“Detrás de detrás de la soledad” Por Virginia Hernández González

Virginia Hernández González (Tenerife, 1989)

Presentamos en la Revista Trasdemar un cuento de la autora Virginia Hernández González (Tenerife, 1989) Filóloga y escritora, dedicada al sector del libro. Es Graduada en Español. Lengua y Literatura por la Universidad de La Laguna. Como creadora literaria ha recibido el Accésit en la categoría de poesía en los Premios de Creación Literaria por la ULL con “Mi viaje hacia Ítaca”

Solo veía colores y más colores. Escarlata. Rojo. Naranja. Amarillo. Verde. Azul. Púrpura. Negro. Negra fue la visión que tuvo cuando el carámbano de la soledad quebró bajo su cuerpo en aquel patio lleno de gallinas. Gallinas y excrementos de la prisión. Finalmente, blanco. Blanco era todo el esplendor que veía. La luz.

VIRGINIA HERNÀNDEZ GONZÁLEZ

A mi abuelo Francisco

Varios tragos es la vida
y un solo trago es la muerte.

Miguel Hernández

I

 Al entrar en el edificio, la soledad que estaba detrás de detrás de la soledad te grelaba los huesos. Una hilera de sillones y sillas de ruedas. Una hilera de personas de alma triste y resignada. Una hilera de mentes enfermas. Unos viendo la televisión, otros gritando, otros sacándose mocos de la nariz, otros coloreando en mesas de colegio. Coloreaban mariquitas. Coloreaban casas. Coloreaban bosques. Coloreaban el gris de sus vidas. Se oían aullidos robar el aire putrefacto de la cárcel. Y en el centro de todo aquel hacinamiento de condenados, se distinguía la figura de Francisco. Un hombre de campo, un cura frustrado que se casó y tuvo dos hijos. Un hombre con carácter férreo, pero débil como una pluma. Francisco mira por la ventana más grande de la galera. Desde allí se ven los terrenos de labranza, las huertas en las que tanto trabajó. También se ve el ancho mar. Pero Francisco solo acecha a unos campesinos irrumpiendo en sus tierras, que se esconden en cuevas y por la noche salen a recoger la cosecha. Los campesinos baladrones que le mangan día a día sin que él pueda hacer nada para impedirlo. Francisco solo ve perros huesudos y llenitos de pulgas escarbar la tierra de los álamos y las raíces quedan peladas al aire ya sin asfixiarse y cogiendo resuello. Cuando viene su hijo, Francisco le cuenta lo que ve. Desesperado, le dice que deben hacer algo, que todas las papas se las están llevando. Llora. Llora de impotencia. Su hijo llora con él. Llora. Llora de pena.

                Francisco pinta y colorea dibujos ya hechos para que su nieta tenga recuerdos de su abuelo prisionero. Para que su hija pueda adornar su casa con obras de arte. Obras de arte. Obras de arte de la prisión. Francisco se queja de que unas mujeres le quitan el gofio en el desayuno. Francisco se queja de los sermones del cura de la cárcel. Francisco se queja de no tener la libreta de ahorros a su mano. Francisco se queja de no tener ni una perra para coger la guagua, y poder ir a ver las higueras tan frondosas al sur de la isla. Por eso, cada vez que su sobrino Luis viene, él llora. Llora solo de verlo. Para él su sobrino simboliza las únicas salidas de aquel encierro. Luis lo llevó de paseo en su “guagua” hace dos meses, desde donde pudo ver el Teide.  Francisco se queja, esta vez con razón, de un ardor en su nalga derecha. Piel podrida, negra y maloliente. Escara repugnante y dolorosa que no le deja vivir. Hay días en los que Francisco pregunta si han muerto muchos. Hay días en los que Francisco mira hacia el infinito. Esa mirada perdida. Y recuerda los días en el casino trabajando. En las plataneras, cargando piñas bajo el sol que quemaba hasta las entrañas. Le viene la imagen de aquel bebé llorando angustiado. Así, cuando su mujer llega, le dice que acerque la cuna, que el niño llora y hay que dormirlo. A veces, por las noches, recuerda el accidente. Comenzó el infierno. Aventó aquel coche que dio una vuelta de campana al subirse sobre el muro final. El muro de la soledad y la rabia. La rabia de detrás de la rabia. Rabia por ver a su mujer bien preparada. Se arrepiente. Pero ese lamento dura poco. En milésimas de segundos vuelve a ver a los campesinos entrando y saliendo, con sacos de papas y hasta de manzanas.

