Presentamos en la Revista Trasdemar la entrevista con el autor Iris Mónica Vargas (Puerto Rico) a quien agradecemos su colaboración en nuestra encuesta internacional dedicada a la insularidad
La isla es el contexto, y en el interior de la isla se gestan y habitan múltiples islas que representan distintas experiencias sobre lo que es ser isleño, y son esas, pienso, las que influyen sobre esa cosmovisión. Esta última, por consiguiente, podría ser, inclusive, una pluralidad.
IRIS MÓNICA VARGAS
La isla como espacio de creación
¿Qué representa la insularidad para su génesis como autora? Háblenos de su experiencia creativa en el ámbito de la escritura: ¿cuáles fueron los orígenes de su proceso de producción literaria?
Ten en cuenta que lo que te voy a contar no es final en el sentido en que no es final lo que anda constantemente evolucionando, lo que es ahora y deja de ser unos días más tarde, conforme va nutriéndose el pensamiento con nuevas lecturas y experiencias. Estamos cambiando constantemente. La escritora, el escritor, sigue explorando y en respuesta directa a la intensidad de su búsqueda, cambia.
A veces pienso que el origen de la producción literaria, escribir, es el deseo, en un principio innombrable, de encontrar cómo organizar el mundo alrededor, de reconocer e identificar los patrones y las convenciones con que transcurre el mundo. Más tarde, llega la necesidad de compartir esas observaciones, tal vez, ya no para identificar patrones sino por curiosidad, para ver si existe al menos alguien más que entienda el mundo como uno lo ha observado, o que observe de modo similar a como uno lo ha hecho. Aun cuando uno no esté consciente de ello, pienso, la escritora, el escritor, busca esa “alma” afin.
Sí recuerdo, desde la escuela primaria, llevar siempre conmigo una pequeña libreta en cada excursión que hacíamos fuera del salón de clases a otro pueblo de la Isla, a la capital, por ejemplo. Recuerdo que haya sido en el Viejo San Juan donde me encontré observando por primera vez, de la manera en que uno observa cuando por primera vez interroga las cosas.
Había, y aún, siempre turistas de todas partes del mundo, y en especial aquellos provenientes de los Estados Unidos. Eso a mí me llamaba la atención. Estados Unidos, e igual el resto del mundo, era poco más que una abstracción para mí. Desde mi barrio, desde mi Isla, el resto del mundo era asunto de leyenda.
Un día, Estados Unidos, sin embargo, nació y tomó forma, en particular, en casa de Abuelita Panchi cuando me advertía del “peligro” inminente que representaba el que mi padre fuera alguien que defendiera, en aquel momento, el ideal de la independencia para nuestro país. Mi Abuelita siempre me suplicaba, o al menos así me parecía a mí que lo hacía —estoy segura que exageraba; todo un teatro para lograr impresionarme—, que le dijera a mi padre que no participara de ninguna manifestación. Entonces, cuando yo visitaba al Viejo San Juan, llegaba con esa curiosidad hacia el turista, ese ente extraño que provenía de ese lugar que jamás había visto, cargando consigo, en mi mente, esa historia que siempre me había confundido. Eran tan extraños sus rostros, su piel de un color tan distinto, de facciones irreconocibles, y me resultaba fascinante que su país fuera “dueño” de nuestra isla y que, sin embargo, ellos, como individuos y como parte de ese país poderoso, no parecieran sentir curiosidad por nosotros como iguales más que por nuestro sol y arena. Si estaba o no prejuiciada en mi veredicto (por supuesto que hay mucho de eso también), no era algo consciente. Estoy segura que mi pensamiento estaba teñido por el contraste entre las creencias de mi padre y las de mi Abuela: las dos figuras más poderosas y de mayor peso en mi pequeño mundo. Rivales.
