“Como un saco de sal” Dos cuentos de Jhak Valcourt

En la Revista Trasdemar difundimos la creación literaria contemporánea del Caribe
Fotografía cortesía del autor para Trasdemar

Presentamos en la Revista Trasdemar una muestra escogida de la obra narrativa de nuestro colaborador Jhak Valcourt (Haití). Escritor, traductor y artista plástico. Autor de la novela “El vaivén de las horas” (Santo Domingo, 2021, 1ra edición; Sultana de Lagos Editores, Venezuela, 2023, 2da edición); y el libro de cuentos “Grietas” (Santo Domingo: Luna Insomne Editores, 2022, primera edición) del cual se han escogido dos cuentos para la sección “Conexión Derek Walcott” de nuestra Revista. El autor resultó ganador del tercer lugar del Premio de Cuentos Juan Bosch 2019, organizado por la Fundación Global, Democracia y Desarrollo con el cuento «Quiero vender este reloj», publicado en Malas palabras y otros cuentos (Santo Domingo: Editorial Funglode, 2020). Textos suyos han sido publicados en las revistas ¿Cómo así? (República Dominicana) y Trasdemar (Islas Canarias, España).

Mira dónde nos ha llevado el peso de esa culpa. Y por primera vez pensaste en la oportunidad perdida de haberle mentido, de haberle dicho que sí, fue un sueño fragmentado, o una historia contada bajo el naranjo en alguna noche remota de cric crac, y dejarla con la duda eterna. Así, hubieran podido convivir, fingiendo ser felices. Pero ya era tarde.

JHAK VALCOURT

Como un saco de sal

Ahora que le confirmaste que aquel recuerdo, asiduo, no fue un sueño fragmentado ni una historia casualmente escuchada en su infancia (bajo el naranjo) en alguna noche de cric crac[1], sino la suya propia, se sintió un espejo craquelado, cuya imagen jamás volvería a ser normal. Entonces cargaste con la culpa y mira dónde nos ha llevado el peso.

Desde antes de que ella te lo mencionara, tú también, dolorosamente, pensabas en ello. «Me atormenta el recuerdo de un sueño. Me viene en pedazos», te dijo. Aquel día lloraste desconsolado, primero por dentro y luego por fuera. Ella no comprendió, pero algo sospechó. «No me dirás que tienes también este recuerdo, ¿o sí?», tu mirada se lo confirmó. Y fue un sí triste, abrumador. También llevabas años bocetando una estrategia perfecta para contárselo; pero el dolor, la vergüenza y la falta de valor nunca te lo permitieron.

Con la esperanza de que el tiempo y la distancia inhumaran aquella parte de tu vida, te marchaste de casa, lejos de ella. Pero fue inútil. La mente no olvida. Y lo peor fue que más de quince años después, además de que sobrevivían, hiriéndote, restos de los hechos como piezas inconexas de un puzzle encontradas a lo largo de un camino (tu camino), volviste para encontrarla llevando una vida de prostituta; y el reencuentro, que debería ser una fiesta, solo fue culpa y remordimiento y te martirizaste creyendo que si en vez de vituperación ella encontraba amor, que nadie le proporcionó, pudiera haber tenido, quizá, una vida distinta. ¿Y acaso era tarde?

Ella recordaba menos que tú, desde luego. Además, ¿qué tanto puede alguien retener de los recuerdos a los cinco años? Pero tú tenías siete. Por eso tu dolor fue mayor.

—Lo lamento tanto, hermana —el llanto te quemaba los ojos.

—Solo éramos niños —te susurró entre hipos, la voz llena de lágrimas—. ¿Qué sabíamos? La culpa es de mami y papi.

—Ellos nunca fueron modelos a seguir, lo sé. Pero mami solo quería lo mejor para nosotros.

—¡Lo mejor!, ¿dejar a dos niños con ese…? Ahora sé por qué siempre la he odiado.

—No pienses así, hermana. ¿Cómo sabía mami que aquello ocurriría? Solo tenía veintiuno. Muy ingenua todavía, y papi, demasiado irresponsable.

Dialogando sobre los hechos, los trozos que recordabas iban completando los de ella y viceversa. Pudiste haberle mentido, sorberte las lágrimas y dejarla con la equivocación, decirle que era tan solo un cuento que alguien les contó, de niños. Pero no, habías regresado para decírselo, para librarte del peso de una vez por todas. Lo habías contado a cada chica en cada una de tus relaciones. Confesarlo podría sanarte, te había dicho el psicólogo, pero debías confesárselo a ella y así tener la oportunidad del perdón. Sin embargo, nunca te imaginaste que la ibas a encontrar empantanándose en esa vida que llevaba, y el golpe fue brutal. Por eso su presencia te recordó todo como si fuese ayer: mamá, comerciante, se levantaba de madrugada y nos preparaba para la escuela. Salía con nosotros y no volvíamos a verla hasta la noche. Papá, taxista y mujeriego, era casi invisible. Salía cuando aún dormíamos. Pasaba a recogernos a la escuela. Volvía al trabajo y regresaba a casa cuando ya dormíamos o no regresaba. Mamá lo velaba casi todas las noches. A él no le gustaba. Por eso a veces le pegaba. Ella, sumisa como todas las madres, o como todas las madres-ama-de-casa, o como todas las madres-sirvientas…, aguantaba. Amaba a su esposo y era lo que valía. Trataba de ser una mujer ejemplar, al menos para su hija. Por eso recibía los golpes y las injurias en silencio, con coraje de haitianos.

