“Una oficina junto al mar” La escritura de Domingo Rivero

Presentamos en la revista Trasdemar un ensayo de Ramiro Rosón dedicado a la figura del poeta canario Domingo Rivero (1852-1929) exponente singular del modernismo literario insular

Para estudiar la influencia de Rivero en la literatura canaria, debe tenerse en cuenta la tardía recepción de su obra y los cambios históricos que sucedieron tras su fallecimiento. El poeta, remiso a publicar sus obras en vida, dejó inédita la inmensa mayoría de sus textos, lo cual ha generado no pocas dificultades para fijar su corpus poético. La edición de su poesía completa llevada a cabo por Eugenio Padorno es la más exhaustiva de que se dispone hasta la fecha, pues se basa en el cotejo de los manuscritos originales del poeta e incorpora un estudio crítico de la biografía y la obra del autor

RAMIRO ROSÓN

El poeta y su vida

La posteridad nos ha legado pocas imágenes de Domingo Rivero. Una de las más conocidas es un daguerrotipo tomado cuando el poeta tenía veinte o veintiún años y residía en Londres. En esta fotografía se ve al poeta joven con elegante abrigo gris oscuro y pajarita negra; la mano derecha escondida bajo la solapa del abrigo, imitando la pose de los retratos de Napoleón que se hizo muy popular en el siglo XIX; abundante melena, peinada al gusto de la época y de tonalidad castaña, según permiten deducir los grises de la fotografía; y la mirada dirigida hacia su izquierda, fogosa pero perdida en el infinito, como si a través de ella pudiera vislumbrarse un mundo interior de fascinante riqueza.

Podríamos pensar que se trata de un hombre más o menos introvertido, pero dueño de un pensamiento de gran capacidad reflexiva, dispuesto a buscar la verdad de las cosas más allá de las apariencias. Y podría parecer intrascendente comenzar esta exposición describiendo la fotografía del poeta, pero ya desde su juventud se adivina en sus facciones el carácter que le acompañará el resto de su vida, y que dará lugar, cuando llegue a la madurez, a una obra poética decisiva para la historia de la literatura canaria, donde el lenguaje conmueve por su sencillez y rotundidad, sin caer en ningún exceso retórico ni sentimentalismo. Algunos años antes que Antonio Machado, Domingo Rivero ya había entendido que el poema debía consistir en unas pocas palabras verdaderas; se había apartado del modernismo introducido en España por Rubén Darío, lleno de infantas y marquesas, en el que predominaba la evasión del yo poético hacia siglos pasados y lugares exóticos, para desbrozar el camino de un modernismo intimista, donde la poesía nace de un vínculo directo con la realidad cotidiana y habla del sufrimiento humano sin ambages pero sin grandilocuencia, con la misma sinceridad con que se desliza una confidencia entre buenos amigos. Por este motivo puede considerarse que su obra inaugura la verdadera modernidad en la poesía canaria, al mismo tiempo que nos ofrece una de las facetas más perdurables del modernismo español (1).

Domingo Rivero nace en Arucas el 23 de marzo de 1852, hijo de Juan Rivero Bolaños y Rafaela González Castellano. Se trata de una familia de la burguesía agraria local que poseía diversas fincas en el norte de Gran Canaria, dedicadas sobre todo al negocio de la producción de cochinilla. Este patrimonio familiar provenía del capital que había acumulado el abuelo del poeta, José Rivero Mederos, un hijo de labradores modestos que había emigrado a Cuba, donde pasó veintitrés años, para luego retornar a Gran Canaria y convertirse en uno de los propietarios agrícolas más estimables de Guía (2). Pese a que los padres de Domingo Rivero vivieran en esta última localidad, el poeta nació en la casa de sus abuelos maternos, situada en Arucas, pues según la costumbre de la época la madre solía dar a luz en el hogar de sus padres, que contaban con más experiencia para resolver cualquier eventualidad (3).

Sus primeros años de vida transcurren en Guía, entre las incidencias hogareñas y la rutina de la vida del pueblo. Al tener sólo una hermana, María Teresa, un padre sin hermanos y una madre cuyos familiares residían lejos de Guía, el medio doméstico en que vivía Rivero no era el más idóneo para disfrutar de un trato continuo con otros niños de su sexo. Por ello, cabe suponer que en su primera infancia dedicaría más tiempo a cavilar y fantasear que a jugar con otros niños. Desde una edad temprana, se habría acostumbrado a una soledad acompañada, junto a las pocas personas que formaban el hogar de sus padres, y habría adquirido un carácter meditabundo y un gusto por la introversión que conservaría el resto de su vida, pues aquellos que lo conocieron en su madurez y ancianidad lo recordaban como un hombre retraído y pensativo. Sin embargo, no le faltarían amistades en el pueblo, donde se relacionó sobre todo con los hijos de las familias de la burguesía local (4).

