“Sensibilidad, reto y juego en la poesía de Félix Francisco Casanova” Por Beatriz Morales Fernández

Dossier especial de la Revista Trasdemar dedicado al Día de las Letras Canarias 2023

Presentamos en la Revista Trasdemar de Literaturas Insulares nuestras últimas entregas del dossier de colaboraciones especiales dedicadas a la obra de Félix Francisco Casanova (La Palma, 1956-Tenerife, 1976), autor homenajeado en el Día de las Letras Canarias 2023.

Compartimos el ensayo titulado “Sensibilidad, reto y juego en la poesía de Félix Francisco Casanova:
lo acuático como mitología resignificativa
” de nuestra colaboradora Beatriz Morales Fernández (Las Palmas de Gran Canaria, 1995) Escritora y profesora, es Graduada en Lengua Española y Literaturas Hispánicas, con el Máster en Cultura Audiovisual y Literaria, y doctoranda en el Doctorado en Estudios Lingüísticos y Literarios en sus Contextos Socioculturales, en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Es Presidenta del Ateneo de Las Palmas y radio locutora en Canarias Radio.

Félix Francisco Casanova se entrega, se fusiona, se unifica con el paisaje que lo rodea, siendo el océano esa imagen en constante movilidad y mutabilidad que aglutina toda su esperanza espacial para ser

BEATRIZ MORALES FERNÁNDEZ

La idoneidad en la escritura lírica ha estado supeditada, en algunos de sus estudios cualitativos y filológicos, por el lirismo acérrimo, el cómputo silábico exacto y las imágenes bucólicas sugeridas desde su mensaje. Estas últimas, a su vez, se acompañan de una experimentación con el lenguaje que busca el significado puro de cada palabra colocada en el verso, generándose así la música en el texto.

Félix Francisco Casanova (Santa Cruz de La Palma, 1956-Santa Cruz de Tenerife, 1976), en el periodo creativo de su vida, con especial énfasis desde 1972 hasta 1976, año de su fallecimiento, demostró que la naturaleza puede ser la identidad soñada del ser humano, que lo bucólico también puede ser incómodo, que la seriedad crítica puede ser grotesca y el ritmo lírico puede estar en la gestación y creación natural de los seres, vivos e inertes, proyectados en el poema.

Convirtió la belleza poética canónica en una antiestética sublime llena de imágenes aceleradas, eróticas, urbanas, rurales y existenciales, pero siempre desde un espacio físico o un momento estático que funciona de escenario en la composición lírica para que el lector disfrute de la profundidad de sus palabras.

En este sentido, para el poeta la ruptura con lo prefijado se convertía, desde sus inicios artísticos, en una estela que perseguir, que no seguir; hasta el punto de alcanzar la impotencia por contemplar en su canal de expresión, la palabra, un límite de proyección esencial: un encorsetamiento inevitable para su objetivo real, alcanzar la esencia de las cosas que decoran los recuerdos, que configuran una identidad atemporal presente en la memoria. Y aquí entra en asunto la frescura e ingenio del referenciado escritor: transportar su sensibilidad poética a través del reto y el juego para parir, como una gestación calculada, una literatura hecha agua, donde ya no hay barreras para llegar a la plenitud del ser sensible.

Para hacer hay que crear, por lo que se vuelve indispensable traer a colación otro elemento fundamental en su hábito creativo: la sensualidad de sus imágenes como vertiente del deseo, parte necesaria de una gestación. Hablamos de su erotismo acuático como mitología resignificativa para abandonar el tiempo y ser, simplemente ser, un instante atemporal y así abrazar la magia de un mundo que, en su defecto, se dispersa y se disuelve en lo recordado, pero no en la intensidad de lo vivido en el momento.

Así, el agua y sus respectivos campos semánticos van a adherirse en su intelecto, imaginario y texto de forma fluida, puesto que busca crear una cosmología acuática propia, desde su mirada individual, un mundo que el propio poeta ansía y no consigue obtener, por mucho que lo describa o lo vuelva un sueño. Soñar libera, pero no cimenta; por esa razón, lo onírico también debe ser transparente y volverse agua.

Lo vemos desde su primera obra en solitario, El invernadero (1972), escrito y publicado con tan solo 17 años, y ganador del Premio de Poesía Julio Tovar: “las palabras/que gotean de la cima del mundo/ a médulas de agua para borrar los tristes mares/ del rostro”. Observamos que quiere ser pleno, es decir, volverse instantaneidad, pero es consciente de que cuando parece que alcanza el clímax del objetivo, todo erotizado para poder parirlo y obtenerlo, debe explicar lo acontecido en los versos y, entonces, la realidad borra el sueño y limita lo descrito.