El caso es que yo no sabía bien qué hacer con todo aquello. La situación tomó, desde mi punto de vista, un giro hacia lo interesante el día en que mi padre nos dijo por primera vez (después de aquella ocasión vendrían muchas más) que debíamos aprender el idioma inglés. A mí me pareció que al decir eso, había algo de él que se daba por vencido, algo de él que abandonaba alguna lucha cuya profundidad no había alcanzado yo a conocer plenamente. Dijo, en innumerables ocasiones, que necesitábamos el idioma inglés para sobrevivir. Su selección de palabras llamó mucho mi atención. Yo creo que la mezcla de todas esas luchas, algunas implícitas y otras explícitas, reforzó mi instinto de observar, de interrogar mi entorno desde la perspectiva de una especie de cautivo, aunque suene exagerado, que no sabe exactamente cuándo ha sido capturado y por quién o por qué, exactamente. Los personajes de la historia, en ese contexto, no son blancos o negros, no están completamente aquí ni totalmente allá afuera (como le llamamos nosotros a todo lo que no está ni físicamente ni metafóricamente dentro de la Isla). Son todos grises, complejos y complicados.
Escribir, en un principio, fue solamente un instinto. Un instinto que se asoma como respuesta a todo lo que te he contado. No estoy segura de que un individuo que diga entender todo a su alrededor siente la misma necesidad imperiosa de observar sin tregua. La necesidad, el ímpetu, surge del miedo, del misterio, de la incomodidad y la fascinación, de la curiosidad, de cierta tensión con tu entorno sobre cosas que no puedes entender y que nadie es realmente capaz de explicarte.
Vivir en una isla, rodeado de mar, sin escape inmediato alguno, siendo propiedad de un país poderoso y al mismo tiempo considerándote, sabiéndote tu propio país, por autonomía intrínseca o natural, es confuso. Confunde cantar un himno que no contiene nada sobre ti mas que tu belleza, y que hace referencia al modo en que Otro te ha observado, a cómo otro te ha descrito, y a nada de lo que sabes tú de ti mismo. Confunde. Y a veces subleva.
Confunde leer tu descripción sin haber alcanzado aún a describirte tú mismo. Yo creo, honestamente, y ahora que estoy intentando describírtelo a ti, que ese es el lugar donde surge la tensión que propulsa la compulsión de crear tu propia historia.
Siempre he tratado de entender qué es exactamente lo que pienso al respecto de todo lo que hasta ahora le he comentado. Siempre, y en cuanto a todo lo que escribo, pero especialmente ahora, y en cuanto a esto, escribo para encontrar la respuesta porque realmente no la sé. Hay tanto que todavía estoy tratando de comprender y de alcanzar a explicarme a mí misma. Estoy contestándote con la esperanza de saber qué es lo que pienso.
La isla como lugar de influencias
¿Cuál es su relación literaria con la experiencia de la insularidad y las influencias recibidas de la tradición o las tradiciones culturales de su lugar de origen?
Vivir en Puerto Rico es la experiencia formativa más importante que he tenido, por supuesto, como lo es para cualquier otro ser humano, crecer en el lugar que crece. No existe quien salga del vacío. Para mí, haber nacido en mi Isla, ha sido estar contantemente llenando los blancos de una identidad que no ha estado clara para quienes han sido tus maestros y maestras. ¿Cómo contar la historia de quién soy, de quienes somos, de nuestro origen? No puedo decir que lo sé. Creo que por eso mi creación entera la he considerado siempre bajo la pregunta de “Cómo contar una historia.” Mi país es un lugar repleto de contradicciones, como todos los países (es cierto que todos los países están repletos de problemas y son mezclas complejas de muchos elementos) pero aquí ha sido, me atrevería decir, por encima del discrimen por color de piel, o por la clase económica en la que uno puede mobilizarse, o el apellido que uno lleva, sobre si existimos o no como colectivo, y, si existimos, entonces quién existe. ¿Cómo se llama lo que existe? ¿A dónde debe ir?
Mis referentes culturales, viniendo de un barrio pobre, de lo que era una zona rural, resultan contradictorios, y creo que es porque han sido fraguados desde una contradicción, desde una incertidumbre subyacente. Esa incertidumbre, sin embargo, se volvió incidiosa tan sólo al llegar a la ciudad, al ambiente universitario de la zona metropolitana. Era allí donde parecía preocupar de una manera más abrumadora que en el campo donde yo vivía, donde su única manifestación llegaba en forma de banderines y estribillos insistentes distribuídos mediante alto parlante durante la época de elecciones.