En 1864, se traslada a Las Palmas para ingresar en el Colegio San Agustín. Entre 1870 y 1873, sale del archipiélago para viajar a París y a Londres. De su viaje a París apenas se conservan datos: se sabe que lo realizó en 1870, gracias a un soneto en el que Rivero afirma haber conocido en ese año en París al andaluz Fermín Salvochea, ideólogo de tendencias socialistas que se convirtió en alcalde de Cádiz durante la Primera República y que a la sazón se encontraba en la capital francesa. Todo apunta a que hubo de ser una estancia muy breve, acaso un simple tránsito antes de llegar a Londres (5).

Por otro lado, tampoco se conocen muchos detalles sobre su estancia en la capital británica, aunque las investigaciones de Eugenio Padorno y Jorge Rodríguez Padrón han aumentado la información disponible al respecto. Durante su estadía londinense, el poeta se alojó en una casa de huéspedes situada en el número 19 de Torrington Square, en el distrito de Bloomsbury –el mismo distrito donde a principios del siglo XX se reunirían los miembros del círculo homónimo, al que pertenecieron intelectuales como Bertrand Russell, Ludwig Wittgenstein o Virginia Woolf–. Relativamente cerca del domicilio londinense de Rivero se encontraba el University College. En esta institución educativa de carácter progresista e igualitario, fundada en 1826 por Jeremy Bentham con un grupo de librepensadores y seguidores de las teorías utilitaristas, se matriculó Rivero para seguir un curso de matemáticas .

Sin embargo, cabe suponer que la principal motivación de la estancia de Rivero no era académica: en el fondo, su familia lo había enviado a Londres para cumplir lo que, desde el siglo XVIII, se consideraba el grand tour con el que culminaban su formación los jóvenes de la aristocracia y la burguesía europea, en un viaje que les permitía ampliar sus conocimientos . No resulta fácil determinar en qué medida influyó el ambiente londinense sobre la formación intelectual del joven Rivero, pero en los años de su estancia la capital inglesa se encontraba sumida en vertiginosos cambios políticos y culturales. En este momento despega el crecimiento moderno de la ciudad, el movimiento obrero se fortalece y nuevas ideas filosóficas y científicas se abren camino.

A la vuelta de su estancia en París y Londres, en 1873, decide cursar estudios superiores en la Universidad de Sevilla y se matricula en la carrera de Leyes. Retorna de ordinario a su casa de Guía en las épocas de vacaciones, tanto cuando estudiaba en Las Palmas como en su etapa universitaria. Permanece en Sevilla hasta 1881, cuando acaba la carrera de Leyes y solicita su título universitario. En este periodo, el poeta lleva todavía la existencia de un joven hijo de familia acomodada. Sin embargo, a comienzos de la década de 1870 se acentúan ciertos problemas económicos que habían surgido en su hogar hacia 1860, como consecuencia de la crisis y el posterior desplome del negocio de la cochinilla, la principal actividad agrícola de la familia. Se trataba de dificultades de liquidez que obligaron a la familia, en un periodo comprendido entre 1873 y 1889, a enajenar sucesivamente sus propiedades. En 1885, el padre de Rivero fija su residencia en Las Palmas, con los ánimos abatidos y tal vez asediado ya por una enfermedad incurable, y muere en la capital grancanaria a principios de 1894, según parece tras un largo padecimiento.

Como se deduce de las fechas, Rivero estudió la carrera de Derecho con cierta parsimonia, quizás porque no se correspondía con su vocación, probablemente poco definida, y acaso también porque no captaba en la casa familiar ningún signo de quebranto económico que lo llevara a pensar que convenía hacer menos duradera y costosa la etapa universitaria. Cabe sospechar que sus familiares se esforzaron en ocultar la realidad de la situación al poeta, con el fin de evitar que adoptara alguna medida que malograra las esperanzas puestas en su futuro profesional. La prolongada estancia de tres años en París y Londres contribuye a favorecer esta sospecha. Por lo tanto, no sería descabellado preguntarse si el grave trastorno económico de la familia, la enfermedad del padre de Rivero y, después de su muerte, el recuerdo de sus padecimientos físicos y morales no inducirían al poeta a sentirse culpable por omisión, atribuyéndose una responsabilidad efectiva o imaginaria por no haber actuado de alguna forma para remediar o mitigar aquel dramático estado de cosas. Si esto ocurrió, conoceríamos uno de los posibles motivos que influyeron sobre el hecho de que Domingo Rivero comenzara a escribir poesía en 1899, cuando habían pasado cinco años de la muerte de su padre y él tenía ya cuarenta y siete, rozando el medio siglo de vida .

Una vez terminada la etapa universitaria, en 1884 se le nombra registrador de la propiedad en Las Palmas, por cese del anterior titular de la plaza. Al año siguiente contrae matrimonio con Nieves del Castillo-Olivares y Fierro, una joven perteneciente a la nobleza isleña. El novio cuenta entonces treinta y tres años, mientras que la novia es diez años más joven. Se sabe que la esposa de Rivero había tenido una notable preparación intelectual, pues leía a los autores franceses en su lengua original y su nombre aparece en algunas dedicatorias de versos escritos por algunos poetas menores de la época . En mayo de 1886, al hallarse vacante una plaza de relator en la Audiencia Territorial de Las Palmas, se le concede al poeta este cargo y se incorpora a la nómina de funcionarios del órgano judicial. Como escribió José Suárez Falcón, periodista grancanario que conoció a Rivero y que escribía con el seudónimo de Jordé, es fama que desempeñó su cargo oficial con indiscutible rectitud y competencia, pese a que por su carácter y sensibilidad fuera lo más opuesto a los procedimientos y prácticas curialescas . El matrimonio formado por Domingo y Nieves dará a luz a siete hijos, el primero de los cuales, Fernando, muere en 1887 con diecisiete meses.

