Presentamos en la Revista Trasdemar un ensayo del autor Samir Delgado (Las Palmas de Gran Canaria, 1978) Miembro de nuestro comité editorial, poeta y crítico de arte. Con motivo del centenario del artista Antonio Padrón, nos ofrece una visión panorámica sobre la pintura indigenista y la identidad atlántica insular
¿Son las pinturas de Antonio Padrón un diamante en bruto, un eco singular de las voces del agua y de los cantos de la tierra insular? Mirar un cuadro de nuestro artista se parece a cuando tocamos el agua en la orilla del mar de noche. A lo mejor sucede que nos devuelve la cueva, el lugar primigenio, el magma de colores en su estado puro. Yo creo que sí, la pintura es el lenguaje esencial, del jeroglífico al pixel, las imágenes de la representación simbólica, el mundo-a-la-vista que nos acerca a los dioses
SAMIR DELGADO
Firmado en Nueva York, un mes de enero de 1968, el poema de Lázaro Santana titulado “Gánigo” evoca la vida y la esperanza que conserva la forma de un recipiente aborigen. Escrito en la primera página de la Historia de la conquista de Fray Juan de Abreu Galindo, como el poeta indica en su libro “Recordatorio USA”, dedicado a la memoria del pintor Antonio Padrón, “hacedor de la isla en su cielo de Gáldar”, la escritura y la imagen se entrelazan desde una distancia doble, la del recuerdo y la de la lejanía. Esa “agua limpia” que el poeta redivive es un lugar de excelencia, es la referencia del agua como la fuente de vida, una condición esencial para que exista el milagro cósmico de este planeta. De igual modo, el líquido supremo también constituye una parte trascendental de la materia y de los cuerpos. Por el avance de la ciencia los cambios del estado del agua en sus diversas formas han evidenciado la absoluta multiplicidad de este arjé. El propio planeta debió llamarse agua por ser el elemento de mayor envergadura y dimensión en el globo terráqueo. Y no hay que olvidar que el ser humano también proviene de aquellas células primitivas que, en el tiempo mayor de la evolución, dieron pie a que un día lejano y azaroso surgiera el paso decisivo para el camino que fue del agua a la tierra, en la cadena de seres vivos que han sido nuestro eslabón más directo con la naturaleza toda. El gánigo del poema de Lázaro Santana y el agua de las pinturas de Antonio Padrón constituyen un espacio de eternidad, la única posible tal vez, la eternidad de la memoria y del símbolo.
Estas consideraciones sobre la complejidad del agua en su relación con el mundo de las imágenes tienen la tentativa de tocar en la medida de lo posible el agua con decirla. Es otro de los misterios de la vida humana. El lenguaje se parece al agua, bulle y se precipita, acontece y perdura en el devenir de nuestras miradas al ser de las cosas. Y el agua y el lenguaje comparten su invisibilidad y su transparencia, suceden desde un lugar interior que desconocemos del todo. Y llega la lluvia y el mar de algún otro lado para tocarnos con su magia inasible. Ese poder del agua para desbordar el estatismo de lo que vemos lo tiene el lenguaje, no solamente las palabras y los signos, sino también el lenguaje de los colores y de los símbolos, las formas que sobrevienen desde una oscuridad lejana que representa la doblez del tiempo y de la materia. Quiero pensar entonces, en el agua y en los colores de la pintura de un artista atlántico, de Islas Canarias, el pintor Antonio Padrón (1920-1968) que cumplió su centenario en este año 2020 que ya finaliza. Tal vez sus cuadros fueron durante su tiempo de vida, uno de los indicios más luminosos sobre la existencia de un arte, propiamente canario y universal, que pudiera considerarse como una reliquia atlántica, una suerte de bautismo insular de los colores y del lenguaje de la tierra en su estado puro. Me parece que mirar uno de sus cuadros se parece al momento de mirar el mar. Hay una sed primigenia que embadurna el lienzo, tal vez sea una sed parecida a la de la madera, la ceniza o las piedras. El pintor modifica por medio de la combinación de colores el grado cero del blanco del lienzo. Su agua cromática refleja las sombras del infinito. Es otro milagro natural que se repite en la nube del ensueño creador de un artista de las islas.