Pienso que la manera más clara en que el contexto cultural en torno al cual crecí ha tocado mi proceso de creación es mediante el idioma, uno de los elementos de mayor tensión durante mi crecimiento como isleña, como puertorriqueña. Tengo una lengua materna, que podría ser sub-materna, según donde se empiece la historia porque quienes habitaban la Isla antes de los españoles fueron los Taínos. Y tengo otra que sería nombrada de manera distinta según quien le nombre, y que llegó con el cambio de poder en la Isla, en 1898, de España a Estados Unidos. Con mi lengua materna me siento cómoda. Con la otra me siento agradecida. Esa otra es la segunda, la extranjera, la más reciente, la que no adquirí en la cuna sino que aprendí, poco a poco, con mucho esfuerzo, con la advertencia y la garantía de su valor pragmático, de que me serviría para salvarme de algo, que más tarde comprendería significaba poder pertenecer a ciertos grupos en mi propia isla, la que serviría como reemplazo de ese apellido de importancia social o económica, de la cifra apropiada en el banco, o de formar parte de una red social bien conectada. Con esa lengua también he llegado a sentir cierta comodidad. Inclusive, mucho aprecio. Y lo que ocurre hoy no lo puedo explicar de otro modo mas que contándote que, muchas veces, durante mi proceso creativo particular, la una informa a la otra. A veces cuando escribo en mi lengua materna sobre algo que me resulta doloroso, debo acudir a la otra para que alivie el dolor al dejarme solamente con lo práctico, con la idea central, sin la emoción del momento, sin la carga que tiene en su interior el cofre que representa la palabra en mi lengua materna. A veces, cuando no sé, o no entiendo todavía, lo que intento decir, porque el tema es uno que me embarga, que me arropa de emoción, escribo primero en inglés para encontrar qué es lo que en esencia estoy diciendo. Luego lo interpreto en mi lengua materna para proveerle todo lo que le falta —-esa riqueza que contiene la lengua materna por ser la lengua con la que te contaron los cuentos en tu infancia. A mí, esa combinación me resulta muy útil y poderosa. Me ha permitido valerme de mí misma en aquellas ocasiones cuando no soy recibida. Es una confesión que puede resultar análoga a una afrenta a mi lengua materna, pero para mí no lo es. Pienso que mientras más idiomas uno pueda conocer, mejor la posibilidad de existir. Los idiomas son construcciones y artificios humanos, pero igual, o irónicamente, tienen la capacidad de mostrar humanidad inclusive a quienes no desean verla, o en aquellos lugares donde uno no piensa que existe. Todo esto, creo, de algún modo ilustra, de la manera menos pura, la menos perfecta, cómo esa Isla, tal vez no la de la imaginación sino la real, llega a tocar a quienes crean dentro de ella. Para mí resulta interesante porque uno siempre asume pureza dentro del proceso creativo, pero la realidad nunca lo es.
Otro ejemplo. Siempre he sido un híbrido entre las ciencias y la literatura. Entonces, en la facultad de ciencias naturales, había un cúmulo de personas que hablaba el idioma inglés a diario. Vestían como si hubieran salido de un catálogo de la tienda norteamericana Gap, algo que yo nunca antes había visto, habiendo crecido en un barrio de escasos recursos económicos en el pueblo de Vega Alta. Por otro lado, cuando tomaba clases en la facultad de humanidades, o la facultad de ciencias sociales, escuchaba lo inverso – gente que a veces alardeaba del vocabulario que tenía en el idioma español, y que, muchas veces, vestía con estilos bohemios, coloridos, con flores, ese tipo de cosa, queriendo reproducir lo que para ellos, es “auténtico”.
El caso es que, viniendo yo de donde venía, tuve muchas experiencias que me forzaron a comprender rápidamente que no era capaz de llenar los requisitos de ninguno de los dos grupos. No tenía las características adecuadas, ni los padres profesores, médicos o abogados. El imaginario de esos grupos sobre lo que constituía ser puertorriqueño, isleño de esta Isla en particular, no me describía tampoco. Ni siquiera describía a mi padre, habiendo crecido en un residencial pobre, con sus referencias cruzadas y mezcladas de vaqueros del oeste e indios Taínos. Era como si en la universidad se esgrimiera una definición específica de ser puertorriqueño. Esa definición no necesariamente tomaba en cuenta el desarrollo de la historia de la Isla, el modo en que evolucionaba esa historia, cómo influía sobre la identidad de sus habitantes, o cómo producía identidades múltiples. Nada de eso estaba incluyéndose dentro de ese imaginario —un imaginario de una pureza que yo nunca había visto o experimentado, y que, probablemente, nadie a mi alrededor había visto e experimentado en su vida tampoco. El imaginario no incluía le multitud de experiencias –que son parte de una cultura— que existen y coexisten en todo lugar, incluso en una Isla con la extensión geográfica de Puerto Rico.