Los años de madurez del poeta discurrirán tranquilos, entre la rutina de su vida laboral y familiar. En 1924 se jubila de su cargo y desde entonces se dedica exclusivamente a la poesía. Estos últimos años de vida, sin embargo, se verán enturbiados por la enfermedad y la muerte de su hijo Juan, quien fallecerá en 1928, el día de su santo, de un epitelioma de meninges. Tras la muerte de su hijo, el poeta queda sumido en una melancolía incurable: en palabras de Luis Benítez Inglott, la respetable cabeza cana miró, donde el día triste, la huesa abierta, y apenas había fibra en el viejo caballero que no estuviera estremecida de angustia . Cansado de luchar, el poeta muere en la madrugada del 7 al 8 de septiembre de 1929.


Tiempo, dolor y muerte

Después de adentrarnos en la biografía de Rivero, nos toca detenernos a analizar los que, según Jorge Rodríguez Padrón, son los supuestos fundamentales de su creación poética: el tiempo, el dolor y la muerte. Su poesía, caracterizada por la sencillez de su estructura formal, emplea unos pocos elementos ideológicos y sentimentales, pero los analiza y desarrolla a la perfección, extrayendo todo su contenido .

En primer lugar surge la idea del tiempo. Cuando el poeta comienza a escribir, ya es un hombre de edad avanzada, pero el arco temporal evocado en su poesía abarca toda su vida, desde la infancia hasta los últimos años. A renglón seguido aparece el tema del dolor, pues Rivero contempla en su madurez cómo se derrumban las ilusiones de su juventud. Finalmente, en mitad del dolor la muerte se presenta como la única esperanza: el sujeto poético ya no la teme, sino que la espera como descanso definitivo. Estas tres ideas centrales, que guardan una estrecha relación entre sí, se repiten hasta la saciedad en la poesía de Rivero sin que lleguen a producir cansancio, pues el autor sabe presentarlas bajo una gran variedad de formas .

En la poesía de Rivero, el tiempo se presenta bajo dos grandes dimensiones: el tiempo biográfico, en el que el poeta, a medida que envejece, toma conciencia de la finitud de su propia vida; y el tiempo histórico, en el que se reconoce imbricado en un periodo concreto de la historia, cuyos hechos y protagonistas se entrelazan con su biografía. Su obra poética nos ofrece abundantes ejemplos de ambas dimensiones del tiempo.

El tiempo biográfico se refleja en poemas donde el autor medita sobre su trayectoria vital, entre los que sobresalen textos como A los muebles de mi cuarto, La nave y El humilde sendero. A los muebles de mi cuarto se sirve de una anécdota cotidiana (el poeta contempla con melancolía el mobiliario de su habitación) para hilvanar toda una meditación sobre el transcurso del tiempo, pues Rivero siente próxima la hora de su muerte y se imagina cómo los muebles que ha reunido en sus años de madurez saldrán de su cuarto y acabarán dispersándose como un rebaño de ovejas asustadas. El yo poético evoca este mundo familiar de objetos inanimados con un apego emocionante, como si estuviera conversando con íntimos amigos:

Cuando a buscarme llegue con paso recatado
la muerte, como un lobo dispersará el ganado.
¿Qué haréis, pobres ovejas, sin el viejo pastor?
Donde la suerte os lleve, os faltará mi amor.

Y tú, viejo sillón, de mi tristeza amigo,
que crujes al sentarme, quejándote conmigo,
si a mí gruñirme sueles sabiendo que te quiero,
¿qué harás cuando al fin dejes de ser mi compañero?

Desvencijado y solo, acabará tu historia
en un lugar sombrío de la que fue mi casa.
Quizá por que no muera del todo mi memoria
un clavo tuyo tire del traje del que pasa .

El soneto La nave expresa la actitud de Rivero frente a la búsqueda de lo ideal, de las aspiraciones más altas del ser humano. Como don Quijote, el poeta asume previamente el fracaso de esa búsqueda, pero considera que no merece la pena desistir de la misma en ningún momento, pues el ser humano, paradójicamente, sólo puede alcanzar su máxima dignidad de esta manera. Para describir este proceso espiritual, el poema utiliza la alegoría de una nave que emprende una travesía por el océano, persiguiendo un horizonte que siempre se aleja de su vista. Cuando al fin la nave llega a puerto, el viajero puede pisar tierra firme y dedicarse a conseguir aspiraciones puramente materiales, pero el poeta aconseja que la nave reanude su travesía en busca de ese horizonte que jamás alcanza:

Llegó a puerto la nave. Lo mezquino
podrá el hombre alcanzar sobre la tierra
si logra abrir a su ambición camino.