El artista Antonio Padrón fue un precipitador de cataratas y de sortilegios, el hombre de la isla que vuelve una y otra vez la mirada sobre el mar y hacia la profundidad de la cueva. De hecho, siempre me pareció que el mar es la noche durante el día. Allí permanece para el destino insular. A estas aguas nos debemos, pues de algún lugar recóndito de estas aguas, emergió el árbol y la luz, ingredientes esenciales en poéticas de la insularidad como la de Manuel Padorno, amigo del artista. Es maravilloso pensarse dentro del agua y mirar el sol, no es otra cosa la pintura de las islas en muchos de sus cuadros. Quiero confesar a esta hora —lejos del lugar donde Antonio Padrón se soñó pintor— que no hay mayor privilegio para un lugar en cualquier punto del planeta que contar entre sus habitantes con un artista y su casa. Así comenzó una parte esencial de la historia de la humanidad, en el hechizo mitificador y mitificante de los colores en la cueva, del agua y del artista que sueña a plena luz del día. Ha sido el año del centenario del artista galdense, nacido en el norte de la isla de Gran Canaria, territorio del Guanarteme en donde el ingeniero cremonés Leonardo Torriani dio cuenta de la existencia de diez mil fuegos, aún en los años posteriores de la conquista castellana de la isla. Todavía miramos las pinturas de Antonio Padrón como lo que son: el paisaje vivencial de las islas traslucido en el tiempo otro de los cuadros.
Afuera está el campo, la tierra pintada, y la mujer que lleva consigo el agua y la vida. De ese lado por dentro hay esperanza y dolor, quimera y lágrimas, sufrimiento y expiación. Vuelta al principio de la isla que se repite. En las huellas de la madre siempre hay una raíz y un desvelo, el aliento que insufla la bondad de la pérdida. Así frente al lienzo nos encontramos con una sombra de lo que siempre fue y será, la búsqueda del agua en el confín de los días. A cien años del nacimiento del artista invocamos su pintura del agua y las aguadoras, el tiempo pasado que será mañana en sus cuadros. La mujer canaria y el medio rural hacen de la obra plástica de Antonio Padrón un altar cromático con alcance universal. Y la identidad de las islas tiene en el acervo pictórico uno de sus pilares ¿Qué llevó de nuevo al pintor para mirar hacia los azules, el verde y el siena de la tierra insular? Debajo de esta tierra se halló uno de los exponentes de pintura neolítica de mayor significación en buena parte de los tres continentes que conectan con las islas. La Cueva Pintada de Gáldar es un símbolo ancestral cuyos motivos geométricos nos aventuran de lleno en la magia del mundo aborigen en el que la relación humana con la naturaleza era todavía más cercana y providencial. Bajo las plataneras, más allá de los adoquines de la civilización, se encontró la pintura, igual que un mar de colores que permanecían en su silencio primero. Así de casualidad el campesino canario revivió sus huellas, las del habitante insular cuya adoración del sol y su ansía esperanzada por recoger los frutos de la tierra y tocar el agua de la vida significaban todo el mundo conocido.
Sin caer en la mitificación del noble savage no cabe duda que el horizonte aborigen constituyó un faro de luz para que el arte de las islas en el devenir del siglo XX evolucionara como una expresión identitaria, sin la cual no se entiende la historia y el designio de nuestra modernidad. Y fue precisamente Antonio Padrón uno de esos artistas cuya trayectoria seguía la profundidad de la tierra. Sus aguadoras buscan el agua infinita, cargan sobre ellas mismas el arjé de Tales de Mileto, son las madres y las hijas del campo quienes recorren el laberinto del sacrificio vital. Siempre me ha llamado la atención imaginar al artista en su soledad cotidiana, divagar las formas que ocuparán su lienzo como un día pletórico que alcanza su verdadera plenitud cuando se mira. Medio siglo después de la muerte precipitada del pintor galdense, sus pinturas aún prosiguen la senda que lleva al agua, a los colores de la tierra insular, a este espacio atlántico cuya predestinación histórica ya tuvo su signo desde los griegos hasta las vanguardias del arte en América y Europa. De hecho, a decir verdad, Padrón pudo haber sido un excepcional muralista de los primeros años de la revolución mexicana. Yo he visto con mis propios ojos el parentesco alucinatorio entre muchas de las creaciones de Orozco, Rivera o Tamayo que se asimilan a la estética indigenista que el artista canario inoculó a muchos de sus cuadros. Así como también pudo ser un pionero capaz de haberse adentrado en la abstracción y el surrealismo. La obra plástica de Antonio Padrón bebe de sus aguas y no ha precisado de mayor explicación que por sí misma y desde su soledad atlántica. Por eso también quiero decir mientras se mira la clarividencia de sus pinturas, que Antonio Padrón fue un artista africano, del noroeste del continente, a la sombra iluminadora de la ribera afroatlántica que conecta el firmamento ancestral de los nómadas bereberes y el oleaje mítico que baña las islas del Caribe. Un pintor, a medio camino entre las manifestaciones rupestres europeas, el sincretismo y la autenticidad de las expresiones nativas de las tribus que perviven en África, con el lado más atrayente de las idolatrías y el universo criollo de las islas de América donde los paisajes antillanos funden en sí las lágrimas de los esclavos y el son utópico de las playas del Nuevo Mundo.