Amo mi País. No obstante, a veces siento que mucha gente existe en mi Isla como objeto para ser usado por quienes ansían el poder político y económico pero nunca son incluídos dentro de ese imaginario cultural como legítimos. La imagen de sí misma que cultiva una población particular es generada por ese contexto. Como agente creativo mi origen se sitúa dentro de este último. Siempre estoy intentando definirme, encontrar lo que se asemeje a una identidad por separado. Me rehúso con vehemencia a ser clasificada, y también a las definiciones específicas sobre lo que es un puertorriqueño, un boricua, un Isleño. Debo ser yo quien se defina. Debo ser yo quien construya su propio cuento. A veces pienso que debo trabajar para darle continuidad a lo que heredo de mis ancestros; otras veces pienso que debo redefinir lo que soy independientemente de mis ancestros. La tensión esta ahí, precisamente. ¿Puedo ser más grande de lo que me han dicho que soy? ¿Puedo llegar a ser más de lo que me han repetido es lo máximo que puedo aspirar a ser? ¿Será que soy capaz de ser universal, aun siendo isleña? ¿Será que hacer la salvedad de “que soy isleña” es, en sí mismo, el error? ¿Acaso virtud? En otras ocasiones, me muero por pertenecer.
Cuando la tensión es demasiada para marcar las cajas que debo marcar para pertenecer, sin embargo, en esos días, siempre quiero ser independiente, siempre quiero sembrar mi propia historia.
La isla como proyecto cultural
¿De qué modo considera el valor de la isla o del archipiélago en su propia cosmovisión literaria? ¿Qué opina acerca de las semejanzas y los parentescos entre su lugar de origen y otros territorios insulares?
Cuando tenía dieciséis años, en el undécimo grado, tuve una maestra valiente que nos dijo algo así el primer día de clases: Yo no voy a enseñarles historia de los Estados Unidos otra vez. Ustedes van a tener mil oportunidades más de aprender sobre ello. De lo que nadie va a hablarles jamás será de la historia de su país, y sobre todo, de la historia de su pueblo. No voy a usar el texto que nos da el departamento de educación. Acúsenme si quieren, pero yo les voy a contar sobre la historia de Vega Alta. Ella tuvo razón. Fue la única oportunidad que tuve de explorar ininterrumpidamente, o siquiera de explorar, a lujo, la historia de mi pueblo. Creo que de ahí parte el profundo amor que siento por el lugar donde crecí.
Lo que intento decir es que esa consciencia sobre la manera en que la Isla forma parte de la perspectiva que lleva uno sobre el mundo, la llamada cosmovisión, esa manera de ver las cosas de la cual puede o no estar uno explícitamente consciente, y por consiguiente el valor que uno haya de reconocerle como influencia en la vida cotidiana y como manifestación en el proceso creativo, está íntimamente ligada al contenido de la educación que recibe una persona durante sus años de formación, en la escuela y la universidad. Aquí estamos hablando del caso de quien escribe, pero pienso que aplica a toda persona, haga lo que haga, y tanto al isleño en la isla, como al isleño que jamás ha pisado la Isla pero igual ha sido poderosamente influenciado por el sentido que deriva de su procedencia, como consecuencia de lo que ha aprendido a través de sus padres o abuelos.
En mi país, desde que era pequeña, he presenciado el debate sobre quién es “más puertorriqueño que otro”, quién es “más isleño”, quién ya está “anexionado” y quién no, etc. De modo que, allí, aquí, ser isleño se convierte en ser puertorriqueño, pero ser puertorriqueño se convierte en una serie de marcas de verificación sobre cajitas convenidas. El contenido de esas cajitas es lo que llama mi atención. ¿Qué contienen y por qué? Siempre he preguntado, ¿podemos pedirle a alguien que no ha tenido maestras valientes que decidan retar el sistema de educación de maneras particulares para enseñar cosas que no se encuentran tan fácilmente en la televisión que todo mundo ve o en los periódicos que se leen, en los fragmentos y fotografías de las “estrellas” de la red social, cosas que no abundan en el mar de la cotidianidad? ¿Podemos pedirle que sea puertorriqueño de la misma manera en que lo es otra persona que haya pasado parte de su vida leyendo o escuchando sobre la historia del país? ¿Podemos perdirle que herede, hasta cierto punto, una identidad que puede o no ser real desde su experiencia cotidiana?