Pero lo que ennoblece su destino
es su inútil luchar en esta guerra
en que el alma persigue lo divino .

En El humilde sendero, Rivero convierte la imagen de un sendero campestre, borrado a medias e iluminado sólo a trechos por la luna, en metáfora de su propia trayectoria vital, pues el poeta nunca deseó la fama ni el aplauso, siguiendo el consejo estoico de renunciar a estas ambiciones por considerarlas inútiles y nocivas. Por otro lado, frente a la visión romántica del poeta como una especie de semidiós, que lo sitúa por encima de los demás mortales, Rivero se contempla a sí mismo con humildad conmovedora, pues en el fondo se sabe idéntico al resto de los hombres, participando en unos anhelos y sufrimientos comunes. Por este motivo el poeta quiere pasar casi del todo inadvertido por el gran teatro del mundo, como el camino entre los campos, mientras lleva consigo el tesoro de su palabra y su pensamiento:

Pero cuando contemplo,
por la noche, del campo en el retiro,
el humilde sendero
que hollaron pobres pies que ya descansan,

borrado en parte, que blanquea a trechos,
a la luz de la luna, y que condujo
a un apartado hogar, ahora desierto,

mi terrena raíz se reverdece
y acaso a veces pienso
con humana emoción: así quisiera
que en la tierra quedara mi recuerdo .

Por otro lado, Rivero no se muestra indiferente a ese perpetuo conflicto de intereses en que consiste la historia. Desde la juventud tomó partido por tendencias ideológicas progresistas, pues ya en 1869, con diecisiete años, aparece como vocal del comité directivo de las Juventudes Republicanas de Las Palmas . Quizá los padres de Rivero, alarmados ante la filiación ideológica de su hijo, decidieron enviarlo a Inglaterra en parte para frenar esta implicación en la política. Las huellas de esta filiación ideológica pueden rastrearse en los sendos sonetos que dedica a Fermín Salvochea, ideólogo socialista y alcalde de Cádiz en la primera república, y a Miguel de Unamuno, a quien Rivero tuvo ocasión de conocer en los años en que el poeta vasco estuvo desterrado en Fuerteventura. Conviene detenerse a leer este segundo soneto, en el que Rivero describe la figura de Unamuno, represaliado por la monarquía borbónica y la dictadura de Primo de Rivera, como un intelectual de palabra cáustica y elevado pensamiento, que escucha el ruido incesante de las olas de Fuerteventura como si presagiara la hora de su muerte:

Fuerteventura –el yermo castellano
rodeado de mar– le vio en su orilla,
errante enamorado de Castilla
que ya no tiene grande ni un tirano.

El trágico poeta, hacia el lejano
solar glorioso que el Destino humilla,
lanza, envuelta en sarcasmo, la semilla
ideal desde el páramo africano.

Y en la Isla triste que la sed devora,
caminando en la sombra hacia la aurora,
adusto como Dante en el destierro,

oye a las olas presagiar su hora,
en los ojos la llama redentora
y en las entrañas de Vizcaya el hierro .

El dolor es el segundo de los ejes temáticos que atraviesan la poesía de Rivero. No se trata solamente de un dolor físico, de la fatiga corporal de la vejez, sino también del sufrimiento que el poeta siente cuando se derrumban los ideales e ilusiones que había alimentado en su juventud. Nos encontramos aquí, por lo tanto, con el dolor del individuo humano, en su doble dimensión física y espiritual. Este dolor se manifiesta en poemas como La silla y Piedra canaria. En La silla, al poeta le basta una imagen tan simple como la vieja silla de su dormitorio para crear un soneto en el que aflora todo su mundo interior. Rivero identifica su propio sufrimiento con la pasión de Cristo y reconoce la figura de la cruz en la sombra que proyecta la silla que sostiene su traje por las noches, mientras él duerme, bajo la luz mortecina de una lámpara que está a punto de apagarse:

Silla de junto al lecho que la figura adquieres
de mis cansados hombros al sostener mi traje:
sostén de mi fatiga paréceme que eres;
tú me hablas en silencio; yo entiendo tu lenguaje.

La lámpara agoniza y tu piedad escucha
entre la ropa aún tibia el palpitar del pecho.
Yo pienso que mañana ha de volver la lucha
cuando de ti recoja mi traje junto al lecho.

Y en la callada, humilde silla amiga,
mientras de ti pendiente parece mi fatiga,
siento crecer la fuerte virtud de la Paciencia

mirando de la lámpara bajo la triste luz,
tu sombra que se alarga, y evoca mi existencia,
y alcanza los serenos contornos de la Cruz .

