido israelita ni judío.
Los jóvenes escolares de Sfax, salvados por la campana de sus clases de lengua francesa, de una madre tierra hacia cuál nunca habían viajado, salieron a la calle. Miraban con adoración al sinfónico anciano que desde su balcón lanzaba peces, y cómo los gatos se desesperaban. Aullando y tratando de meterse, los felinos competían a pesar del hecho que el judío, cómo su mismo Dios daba más que suficiente para alimentar a todos los felinos huérfanos sfaxianos.
Esto llevó varios adolescentes a obtener epifanías y momentos filosos de satori, del conocimiento zen y haikú, que parecían aprendizajes de incluso mayor relevancia que las conjugaciones de verbos franceses.
Revelaciones sobre el orden mundial, los cuales normalmente llegan a las personas ya alcanzando su tercera edad, así llegaron demasiado temprano a los niños. Los gatos parecían una masa histérica de rusos arrojándose y matándose en el intento de ser el primero de llegar a mirar en el sarcófago en camión cual llevaba el cuerpo embalsamado de José Stalin. Los felinos ante el balcón se comportaban como si hubiesen visto la momia embalsamada de su gran Liberador tunecino, Habib Bourguiba. El Liberador, en esos años vivía encerrado en una torre, encarcelado en aislamiento ahí por su propio gendarme que tomó el poder.
Llegó el día, que en ese mismo horario, el único imprescindible librero de Sfax, se arrojó de su balcón a la calle en pleno centro. Era viernes, pero en el mediodía; había empezado el Shabat. Puede ser que morir en ese horario también constituye trabajo, y todo trabajo está prohibido durante el Shabat.
La calle, blanqueada por el sol, le rompió y le arruinó al cuerpo envuelto de pijama de un golpe. ”Ojalá que haya sido indoloro” dijeron muchos.
Pero Ojalá se refiere al ojo del dios de los sarracenos, ”los echados por Sara”, eso quiere decir, los devotos de Allá. Mientras que se conoce el Dios judío como un Dios del dolor. Los gatos acariciaban con cabecitas a los tobillos del anciano, hinchados por su enfermedad de retención de sal. Cómo si tuviese la esposa bíblica de Lot en sus tobillos, frente al Mar Muerto en Israel.
El pequeño Mohamed miró entre las piernas de policías y paramédicos al cuerpo de su librero preferido, y Mohammed pensó en el dibujo del cuerpo roto del ángel de Klee mirando a la historia, o al futuro. Mohamed se arrojó, como un trozo de pescado o como un gato, sobre su plexo solar en el piso y tocó al tobillo hinchado del judío, sosteniéndolo hasta que una policía le dio una bofetada, preguntándole si estaba loco. —’Inta majnoun” decía, y –”¡Pareces uno de los gatos del anciano yahut!”
Tras su muerte, vinieron los hijos, y hicieron el Shevá, los siete días de luto. En los días oscuros del Shevá uno no mira en un espejo o a su celular, no se afeita ni se admira, y recibe visitas de consuelo. Durante el Sheva uno evita la luz que no provenga de origen lunar ni de los ojos de los dolientes que visitan. Vinieron pocos de la colectividad – aunque más que lo esperado – y la mayoría de ellos movidos por la curiosidad que les generaban los nuevos herederos.
Luego cerraron la librería y tras vaciar los estantes y sacar los muebles, limpiaron por siete días. Sacaron el famoso cartel con el mosaico y convirtieron al edificio en un condominio para alquileres temporarios. La jueza, que era soltera y vivía con otra mujer en Haifa, adoptó algunos gatos e hizo los trámites laberínticos con gran paciencia para traerlos. Los demás gatos procrearon o fallecieron, teniendo ni mecenas ni matriarca.
Los hijos, altamente educados, ya no leían ni árabe ni francés, las dos lenguas de Túnez; las letras del alfabeto semítico árabe en sus mentes se habían erizado y ajustado, transformando con unos pequeños toques de metamorfosis en letras hebreas. El alfabeto árabe parece mucho al alfabeto hebreo, solo que las letras en el árabe se ven acostadas, alargadas, sesgadas; y las del hebreo, más paradas y compactas, acogidas, aisladas: quizá del mismo modo que un judío reza parado, y un musulmán reza acostado; y un judío árabe hablando mal de los árabes en su alrededor dirá, como decía Salomón (amargo tras haber tomado unos licorcitos dulces en secreto) a sus hijos mucho antes que se emigraron con mamá –“El judío, por lo menos, siempre es directo; el judío reza parado. No como los musulmanes, sesgados, dobles, ¡siempre desviando a los judíos honestos con sus chantajes de árabe, viviendo en un estado de mentira y cuando se rompe un acueducto en Damasco o en Djendouba y echan la culpa a nosotros los conspiradores sionistas! ¡Alá, alá, al carajo!’’
Quizá él no pudiese haber imaginado entonces, ni que los hijos y su mujer alimentaban un ensueño de realizar la mudanza al Sion, ni que él quiso permanecer en Túnez.
Años después de haber sido testigo del salto final de Don Salomón, cuando ya era un hombre joven, Mohamed aún padecía a menudo de fantasías de convertirse en un felino. Nunca contaba su idea descabellada y metamórfica a casi nadie, excepto a su querida y preocupada mujer y a su psicoanalista en la capital, la reconocida licenciada Dra. Aimé Cayat, también una judía proveniente de Sfax. Callada, la doctora se sentaba escuchando y anotando mientras Mohamed hablaba de su fantasía la cual—según la analista—tuvo que ver con un narcisismo parcialmente tanático, parcialmente nublado, y probablemente teniendo sus orígenes anclados en cierta fase de su niñez pre-madurez.
Durante la autopsia de Don Saló Mogui Benamor, los necrólogos forenses habían
explicado la causa de muerte cómo soledad: un síndrome exótico, del cual a penas se conoce en Túnez, y es incluso más desconocido aún en el resto de África. No se pudo decir que el bibliófilo también era filántropo, porque el ”antropo” no se refiere a los gatos
(1) La Paz: un concepto importantísimo llamado ‘’Salaam’’ en el árabe y “Shalom’’ en el hebreo, idiomas semíticos de pueblos primos-hermanos que aman a la Paz.
(2) Eso también lo acierta un antiguo verso del Talmud.
Arturo Desimone (1984), poeta y traductor, nacido en la isla de Aruba (Mar Caribe, Antillas del reino holandés) y ciudadano argentino. Actualmente reside en Atenas (Grecia) y es miembro de nuestro comité editorial internacional.
Sus poemas y cuentos, tanto como artículos sobre política y crítica del arte se publican en revistas literarias en Estados Unidos, el Caribe o Inglaterra (Drunken Boat, New Orleans Review, OpenDemocracy) y ha traducidos al árabe, español y francés. Obras suyas son “Cartas a Carlos Marx y otros Poemas”, poemario bilingüe editado en Perú, ” Mare Nostrum / Costa Nostra” (ediciones Hesterglock, editado en Inglaterra) y “La Amada de Túnez” (Ouafa and Thawra: About a Lover from Tunisia ) que se publicó este año en varias ediciones, incluyendo su versión bilingüe en Argentina con Clara Beter Ediciones.