¿Qué lugar ocuparía Canarias como una bisagra singular de este enclave tricontinental? ¿Son las pinturas de Antonio Padrón un diamante en bruto, un eco singular de las voces del agua y de los cantos de la tierra insular? Mirar un cuadro de nuestro artista se parece a cuando tocamos el agua en la orilla del mar de noche. A lo mejor sucede que nos devuelve la cueva, el lugar primigenio, el magma de colores en su estado puro. Yo creo que sí, la pintura es el lenguaje esencial, del jeroglífico al pixel, las imágenes de la representación simbólica, el mundo-a-la-vista que nos acerca a los dioses. Y son las mujeres de las pinturas de Padrón un paradigma de la maternidad y de la labranza, los rostros universales de la condición humana y la presencia de la vida a través de quienes poseen el don de dar la vida. La mujer y la isla siempre ha cautivado a la mirada de los artistas, lejos de la normatividad patriarcal, el potencial de la pintura revela una dosis de conciencia sobre las contradicciones y las encrucijadas de la representación y de las herencias. Qué decir de Gauguin que acudió a las islas más lejanas para pintar la belleza y ausentarse al menos durante su último tramo de vida, de la hecatombe de las ciudades y los males del progreso. En este sentido, la pintura es mantener lo que se pierde, una nostalgia revivificadora, y además también un anticipar los sueños al futuro, por la doble matriz de los colores, la ambivalencia de los signos, las dos caras de la luna, una luz que pernocta y brinda otras sombras. Si la imagen de las aguadoras trasciende las fronteras de las culturas y de las nacionalidades es porque es verdadera, universal. Y nos otorga la visión unánime de la sed y de la quimera, del aliento de estar vivos y de la búsqueda incesante de lo necesario para la vida. Es agua el origen y el destino, la confluencia de los colores en el cuadro. Por eso mismo unas pinturas recuerdan lo que fue y lo que será.
El planeta se encuentra en fechas de incertidumbre ante la deriva improrrogable de afrontar el colapso venidero por el derretimiento de los polos y la desertización implacable de los territorios. Nos va la vida en ello, y las islas también deberán asumir una resolución sostenible ante los excesos de la explotación turística y la pérdida impagable de su biodiversidad. De esto nos hablan las pinturas de Padrón. Él que apenas confrontó su mirada a los derroteros tardíos de una dictadura fatal que acribilló los colores de la libertad y que retrasó medio siglo el progreso real de nuestra sociedad. Yo sí creo que las pinturas se parecen a mirar el mar, a tocar el agua, a reconocerse quien mira en el espejo de las islas. El mundo sobrevive en las imágenes y el lenguaje pictórico nos revela sus misterios de un modo auroral. Son las pinturas de Padrón sombras de las sombras que se quedaron al abrigo de otra luz. Y el agua de las aguadoras nos calma por dentro solo de mirarla, invisible en esencia ¿Quién ha visto donde nace el agua? ¿Quién puede decir su destino final? Solamente el artista, el demiurgo, el soñador puede atravesar con su soledad solidaria los témpanos de la materia de los colores. De su mano y de su ojo la isla se mantiene a flote también. Y así las aguadoras siguen con sus cántaros de luz la sombra de los pozos de la historia.