Piedra canaria es un magistral soneto donde Rivero, mientras observa los muros de su casa, fabricados con la misma piedra oscura que se encuentra en las montañas y barrancos de las islas, medita sobre cómo se ha visto obligado a encerrarse en sí mismo con el fin de hallar la fortaleza necesaria para soportar los sufrimientos de su vida. Las desgracias familiares de su juventud acuden a su memoria: la ruina económica de su familia –y el sentimiento de culpa que Rivero probablemente llevaba consigo por no haber contribuido a paliar aquella situación– y la muerte de su padre tras una larga enfermedad. Recordando este pasado sombrío, el poeta se compara con los muros de su casa y finalmente se imagina la piedra que ha de formar la lápida de su tumba cuando le llegue la muerte:

Oscura piedra; fibra duradera
de robustas entrañas.
Piedra que tienes la tristeza austera
de las patrias montañas.

Yo hallé, para sufrir, tu fortaleza,
que en mi propio dolor busqué mi abrigo,
y oscura del color de tu tristeza,
sólo mi sombra caminó conmigo.

Tú guarneces mi casa, que velar,
apurando mi pena silenciosa,
me siente de la noche en el misterio.

Como hoy en las paredes de mi hogar,
tú mi tristeza guardarás piadosa
en el nicho del viejo cementerio .

Pero también el poeta se ocupa en algunos textos del dolor colectivo, de los acontecimientos trágicos que marcan la vida de los pueblos. En uno de sus cuadernos de poemas, titulado En la vejez, se encuentran varios textos dedicados al fin de la primera guerra mundial, en los que Rivero toma partido contra Alemania y satiriza a los germanófilos con duros sarcasmos. Después de la victoria de Francia, el poeta vislumbra el nacimiento de una nueva época tras la destrucción causada por el combate. Sin embargo, en este cuaderno aparece un breve poema sin título donde Rivero presagia, con indudable visión profética, el estallido de la segunda guerra mundial, que el poeta nunca llegó a ver. Sugiere que el resentimiento de los vencidos generará otro conflicto de la misma gravedad, como efectivamente sucedió, pues el malestar de Alemania tras la guerra, entre una serie de causas históricas, favoreció el auge del nazismo y el conflicto subsiguiente:

“Será la última guerra”, se decía,
y al influjo falaz de esa quimera,
cuanto en la tierra de más noble había
a la sombra cayó de su bandera.

Y hoy aún roja de sangre la llanura,
mientras el odio del vencido crece
y el himno de la paz sube a la altura,
en el vientre materno se estremece
la humanidad futura .

Junto a estas indagaciones poéticas en el tema del dolor, aparece el sentimiento de hastío, que será uno de los temas fundamentales de la literatura moderna desde el romanticismo. Rivero se siente hastiado por llevar una vida contraria a su vocación poética, trabajando como relator en la Audiencia Territorial de Las Palmas. Sin embargo, no se rebela contra el hastío ni busca alguna escapatoria, a diferencia de los poetas románticos y simbolistas, que elegían la evasión hacia lugares exóticos o el alcohol y las drogas como salidas frente a esta situación. Por el contrario, Rivero acepta su destino con resignación estoica, considerando ésta como la actitud más sabia frente a los desengaños de la vida. Así se refleja a sí mismo en el soneto Viviendo, que describe el trabajo cotidiano en su oficina de la Audiencia Territorial, cuyas ventanas daban al océano. Desde allí mira los barcos que salen del puerto de Las Palmas, llevando a los emigrantes canarios que viajan hacia América, y piensa en el futuro de los demás y en el suyo propio con amargura contenida:

Mi oficina da al mar. Desde la silla
donde hace treinta años que trabajo,
las olas siento en la cercana orilla
de las ventanas resonar debajo.

Y mientras se deshacen en espuma,
en la playa al batir, constantemente,
yo en mi triste labor muevo la pluma
y crecen las arrugas en mi mente.

A veces sobre el mar pasa una nave
que se pierde a lo lejos como un ave
que empuja el viento del Destino esquivo…

Son emigrantes. ¿Volverán? ¡Quién sabe!
Cuando su lucha por la vida acabe,
Yo trabajando seguiré si vivo .

Esta actitud vital de resignada tristeza permite descubrir un paralelismo biográfico entre Domingo Rivero y Alonso Quesada. Cuando murió su padre, el escritor que respondía al nombre de pila de Rafael Romero se vio obligado a contribuir al sostenimiento de su familia trabajando como oficinista, primero en una consignataria de buques y más tarde en un banco, ambos empresas de la colonia británica establecida en Las Palmas. En varios de sus poemas, como Oración de todos los días o El balance, Quesada refleja la monotonía de su empleo y el carácter de sus compañeros ingleses de oficina, a quienes representa como burgueses prosaicos, que han convertido los negocios en el centro de su vida y que carecen de toda aspiración más allá de las cuestiones materiales. De ahí surge la resignación ante la imposibilidad de cambiar sus circunstancias vitales, un rasgo que comparte con la poesía de Rivero. Sin embargo, cuando habla de su trabajo Quesada mezcla la resignación con la ironía y el sarcasmo, mientras que Rivero guarda un tono de seriedad reflexiva en todo momento.

Llegamos ahora al último y al más trágico de los temas de la poesía de Rivero: la muerte. Así como sucede con el tiempo, que aparece en su doble condición de tiempo biográfico e histórico, y el dolor, que se expresa como una emoción individual y colectiva, la muerte se manifiesta con una doble dimensión: la conciencia que el poeta adquiere de su propia mortalidad y el lamento por las muertes de los otros (amigos, familiares y conocidos) que rodean al poeta y que le inspiran un sentimiento cada vez más fuerte de soledad y desamparo a medida que se marchan.