Al regresar del colegio, el vecino era quien nos vigilaba. Jugaba con hermanita en la cama. La estrechaba. Su lenguaje de amor, quizá, era el toque físico, pero ella no entendía de esas cosas: como nadie en la casa la abrazaba, le venía bien el cariño del vecino, quien le enseñaba a contar con los dedos, no del uno al diez, sino del dedo más chico al más grueso. Hermanita se retorcía. Duele, decía, mientras jugaba con la muñeca que el vecino le había regalado.

—No hay nada que una mujer no resista —te explicaba el vecino, satisfecho—, y una mujer es mujer desde que sale de la placenta.

Tú vivías en otro mundo. Pero no por ello el vecino te ignoraba: eras el puente que le permitía el acceso a hermanita, y para asegurarse de que no lo delataras a sus espaldas, te obligaba, bajo amenazas de contar tus mínimas travesuras a mamá, a ser parte de sus juegos con hermanita en la cama. No tenías opción y hacías lo que se te pedía. A mamá le teníamos miedo. Como ella no quería que sus hijos heredaran su suerte, aplicaba medidas extremistas…

—¡Cuánto lo lamento, hermana! —le dijiste.

—Lo sé, hermano —te acariciaba la cabeza, tratando de calmarte; hablaba con tanta serenidad como si todo fuera a estar bien; cuán lejos estabas de pensar que esa confesión le llevaría a… —. Pero la culpa no es nuestra —añadía—. Ahora… es ¿cómo aprender a vivir con ello?

La pregunta fue vulgar y ella lo intuyó enseguida: vivir bajo el mismo techo, mirarse a los ojos cada vez que se cruzaran en el desayunador, en la puerta del baño, en el comedor…, sería exponer una herida incurable a los infinitos pinchazos de una jeringa. Y tú nunca hubieras podido vivir con ese peso.

—No se podrá, hermanita —le afirmaste—. Yo no podré. Hay cosas que es mejor…

¡Si tan solo lo supieras! «La culpa es mía», repetías una y otra vez, parado sobre esa silla. Pero míranos ahora. Mira dónde nos ha llevado el peso de esa culpa. Y por primera vez pensaste en la oportunidad perdida de haberle mentido, de haberle dicho que sí, fue un sueño fragmentado, o una historia contada bajo el naranjo en alguna noche remota de cric crac, y dejarla con la duda eterna. Así, hubieran podido convivir, fingiendo ser felices. Pero ya era tarde. Demasiado tarde para que espejo alguno vuelva a escupir alguna imagen íntegra de nosotros. O, tal vez, deba decir de ti y de ella, porque ya no soy tú, pues aquí me abandonas, junto a esta silla, condenado a una vida errante sin un cuerpo en donde cobijarme; y tú te quedas ahí, inmóvil, colgado en esa viga como un saco de sal.

Como un saco de sal, aparece en el libro “Grietas” bajo el título de Fragmentos


Algunos nombres

De andar erguido, paso ligero, sedoso, y rasgos de madre Teresa de Calcuta, abuela era la más santa de la aldea Limbé. Cuando caminaba, la gente se preguntaba «si al pisar una hormiga» la mataría. Y la pregunta, aunque literal, era retórica; pues en nuestra casa concurrían cucarachas, arañas, ciempiés, todo tipo de bichos, y se sabía que, mientras abuela viviera, nunca permitiría que nadie les pusiera la mano encima. Era como si entre ella y los animales existiera una suerte de complicidad maternal.

A nuestra casa la llamaban La «casinsecta».

Una mañana, sin embargo, al despertar, no detectamos ni un zumbido de mosquitos, ni una fibra de telarañas, ni un huevo de cucaracha… Nada. Abuelo se sorprendió. Me miró fruncido,

—¿Sospechas lo que yo…?

—¡Umjú! —asentí con la cabeza.

Me tiró del brazo y corrimos a casa del veterinario (el único médico de la aldea) para comprobar que nuestros sentidos no habían sufrido ninguna desgracia; para asegurarse de que seguían en su sitio y funcionando, me dijo después.

Se corrió la voz y en casa no hubo donde pinchar un alfiler. Todos los aldeanos vinieron a verlo con sus propios ojos.

—No puede ser verdad —dijeron algunos.

—Había que verlo pa’ creerlo —exclamaron otros.