Hace poco, por ejemplo, mi padre me contó sobre un día de reyes que recuerda haber tenido —que en realidad era como muchos días de reyes reunidos en un solo cuento. El caso es que quedé absolutamente sorprendida cuando en su relato aparecieron dos personajes estadounidenses: Buffalo Bill y Annie Oakley. Estamos hablando de finales de los años cincuenta, en uno de los sitios de menos recursos económicos en Puerto Rico. No esperaba a un Buffalo Bill o una Annie Oakley en esos lares jamás, y sin embargo, allí estaban, junto a los Reyes Magos, junto a la bomba y la plena, junto a las piraguas, los villancicos, los trovadores, y Santa Claus: elementos inconexos, ¿o no?
El mes pasado falleció un pintor y preso político puertorriqueño, y aproveché la ocasión para leer sobre él y sus ideas mediante una entrevista que le hicieran hace algunos años. Se refería el artista, en cierto momento de la entrevista, al tema de la independencia de Puerto Rico, un tema que a mí me parece crucial cuando intentamos conversar acerca de una identidad isleña en mi caso particular. Estuve de acuerdo con él cuando decía que el obstáculo más importante entre la idea de la independencia de Puerto Rico y el que ocurra algún día, es que nosotros los de las generaciones más nuevas no conocemos el trabajo de nuestros próceres. Ni siquiera conocemos sus nombres. Entonces, y aquí ya estoy ofreciendo mi interpretación de sus palabras, los discursos no generan significado alguno porque se convierten, al estar desprovistos de este trasfondo, en una cadena de símbolos vacíos.
Siempre he pensado que el reto entre los seres humanos, cuando hablamos con alguien a quien no conocemos, y cuando escribimos y compartimos lo que escribimos, es encontrar la manera en que podemos usar las palabras de manera eficiente. Con esto quiero decir, tal que puedan dirigir a quien nos lee a un lugar cercano —aunque nunca exacto— al que tenemos en la imaginación, en la abstracción de nuestra idea. Esa es una de las hazañas más difíciles que existen.
Cada palabra es como un cofrecito dentro del cual está contenida una serie de asociaciones que hemos venido coleccionando a través del tiempo, de la vida y sus experiencias. La palabra Dios, por ejemplo, no va a tener jamás el mismo significado para un devoto religioso que para un ateo. Y no tiene el mismo significado para un ateo que para un agnóstico. Inclusive entre religiones, o entre sectas religiosas, su significado parece variar. Lo que existe dentro del cofrecito es distinto. Habría que trabajar estableciendo un puente entre los distintos cofrecitos que existen nombrados con la misma palabra, entendiendo que el contenido en su interior varía porque las experiencias de un ser humano varían y conforme transcurre el tiempo, van siendo asociadas a distintos valores. Antes de contruir ese puente, entonces, habría que trabajar con la empatía para aceptar la existencia de la variedad en contenido de esos cofrecitos, y de la colección de valores que representan. De modo que, la isla es el contexto, y en el interior de la isla se gestan y habitan múltiples islas que representan distintas experiencias sobre lo que es ser isleño, y son esas, pienso, las que influyen sobre esa cosmovisión. Esta última, por consiguiente, podría ser, inclusive, una pluralidad.
La isla como punto de referencia
En su opinión, ¿el paisaje contribuye a la formación de una estética de la insularidad? ¿Qué aspectos considera más relevantes en la mirada hacia la insularidad desde la literatura o el arte?