La conciencia de la mortalidad se expresa en numerosos poemas a lo largo de la obra de Rivero. Para analizarla a fondo merece la pena detenerse en el soneto Yo, a mi cuerpo, donde el tiempo, el dolor y la muerte se entrelazan de forma inseparable, encarnando la quintaesencia de su poesía. Rivero no desdeña el cuerpo debido a su naturaleza perecedera, como ocurre en buena parte de la tradición cristiana, pero tampoco vuelve sus ojos hacia el tópico del carpe diem, originario de la tradición grecolatina. Por el contrario, reivindica el cuerpo humano precisamente por su fragilidad, reconociéndole una dignidad inherente a su naturaleza por el mero hecho de enfrentarse al dolor, a la vejez y a la muerte. En palabras de Manuel González Sosa, este soneto no constituye una apología del soporte humano en cuanto dispositivo de goce, sino un testimonio de la aceptación, resignada o complacida, según los casos, de la totalidad del destino que en él se cumple .

En este sentido, Rivero se sitúa más cerca de la tradición estoica, que señalaba la aceptación del destino como requisito indispensable para alcanzar la tranquilidad del ánimo y la verdadera sabiduría. Esta actitud de origen estoico encuentra su más acabada descripción en las palabras de Séneca en su tratado moral De la providencia: […] se han de sobrellevar todas las cosas con fortaleza, porque no todas suceden por azar, como creemos, sino que todas ellas están encadenadas por un orden o ley. […] Y aunque la vida de cada uno parezca ser muy diferente, a fin de cuentas, se reduce a este punto: el paradero de ella es uno e igual para todos. ¿A qué, pues, indignarse? ¿De qué quejarse? A esto vinimos al mundo. Que la naturaleza use de sus cuerpos como ella quiera, pues ella los formó .

Por otro lado, cuando afronta la perspectiva de la muerte, Rivero descubre en este soneto un agnosticismo doloroso, pues la eternidad y la nada le parecen dos opciones igualmente probables, sin saber cuál de ambas debería esperar. En todo caso, llega a la conclusión de que la dignidad de su cuerpo no depende del destino que la muerte le depare, sino que se funda en su propia vida, en su condición terrenal y humana. De este modo asume la tesis fundamental del existencialismo, para el cual la existencia precede a la esencia y no puede buscarse ningún sentido o justificación para la vida humana fuera de la propia experiencia vital. Leamos ahora el poema, donde lirismo y pensamiento se conjugan con la maestría habitual en el poeta grancanario:

¿Por qué no te he de amar, cuerpo en que vivo?
¿Por qué con humildad no he de quererte,
si en ti fui niño y joven, y en ti arribo,
viejo, a las tristes playas de la muerte?

Tu pecho ha sollozado compasivo
por mí, en los rudos golpes de mi suerte;
ha jadeado con mi sed, y altivo
con mi ambición latió cuando era fuerte.

Y hoy te rindes al fin, pobre materia,
extenuada de angustia y de miseria.
¿Por qué no te he de amar? ¿Qué seré el día

que tú dejes de ser? ¡Profundo arcano!
Sólo sé que en tus hombros hice mía
mi cruz, mi parte en el dolor humano .

Pero el poeta no sólo se ocupa de su propia muerte, sino también de las muertes de los otros, que van encadenándose como una suma de ausencias que deja un vacío cada vez más profundo. Esas muertes se reflejan en las diversas elegías que forman parte de la obra poética de Rivero. En varias ocasiones el poeta grancanario recuerda con emoción a las personas que se han cruzado en el camino de su vida, especialmente a los escritores coetáneos a los que admiraba. Mención especial merecen sus poemas dedicados a Tomás Morales, pues Rivero, además de mantener una estrecha amistad con el autor de Las rosas de Hércules, sentía una profunda admiración por su obra e incluso a veces se lamentaba de no escribir en su estilo brillante y colorido. Como ejemplo de lo anterior, basta citar unos versos del poema titulado Al volver del entierro de Tomás Morales, donde Rivero describe la experiencia de la muerte del amigo con tanta sencillez expresiva como hondura conceptual. Para Rivero, solamente la muerte permite acceder al conocimiento supremo, desvelando el sentido último de la existencia humana, mientras los vivos que salen del cementerio tras haber enterrado al difunto siguen su camino en este mundo, sumidos en una ceguera metafísica:

Allá queda el poeta,
en brazos de lo eterno,
con los ojos cerrados
para ver el Misterio,
y a la ciudad nosotros
lentamente volvemos,
con la muerte en el alma
y los ojos abiertos,
a continuar la vida
andando como ciegos .