También resulta interesante su diferenciación terminológica con respecto a todas las maneras y vías por las que transcurre el agua. Para él, la lluvia, el mar y el río tienen ciertas matizaciones distintas. “Amo esta lluvia que me cala con pétalos/de mujer”, versos de la obra previamente referenciada, simboliza la germinación del concepto, de la profundidad del significado, de la sensibilidad que se acerca a las fuerzas primarias de la naturaleza que tanto necesita para significarse, para así convertirse en un yo atemporal:

El templo hundido en la laguna

copos en la vainica del velo que

forra la noche, el arañazo de la cascada

y lascivo el agudo violín

penetrando en los cadáveres

del lecho del río, llueve

en la cañada y las rocas silban

Melancolízate con el espacio

roto ante tus ojos,

el placer de llorar la noche entera,

engarfado a los recuerdos que no has vivido aún[1].

Mas el agua que se empoza, que se ralentiza en un espacio ignorado, simboliza la tristeza, hablamos del charco: “un puñado de charcos es el olvido y/ en sus reflejos las horas como ametralladas/ o heridas por un mal amor[2]”. El hastío como un charco que, hasta que se seca, puede ensuciarse y servir de tiempo paralizado, pareciéndose a una misma secuencia que repetimos constantemente y que nos molesta por eso, aunque en el momento no sepamos por qué.

Juego, reto y retroceso se conjugan a través de su experimentación lingüística y lírica, pero, a pesar de esa contrariedad y suplicio para el poeta, a medida que crece literariamente hablando, se centra más en el deseo que provoca el intento que en el éxtasis de hallarlo. Por eso, en Una maleta de hojas ya la lluvia no es la semilla, es la caricia de un desvelo imposible: “Nunca la lluvia consiguió mojarla/ ni la hojarasca crujió a su paso./ No tengo la menor idea de dónde está./ ¿Lo sabes tú?”. Un intento feminizado, pues en la mujer está la ligera posibilidad de brote, de abrir la palabra y hallarla plena: “El amante se yergue/ y en su torso se dibuja otro cuerpo,/ al igual que el río se desborda/ tras las lluvias[3]”. Como se observa, el río como un cuerpo masculinizado que se vuelve un fluir vital ansioso por acabar, soltar, desprenderse de la tensión y hallar el gozo del origen, es decir, de una vida sensible y comprensible, desde su esencialidad y sentido primario, para el poeta.

El éxtasis es la cascada que rompe la contención: “Las cosas que dan placer/ seguro vienen por el río/ y en la cascada se lanzan”. Sin embargo, ¿qué podrá calmar la intensidad de este juego sutil y erótico con el lector? El mar, espectador del reto del autor, quien mira hacia el horizonte oceánico desde la orilla, espacio de espera y, por ende, de llegada y partida donde reposar antes de un cambio en la vida. El mar es la alegría viva de un poeta extremadamente sensible, capaz de hacer música con la percepción de momentos ligeros, tal identificación propia él mismo la expresa en su obra La memoria olvidada:

Debes saber que a veces

soy como un entierro interminable,

siempre triste y azul

subiendo y bajando

por la misma calle.

Pero otras veces soy un río de risa

corriéndome por toda la ribera,

haciendo el amor a la mar[4]

Para el escritor, la horizontalidad de la belleza infinita, donde el tiempo es insignificante, solo la otorga la mirada que reposa ante el mar. Y esa hermosura es viveza, es chispa, es el amor. En su propio diario, de una gran base poética llena de referencias, reflexiones y poemas, titulado Yo hubiera o hubiese amado (1983) lo recoge con un sentimiento amoroso que en aquel momento lo abrumaba y lo acogía: “Sueño sin parar: anoche tocó realismo vivo y algo de Cari. Catherine es el mar, también”.

El agua era la pureza que nuestra verosimilitud no contempla, por eso su estilo mordaz en “Síndromes”[5] aclara que no hay agua, que es sangre; e inclusive por esa misma razón en su obra Aguas negras podemos apreciar como toda la hermosura expuesta previamente en sus anteriores obras la expulsa con aceleración, con referencias bit y pop, con efusividad erótica y el embellecimiento de lo comúnmente horripilante, desatendido, grotesco y sucio de las ciudades. La suciedad, la negrura del agua, no hay puridad.

En definitiva, Félix Francisco Casanova se entrega, se fusiona, se unifica con el paisaje que lo rodea, siendo el océano esa imagen en constante movilidad y mutabilidad que aglutina toda su esperanza espacial para ser: “Esta noche deseo ser/ absolutamente sensible/ abandonarme en la estela de huellas/que bajan al mar/y formar orilla[6]”. Nos quedamos con estas palabras del poeta: volverse y ser espera eterna, donde todo llega y se marcha, donde no hay tiempo, donde está, y estará, como un océano inmenso, entre los versos que hoy se recitan y se comparten entre escritores, lectores y otros textos.


[1] “Los viejos bosques”, de El Invernadero (1972).

[2] “La nana rota”, de El Invernadero (1972).

[3]  “Ejarbe”, de Una maleta llena de hojas (1976).

[4] Extracto de unos versos del poema “Eres un buen momento para morirme”.

[5] Este compendio de poemas, titulados “Síndromes”, forman parte de su obra La memoria olvidada.

[6] Versos del poema “Esta noche deseo ser”, de La memoria olvidada.

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