La vida en mi Isla es una vida complicada. En el mejor de los días, en la ciudad de Ponce, en San Juan, en Vega Alta, en cualquier pueblo, te cortan la energía eléctrica sin avisar, por dos horas, o se va el servicio de agua durante el resto del día. Hay tráfico vehicular en todas partes, hay calor, o mucha lluvia. Tienes que hacer filas interminables, regresar al mismo lugar durante semanas para completar la tramitación de un simple documento, y caminar de un sitio al otro, una y otra vez, bajo el sol, para completar un procedimiento que podría haber ocurrido en un solo lugar. Cuando uno sale de la isla a vivir en otra parte, es muy fácil acostumbrarse a la comodidad de obtener un certificado de nacimiento en cinco minutos en lugar de tener que esperar dos semanas por él, o al detalle de que la transportación pública te espere cada tres minutos sin falta ni retraso.
Sin embargo, es cierto también, que es en tu Isla, en tu país, donde con sólo una mirada alguien te entiende, alguien se apiada de ti, alguien te ayuda. Mirándose a los ojos dos personas, o tres, en la fila del supermercado, son capaces de reirse de la misma escena en silencio, comparten soliloquios de enfado sin la necesidad de intercambiar palabras. De pronto eres parte de algo. Sencillo, pero no trivial; no para tomárselo a la ligera.
Irónicamente, la escritora, el escritor –sea isleño o no– tiene mejor oportunidad de experimentar el verdadero amor al país cuando le deja, cuando se aleja por un tiempo de él y se expone a cosas nuevas, a otras maneras de supervivencia. Poder sobrevivir en otro lugar, saberse capaz de sobrevivir en otro lugar, esa autosuficiencia generada por la separación, que no es muy distinta a la separación de los padres, de la casa donde uno creció, lo que le permite quedarse con lo importante: el amor a la patria. No un amor fanático, ciego, sino un amor empático mediante el cual la escritora, el escritor, al fin va comenzando a comprender cómo querer, sabiéndose tan imperfecto como el resto, y queriendo, en especial no a pesar de, sino debido a, esa imperfección.
Creo que para cada escritora o escritor el proceso es distinto. Lo que yo considero mi lucha por plantar los pies sobre la tierra de las letras corresponde directamente a esa imagen del paisaje, esa forma estética que ha desarrollado mi mente sobre la insularidad. Soy una isla; también soy parte del mundo. Alzo los ojos hacia la misma luna, bajo el mismo cielo. Salir de los límites de tu archipiélago, y visitar otros lugares, es útil de esa manera: te muestra dónde realmente existes en el gran panorama de la vida.
La primera vez que pude viajar en avión tenía catorce años. Tuve que vender bastantes chocolates en la escuela para adquirir el dinero suficiente para pagar el viaje hasta el llamado Space Camp en el estado de Alabama en los Estados Unidos. (Estaba obsesionada por aprender sobre el espacio y los viajes espaciales.) Era el mes de octubre. Al mirar a través de la ventana de avión y ver aquel espacio anaranjado en el paisaje abajo, con árboles sin hojas, distinto al eterno verdor de mi Isla, pensé, por un instante, que habíamos aterrizado accidentalmente en el planeta Marte. Aquella noche, me detuve a observar el cielo a través de una ventana en forma circular de las que abundaban en el “habitat” de aquel campamento. Era sólo una niña, pero nunca olvido haberme sentido maravillada ante el hecho de saberme, aún, bajo el mismo cielo, bajo la luna de siempre, la que observaba desde mi barrio Bajuras. Era algo sobrecogedor comprender, o al menos dar cuenta, de que todos, aunque no lo pareciéramos cuando hablábamos, aunque fuera casi imposible aceptarlo al contemplarnos las caras y compararnos el color de la piel y el ancho de las narices, todos estábamos compartiendo cielo. Ese hecho todavía logra conmoverme.
De modo que, en ocasiones, cuando más aislada me siento soy isla. También, cuando más atrevida y valiente, soy isla nómada, isla transeúnte, isla de iniciativa, isla con puente.
La isla como vía a la universalidad
¿Cómo le gustaría definir la identidad insular? ¿En qué medida las diversas formas de la movilidad humana, como las migraciones o el turismo, influyen sobre la creación literaria en las islas? Desde su perspectiva, ¿qué lugar ocupan las nociones de cosmopolitismo y universalidad en la cultura insular de cara al futuro?
Fíjate, para mí la insularidad de cara al futuro impone el reto de establecer un equilibrio entre las particularidades de ser isleño y la universalidad de la experiencia humana. Creo que las banderas, los partidos políticos, e inclusive los idiomas son maneras de buscar definición u organización — de saberte especial.