La elegía cobra acentos desgarradores cuando se llora la muerte de los familiares más cercanos al poeta: su padre y sus hijos. En el soneto A la memoria de mi padre, Rivero evoca la agonía de su progenitor en el lecho de muerte. Recordemos que el padre del poeta falleció en su casa de Las Palmas tras haber afrontado graves problemas económicos, que lo obligaron a enajenar varias propiedades familiares, y padecido una larga enfermedad que lo sumió en un estado de agotamiento y desánimo permanentes. Escrito en 1926, tres años antes de la muerte del propio Domingo Rivero, este soneto demuestra cómo la memoria de esta experiencia traumática acompañó al poeta el resto de su vida, pues en el fondo se lamentaba de no haber ayudado al padre a evitar la ruina económica de la familia y deseaba expiar su culpa de alguna manera a través del arrepentimiento. Una vez más, la descripción de la agonía paterna conmueve por su efectiva simplicidad:

El hijo arrodillado junto al lecho
besa del padre la extenuada mano,
rendida ya de trabajar en vano,
pero sagrada por el bien que ha hecho.

Y mientras crece el jadear del pecho
refléjase en los ojos del anciano
la última angustia del dolor humano:
¡la vida que huye y el hogar deshecho!

En 1928 fallece Juan Rivero, hijo del poeta, de un epitelioma de meninges, justo el día de su santo. En los últimos años de vida su carácter, antes jovial y divertido, se había tornado silencioso y sombrío por la enfermedad, en buena parte debido al inútil martirio de intervenciones quirúrgicas y aplicaciones de radio al que los médicos lo sometieron. Domingo Rivero comienza a escribir en las horas posteriores a la muerte de su hijo la serie de cinco poemas que le dedica, con el afán de explicarse a sí mismo la tragedia íntima que supone este acontecimiento. Merece la pena detenerse en el segundo texto de esta serie, un soneto en el que Rivero imagina cómo los abuelos de Juan, ya fallecidos, recibirán a su nieto en la eternidad. El poeta destaca la humildad como rasgo principal del carácter de su hijo, con resonancias bíblicas, como si evocara el pasaje de la epístola de Santiago donde se dice que Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da la gracia :

Esta primera noche, Juan, que tu cuerpo pasa
dentro del nicho donde mis padres te hacen hueco,
en torno al que vacío dejaste en nuestra casa
de tu último suspiro nos acompaña el eco.

[…]

Su nieto preferido fuiste desde pequeño
y verte hollar un día la cumbre era su sueño:
por ti sentían orgullo y acaso vanidad.

Te ven llegar vencido, pero el sepulcro enseña
que vista desde el cielo la grandeza es pequeña
y grande la humildad .

Junto a los temas centrales de su poesía, en la obra de Rivero encontramos toda una serie de poemas de circunstancias dedicados a diversos asuntos. Estos poemas pueden agruparse en tres grandes categorías: sátiras sobre la situación política y social de España y del mundo en su época; dedicatorias en verso escritas sobre postales, para familiares, amigos y conocidos del autor; y poemas didácticos y satíricos que forman una suerte de preceptiva literaria, siguiendo la estela de las Fábulas literarias de Tomás de Iriarte.

Dentro de este último grupo destaca toda una serie de sátiras dirigidas a los poetas vanguardistas de principios del siglo XX, cuya estética censuraba Rivero por considerarla extravagante y del todo ajena a la tradición de la poesía castellana. En estos poemas Rivero se descubre como un escritor tradicionalista al estilo de Eugenio d’Ors, quien afirmaba que todo lo que no es tradición es plagio, reconociendo su apego a unos valores estéticos que juzgaba imperecederos. Al poeta grancanario, nacido a mediados del siglo XIX, la irrupción de las vanguardias le sorprendió en plena vejez, cuando ya se veía incapaz de comprender y asumir la revolución que suponían para la forma de expresar el mundo y el hombre a través de la literatura; y por ello mira las pretensiones revolucionarias de los jóvenes poetas con un fuerte escepticismo:

¿Que se ha operado un profundo
cambio en el arte? Mancebo:
eso de creerse nuevo
es lo más viejo del mundo .

Del mismo modo se defiende de los ataques de los jóvenes poetas, quienes lo acusan de incomprensión hacia las nuevas corrientes literarias:

Con acento despectivo
me llamas incomprensivo,
joven poeta, y a fe
que es cómodo hablar así.
¿Yo, incomprensivo? ¿Por qué
no me comprendes tú a mí?

Como puede apreciarse en estos versos, Rivero no ignoraba su pertenencia a una época que ya había terminado, a una sociedad que desaparecía rápidamente, gracias a los cambios que convulsionaron Europa desde la primera guerra mundial, llevándose consigo toda la concepción de la vida y del arte que había imperado en el siglo XIX. En suma, este conjunto de poemas menores nos devuelve una imagen del poeta grancanario como hombre de su tiempo, amante de la sátira y la polémica, que en ningún momento permaneció ajeno a los cambios históricos ni dejó de emitir sus opiniones, ya fuera para expresar su conformidad o su desacuerdo con lo que sucedía en el mundo.