No hace muchos años de la noticia del retorno de un cuadro de Antonio Padrón que había cruzado el Atlántico para formar parte de la vida de una familia en América. Los herederos de esa pintura contaron que durante años aquel cuadro era para ellos la isla, y se podían imaginar al mirarlo que la isla estaba con ellos. Por este eco de una noticia sobre el vínculo de una familia con la pintura de Padrón puede decirse que los cuadros pueden salvar la isla, curar el dolor de esa distancia y hasta otorgar el milagro de la pervivencia de la memoria, del tiempo y de la vida del pintor. Los primeros habitantes que pintaron las estrellas buscaban en el símbolo una forma de supervivencia. Y todas las culturas y civilizaciones han depositado en las imágenes el anhelo de permanencia. Cerca de la casa del artista, en los aledaños de la ciudad de los Guanartemes, la pintura funda la eternidad, la posibilidad del más allá de un tiempo propio, y la cuna del artista cobijaba en sus adentros las maravillas del trazo imaginario. Hay en los cuadros una devoción ancestral, la mirada del pintor va y viene, se prolonga y posa en la línea del horizonte del lienzo para consignar un tiempo único en espacios convergentes. Por eso los cuadros habitan en quien los mira y toda la realidad precisa justamente de esta magia humanizante. Los colores llueven una lejanía visible, así se constituye la identidad atlántica insular. Y el agua acomoda en sus aguas íntimas una impresión de lo inaudito que ha despertado en todas las culturas el apetito por la belleza. Es una evocación universal, cosmopolita.
Hace apenas un año pude asomarme al paisaje del trópico maya, en el sureste mexicano donde el azul configura la plasmación más auténtica que se hizo cerámica inmortal. Vi pantanos sonoros y selvas nocturnas que iluminaban los sueños de una América sin más fronteras que las del color. Como una sola isla bajo las estrellas. Allí también la sociedad prehispánica que soñó la piedra de Chichén Itzá admiró el sol y las aguas de los ríos, el caudal mítico de las aguadoras prosigue una misma vereda en el mapa crucial de las identidades. La madre tierra rige con su esplendor el soplo de los vientos cardinales. Hubo un día en el que Antonio Padrón cerró sus ojos, el cuadro “Piedad” emerge de la penumbra del tiempo ido como una donación vital que vale para todos los países del mundo. Ahí está el signo y la huella, el gesto del pintor que trasciende y eterniza. Pudo ser el artista canario un anciano feliz en el atardecer democrático de las islas, sin embargo, su marcha prematura representa la deuda del archipiélago con los ensueños del creador canario que pintó los orígenes a perpetuidad, como lo hicieron los maestros del Renacimiento y también los expresionistas abstractos de New York. Pincel en mano, los blancos insondables de la materia vaticinaron el asombro de toda huella por venir.
A través del legado artístico de Antonio Padrón podemos certificar a ciencia cierta que la humanidad se retrata a sí misma por medio del cromatismo milagroso de los imaginarios colectivos. La actual encrucijada de las tecnologías del consumo y la turificación total del espacio convidan a salvar los últimos paisajes que son las pinturas de la insularidad atlántica en Canarias. Por eso la isla navega hacia el confín y sus habitantes azotan el mar con las ramas de la cumbre para clamar por el don de la vida, el agua y la lluvia. Y los cuadros atesoran el clímax esencial de la creatividad que simboliza y conmueve. Es el esperma negro del que habló el poeta griego Odisseas Elytis. Hay en Gáldar una montaña mágica, agujeros del manantial salino universal, cuevas pintadas y aguadoras que vienen y van en el prodigio de los cuadros que nos recuerdan, en su infinito posible, quienes fuimos, quienes somos, quienes seremos, en la búsqueda incesante de la vida, del sueño, del agua.
Samir Delgado (Las Palmas de Gran Canaria, 1978) Poeta y crítico de arte, Licenciado en Filosofía por la Universidad de La Laguna y Máster en Bellas Artes por la Universidad de Castilla-La Mancha. Es miembro del proyecto “Leyendo el turismo” y del comité editorial de la Revista Trasdemar. Autor de los libros recientes “Jardín seco” (Bala Perdida, 2019), “Pintura número 100. César Manrique in memoriam” XXV Premio de Poesía Tomás Morales y “La carta de Cambridge” Premio Internacional de Literatura Antonio Machado, Collioure (Francia).
Y dale con el “Agua”…. me imagino que forzando el tema por lo de “trasdemar”……
Auténticos artistas buenos canarios, pocos: Cesar, Millares, Chirino…. Garcia Álvarez, Fernando Álamo, Armando…. Yo, pararía aquí….
Padrón? Muy admirado….pero un indigenista más de la línea indigenista hispanoamericana, coqueteando con el cubismo en ocasiones….o queriendo ser cubismo en alguna de sus progresos….
Pero como siempre pienso….si no tienes un estilo propio, que no nazca de las tendencias del momento…..eres uno más del montón, por mucho que la gente local quiera elevarte a lo que no es…..por falta de estrellas en su firmamento cultural y artístico…..