Hasta el momento ha sido natural buscar consuelo –ya sea ante la inmensidad o la intensidad de esa inmensidad que nos rodea— mediante la definición de esas particularidades, de esa individualidad. Pienso que buscamos consuelo en la individualidad, en gran parte, por el terror que le tenemos a la idea de desaparecer, de no existir, inclusive de cambiar. También, podríamos decir que la individualidad ha sido consuelo ante la dinámica global de invadir y cancelar la egemonía de otro para imponer la tuya. Pero la dinámica que resulta de nuestro hacer en el planeta –el modo en que malgastamos recursos naturales y destruímos otros organismos— es una que logrará, sin importar nuestra renuencia a aceptar nuestra responsabilidad en todo ello, el que nos acerquemos como colaboradores que somos en este recinto planetario.
Me atrevería a apostar que la tensión durante los años venideros no estará derivada de la ansiedad de sobrevivirle a otra atrocidad humana (aunque siga habiendo mucho de eso), o del interés por el crecimiento del individuo separado de su comunidad sin otro propósito más que existir por sí mismo, sino de poder existir como colaborador global capaz de establecer enlaces que le permitan un futuro saludable, no solo para nuestra especie, sino para la familia planetaria en su totalidad como ente del cual es una parte importante pero igualmente significativa. En nuestro caso, como Isla, tal vez tengamos que encarar primero la incomodidad de padecer enormemente sin alguien externo que nos asista, sin garantías de supervivencia, hasta redescubrir o inventar las maneras en que podemos y sabemos sobrevivir, e inclusive florecer. Sospecho que lo que da forma a la identidad de una escritora, de un escritor, de un país, independientemente de cuál sea nuestro punto o nuestra tierra de origen, es nuestra habilidad para sabernos capaces de valernos por nosotros mismos y de eregir, crear, construir, lo que antes no existía, al mismo tiempo que entendemos lo que ello representa para la salud de nuestra comunidad y planeta.
El optimismo no es la tendencia estos días, no está de moda. Vivimos como en un culto a la paranoia social, si se puede llamar de esa forma. Como si despertásemos cada mañana con fe, pero no de un nuevo día y de nuevas posibilidades, sino fe de que alguien anda tras nosotros, de que quieren hacernos daño. Fe de que todos se han organizado en contra nuestra. Es una fe muy grande en la maldad. Pecando entonces diré que no puedo dejar de ser optimista. Para mí ser optimista es conservar mi sentido de responsabilidad en el mundo, y de buscar cómo no fallarle, o fallarle lo menos posible. Digo todo esto, no obstante, no por optimismo meramente, sino porque pienso que la vida interna es el punto de origen de la externa, y las palabras, del mismo modo en que han demostrado, a través de la historia, ser capaces de destruir individuos, un país completo, inclusive, también son capaces de sembrar nuevos comienzos, sembrando ideas.
Iris Mónica Vargas (Puerto Rico) Poeta, escritora, traductora y físico. Autora de El libro azul (galardonado con un premio PEN Internacional Puerto Rico; Snow Fountain, 2018) y La última caricia (Terranova Editores, 2014). Acaba de terminar su tercer trabajo poético: El día en que dejamos la tierra. Posee un doble bachillerato en biología y física de la Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, y completó dos másters, en física y escritura de ciencias, en la UPR y el Massachusetts Institute of Technology (MIT). Fue becada por el Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian, y sirvió como intérprete médico en Cambridge, Massachusetts. Actualmente completa un doctorado en medicina. Su trabajo ha sido publicado internacionalmente, apareciendo en revistas como Letralia (Venezuela), Latin American Literature Today (LALT), Trasdemar: Revista de Literaturas Insulares (Islas Canarias), Santa Rabia Magazine (Perú), Harvard Science, El Nuevo Día (Puerto Rico), Letras Salvajes (Puerto Rico), Seed Magazine, Otro Lunes (Madrid, España), Oculta Lit, Isla Negra, Revista Fábula (España), El Coloquio de los Perros (España), Bay State Banner, Social Medicine/Medicina Social, Lo-fi Ardentía, Ciencia@NASA, Confesiones, la Fundación Gold, Bulletin of Anesthesia History, Mi Libro Hispano, Science News, Harvard Gazette, National Association of Science Writers, entre otros.