II

 Aquel hombre caminaba dando saltitos, pasaba por las columnas del edificio como si su cuerpo fuera un coche dando una curva a toda velocidad. Si veía a alguien que entraba en aquella nave de encierros, si ese alguien venía de visita, le decía: “¡Carameeeeeelo, carameeeeeelo!” Si esa persona palpaba sus bolsillos y encontraba algún caramelo pegajoso, se lo daba y el hombre sonreía con mirada fija en el envoltorio crujiente de aquel manjar.  Si no le daba ese caramelo, miraba a su enemigo con ojos de castigo y bajaba la cabeza. Caramelo, en su recorrido cansado y monótono por aquella estancia, a veces, se tropezaba con la maestra. La maestra, una vieja de pelo corto y gafas, que a menudo se desesperaba. Salía a la verja de afuera, se apoderaba de los barrotes y gritaba, gritaba hasta rajarse la garganta: “¡Ábreme la puerta, quiero salir! ¡Mi madre estará preocupada!.” Era en este momento cuando una chica vestida de blanco la cogía del brazo y la convencía, tras mucho esfuerzo, para entrar dentro de aquella camuflada cárcel. Mientras esto ocurría, desde lo alto del patio más lejano de la mazmorra, Caramelo miraba hacia abajo, se alongaba y caía despacio. Solo veía colores y más colores. Escarlata. Rojo. Naranja. Amarillo. Verde. Azul. Púrpura. Negro. Negra fue la visión que tuvo cuando el carámbano de la soledad quebró bajo su cuerpo en aquel patio lleno de gallinas. Gallinas y excrementos de la prisión. Finalmente, blanco. Blanco era todo el esplendor que veía. La luz.

                Abajo, en un pasillo estrecho con celdas a ambos lados reinaba el hielo solitario. Dentro de cada celda había un camastro con ropas raídas y un armario sin gracia. Francisco entró en la número 494. Vacía. Fría. Retiró la cortina de un balcón que daba a una especie de huerto. Vacío. Frío. Gélido. Dio media vuelta y un ruido sordo, pero constante, invadió sus oídos. Volvió su cuerpo hacia ese run run. Y, allá, en una esquina, se erguía una figura en cuclillas. La soledad. Parecía una mujer. Pisaba un arsenal de lirios blancos. Sobre su cabeza nadaban cuatro hebras canosas. Comía tierra húmeda y tortas de cal que arrancaba de las paredes. Supo de inmediato que era Rebeca. Rebeca, la que había muerto decrépita, padeciendo de tiña y chupándose el pulgar en una tierra yerma: Macondo. Lirios blancos formando la senda desde la muerte hasta la eternidad. La luz. La luz en la propia tierra.

III

 Olor nauseabundo y fétido. Mar de olores en el que nada el alcaide de todo aquello. Se encuentra regocijado y cómodo. Aquella es su casa, y cada día se propaga más por la estancia llena de cerebros enfermos. Una célula muere y él usurpa su lugar. Le gusta. Se deleita sintiéndose el responsable de aquella plaga que le hace reír. Reír a risotadas. Pasa de unos a otros como pulgas que pasan de perros a gatos. Perros sarnosos como los de Femés. Gatos escuálidos como los de Uga. Le encanta robar los pensamientos verdaderos e inducir otros que le hacen divertirse. Sustituye un recuerdo reciente por un recuerdo pasado. Suplanta la memoria de un hijo por la de un padre. Birla identidades y regala otras nuevas. El 21 de septiembre celebra su victoria. Reparte gritos, dolor, desesperación, descontrol, deterioro… Regalos que camuflan y borran la esencia de cada ser. Seres que se convierten en peleles de su poder. Muñecos, marionetas que mueve con muecas retorcidas de placer. Seres que tarde o temprano, detrás de detrás de la soledad, vislumbraran numerosos colores. Escarlata. Rojo. Naranja. Amarillo. Verde. Azul. Púrpura. Luego, verán oscuridad y disfrutarán de la negrura que precede al blanco de la luz. Luz celestial. Luz que concede la esperada paz. Una paz que no existe en el infierno de la vida. Luz que está detrás de detrás de la soledad.


Virginia Hernández González (Tenerife, 1989), filóloga y escritora, dedicada al sector
del libro. Es Graduada en Español. Lengua y Literatura por la Universidad de La
Laguna (2018). Como creadora literaria ha recibido el Accésit en la categoría de
poesía en los Premios de Creación Literaria por la ULL con “Mi viaje hacia Ítaca”
(2015). Ha sido incluida en el libro Perdone que no me calle. 62 autoras canarias
denuncian la violencia contra las mujeres con el relato “Una mujer, una rosa” (2017).
Como investigadora ha estudiado en profundidad el Teatro de Carmen Martín Gaite y
ha establecido correspondencias entre la obra pictórica y literaria de Clarice Lispector.
Ha participado en diversos medios culturales difundiendo la literatura canaria, en
especial, la de las poetas y narradoras canarias. Colabora con varias editoriales
realizando reseñas. Cuenta con un blog personal https://virginiahernandezgonzalez.blogspot.com

Un comentario

  1. Un relato muy potente. Enhorabuena, Virginia.

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