Fui el único al que no le sorprendió el suceso. No porque tuviera siete años y no entendiera de esas cosas, como pensaban los demás, sino porque andaba con abuela para arriba y para abajo. Yo era su alforja, y no hubo cambio que en ella se produjera sin que no me diera cuenta. Pero la vez que sí me quedé pasmado fue previa a aquella mañana.

Fue una tarde de verano. Un jueves sin importancia. El sol ondeaba sus últimos rayos en señal de despedida. Habíamos ido, abuela y yo, a recoger caimito en el bosque. Nos tumbamos como siempre en el trasero del manzano y comimos. «¡Qué tiempo más fresco!», soltó y, luego, sonriente, quedó observando una mosca que parecía conocer su bondad de corazón y quiso sorber de su caimito. Revoloteaba con alas confiadas alrededor de la fruta. Apenas dio el primer chupón cuando escuché el ¡plaf! Abuela miró el insecto aplastado en su palma, reducido a una mancha negra de sangre, después me miró y soltó una siniestra carcajada, que me sacudió las entrañas. Luego, súbitamente, dejó de comer y permaneció tiesa, como si estuviera en un trance. Ni habló, ni siguió comiendo. Los ojos se le pusieron como si estuviese posesa. El corazón se me heló. Eso fue dos días antes de la desaparición de los insectos.

Otra mañana, días después de aquella limpieza a fondo, volvíamos de buscar caimito. Judas (el perro de la aldea), que la conocía, vino a su encuentro moviendo la cola y le obstruyó el camino. En vez del cariño de siempre, el roce en el hocico cuando el animal procedía de aquella manera, recibió la descarga del bastón de abuela que lo derribó y salió huyendo con un chillido desgarrador. El susto me hizo alzar el pie para correr.

—¡Ni se te ocurra! ¿Andas conmigo y pretendes comportarte como un cobarde? —gruñó y su carcajada me partió en dos. Pensé que el corazón se me iba a descomponer. Era justamente lo que espantaba: la carcajada eufórica tras cada crimen.

¿En quién se había convertido abuela de un día para otro? Nunca lo supe.

Me hizo jurarle no decir nada a nadie, ni siquiera a abuelo. Por lo que cuando lo mató a sangre fría, con unas tijeras, todos pensaron que fue un accidente, que fue su primer crimen. Sin embargo, fue la llovizna que desató la riada y abuela pasó de matar animales a personas.

Las cosas sucedieron así:

La noche antes de su muerte, abuelo quiso saber qué había sucedido con los insectos y por qué, desde hacía unas semanas, cada vez que mi mirada encontraba la de mi abuela, me entraban temblores y un pánico como si padeciera de fiebre tifoidea.

—Porque lo que estamos criando aquí es un cobarde —se sinceró y soltó la carcajada.

Abuelo pensó que fue por la expresión, por lo que también rio. Pero la risa de abuela no duró.

—¿Qué está ocurriendo, Iradivina?

—Eso mismo, querido.

—¿Cómo que eso mismo?, ¿qué es eso mismo?

—¡Estate quieto, Caín, si no quieres ser el siguiente!

—¿El siguiente de qué, mi amor? ¿en qué?

No hubo más respuesta. Abuela me miró un lapso, luego soltó la carcajada que, confirmaría tiempo después, era su firma, su ritual antes o después de arremeter contra sus víctimas. Y fue a dormir. Abuelo y yo nos quedamos sentados en el zaguán. Fue por primera vez, desde que abuela se transformó, que me dejó solo con abuelo. Quizá por eso pasó la noche inquieta, revolviéndose en la cama sin poder dormir.

—¿Qué pasa, Iradivina?, ¿por qué no me cuentas, cariño?

—¿Contarte qué, hombre?, deja que Dios obre —escuchaba yo desde el fondo de la oscuridad.

Aquella noche tampoco dormí. Y cuando el sueño me asaltó por la madrugada, el escándalo me despertó enseguida. La casa desbordaba de gente que, sorprendida, se llevaba las manos ora a la boca, ora al pecho o a la cabeza. El veterinario, sentado en el suelo, estaba desconcertado. Cuando me hice paso a codazos entre la multitud, ahí estaba abuelo, desparramado bocarriba, la tijera plantada en el lugar del corazón cual el vástago de una flor, toda una obra de arte. Una fuente roja afloraba de su boca, del pecho; y una expresión en los ojos abiertos como si siguiera esperando la respuesta de abuela, quien, con cara de huérfana, se acurrucaba en un rincón, las manos abrazando sus pies, plegados; las rodillas pegadas contra su pecho le apoyaban el mentón. Su mirada me fulminaba.

Enrollé despacio mi estera. La puse en su lugar de siempre y, sin decir palabra, sin saber a dónde iba, salí a la calle mientras ella seguía minuciosamente cada uno de mis movimientos. Aquella noche no volví a casa. Y nunca supe si fue porque yo sabía la verdad, o porque ella creyó que le conté todo a abuelo por lo que, desde aquel día, me añadió en su lista negra.


[1]   Expresión usada, en Haití, a la hora de contar cuentos.

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