La irradiación de su palabra

La figura de Domingo Rivero presenta numerosas incógnitas, pues el poeta, fiel a su voluntad de apartarse de la vida pública, apenas dejó testimonios documentales que ayudaran a reconstruir su biografía. En este sentido, cabe destacar la labor investigadora de Jorge Rodríguez Padrón y Eugenio Padorno, quienes han recopilado todos los documentos e informaciones que pueden iluminar la trayectoria vital del autor grancanario: el primero, en su ensayo Domingo Rivero, poeta del cuerpo (1967), y en artículos posteriores; el segundo, en la edición crítica de su poesía completa (1994), publicada por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Por otro lado, Manuel González Sosa ha realizado interesantes aportaciones a la materia en su ensayo Domingo Rivero: enfoques laterales (2001), en el que ofrece numerosos datos sobre el contexto familiar y social en el que se desenvolvieron los años de infancia y juventud del poeta.

Para estudiar la influencia de Rivero en la literatura canaria, debe tenerse en cuenta la tardía recepción de su obra y los cambios históricos que sucedieron tras su fallecimiento. El poeta, remiso a publicar sus obras en vida, dejó inédita la inmensa mayoría de sus textos, lo cual ha generado no pocas dificultades para fijar su corpus poético. La edición de su poesía completa llevada a cabo por Eugenio Padorno es la más exhaustiva de que se dispone hasta la fecha, pues se basa en el cotejo de los manuscritos originales del poeta e incorpora un estudio crítico de la biografía y la obra del autor.

Por otro lado, la personalidad introvertida y solitaria de Rivero no permitió que se formase ninguna escuela en torno a él ni que surgiese ningún discípulo continuador de su estilo. Dos años después de la muerte del poeta, en 1931, se proclama la segunda república en España. Aprovechando el aire fresco del nuevo régimen político, las vanguardias que Rivero denostaba asumen un papel decisivo en la literatura canaria, que se confirmará cuando en 1935 André Breton y Benjamin Péret viajen a Tenerife y se celebre la segunda exposición internacional del surrealismo, en el ateneo que entonces había en la capital tinerfeña. El archipiélago vivirá una corta efervescencia cultural hasta la llegada de la barbarie franquista en 1936, que impondrá el nacionalcatolicismo como pensamiento único. No obstante, el rastreo de las huellas de Rivero en la poesía canaria del siglo XX merecería convertirse en objeto de estudio por sí mismo.

Desde la segunda mitad del siglo XX, el interés del público y de la crítica por la obra de Rivero ha ido creciendo de forma paulatina. A las investigaciones de Jorge Rodríguez Padrón, Eugenio Padorno y Manuel González Sosa se ha sumado la creación del Museo Poeta Domingo Rivero, inaugurado en Las Palmas de Gran Canaria en 2012, que acoge el fondo bibliográfico del poeta y su esposa. Este interés sostenido en el tiempo confirma la trascendencia y la actualidad perenne de su obra poética. Más allá de cualquier intención erudita, esta conferencia pretende sobre todo erigirse en una invitación a la lectura de Domingo Rivero y a sumergirse en una intimidad compartida a través de sus versos, pues en él se descubre un poeta al que se podría aplicar sin ningún reparo el aforismo de Juan Ramón Jiménez: actual; es decir, clásico; es decir, eterno.

(1) Morales, Carlos Javier (2007). La voz humilde y tardía de Domingo Rivero, en Clarín (núm. 67). Págs. 14-21.

(2) González Sosa, Manuel (2000). Domingo Rivero: enfoques laterales. Madrid: Cabildo de Gran Canaria. Págs. 9-10.

(3) Op. cit. Págs. 14-15.

(4) Op. cit. Págs. 11-12.

(5) Rodríguez Padrón, Jorge (2002-2003). Geografía londinense de Domingo Rivero, en Philologica canariensia: Revista de Filología de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria


Bibliografía

–Biblia Nácar-Colunga (undécima edición, 1960). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
–González Sosa, Manuel (1989). Notas sobre el soneto «Yo, a mi cuerpo», en Syntaxis (núms. 20-21).
–González Sosa, Manuel (2000). Domingo Rivero: enfoques laterales. Madrid: Cabildo de Gran Canaria.
–Jiménez, Juan Ramón (1990). Ideolojía (1897-1957). Barcelona: Anthropos (edición de Antonio Sánchez Romeralo).
–Jordé (Suárez Falcón, José) (1932). Labor volandera. Las Palmas de Gran Canaria.
–Morales, Carlos Javier (2007). La voz humilde y tardía de Domingo Rivero, en Clarín (núm. 67).
–Rivero, Domingo (1994). Domingo Rivero. Poesía completa. Ensayo de una edición crítica, con un estudio de la vida y obra del autor, por Eugenio Padorno. Las Palmas de Gran Canaria: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.
–Rodríguez Padrón, Jorge (1967). Domingo Rivero, poeta del cuerpo (1852-1929). Vida, obra, antología. Madrid: Editorial Prensa Española.
–Rodríguez Padrón, Jorge (2002-2003). Geografía londinense de Domingo Rivero, en Philologica canariensia: Revista de Filología de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (nº 8-9).
–Séneca (2005). De la providencia, en Tratados morales. Madrid: Espasa Calpe (edición de Pedro Rodríguez Santidrián).

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