“Houellebecq en Lanzarote” Por Samir Delgado

Fotografía de la portada “Lanzarote” (Anagrama, 2000) de Michel Houellebecq

Presentamos en la revista Trasdemar esta reseña del libro “Lanzarote” de Michel Houellebecq, en el veinte aniversario de su publicación. El texto es un extracto del ensayo de Samir Delgado, miembro de nuestro comité editorial, publicado en “Una casa mal amueblada” (Baile del sol)

La visita de Houellebecq representa el momento culminante a través del cual las islas quedan desnudadas en su triste condición de patio de recreo para el turismo masivo, aquella mirada del otro que viene de afuera y durante siglos configuró la dialéctica del mutuo reconocimiento nos confiesa ahora la crudeza plástica de una isla castigada por los despropósitos de un sistema depredador.

SAMIR DELGADO

La novela de Michel Houellebecq “Lanzarote” del año 2000 es la más sonada referencia sobre la estancia del escritor de isla Reunión en Canarias. Gracias al apogeo mundial de su prosa ha llevado el nombre de Lanzarote hasta todos los puntos cardinales, sin la necesidad de las escandalosas inversiones millonarias de los touroperadores que controlan el negocio del astro solar y garantizan con repetitivas campañas de marketing una experiencia casi mística en un paraíso artificial.


En una fría mañana parisina de 1999 comenzaría la incursión del afamado escritor francés Michel Houellebecq hacia el centro del mundo adquiriendo un billete de avión con destino a la isla canaria de Lanzarote. Ya ha pasado más de un siglo y medio desde que Thomas Cook promoviera el primer viaje turístico organizado y el aeropuerto lanzaroteño de Guacimeta representa un importante destino de los vuelos charter y low cost para todo el mundo. ¿Qué insólita aventura confesará la super star del panorama literario contemporáneo? Ya desde las primeras páginas sentimos el aire acondicionado de la agencia de viajes, la oferta infinita de catálogos con destinos variopintos que aplacarían la sed de exotismos pretéritos en pintores como Gauguin y seduciría nuevamente a célebres científicos como el propio Alexander von Humboldt. Pero ahora el programa informático Amadeus utilizado mundialmente por la industria turística para gestionar la demanda masiva de packs familiares con pensión completa, cómodos pasajes vip para ejecutivos, parejas en eterna luna de miel y jóvenes trotamundos con mochilas supone definitivamente la evidencia exacta del encogimiento desencantado del globo terráqueo.


Con una mirada ácida, tras cruzar el Atlántico con un leve sueño distraído de otras experiencias accidentadas como la del aviador Saint-Exupéry sobrevolando el Sahara, Houellebecq será trasladado con diligencias castrenses en un mini bus con los demás huéspedes del hotel. Una vez en la isla, observará la ridiculez de los turistas jubilados que por sus achaques reumáticos cruzan en cámara lenta el paseo marítimo. El propio poeta se verá a sí mismo mezclado entre la masa de visitantes que los domingos saturan el mercadillo local buscando el recuerdo perfecto entre las piezas de artesanía. Pero el aura tan requerida por los coleccionistas de antigüedades que anhelan palpar las excelencias típicas del lugar quedó extraviada entre la basura biodegradable de una posmodernidad sin límites de fronteras. Ya no quedan, no es una pena, aventuras para los futuros Indiana Jones. Entonces, Houellebecq pretenderá escapar de la civilización cayendo en el nido de las filiales multinacionales que alquilan coches por horas en cualquier aeropuerto del mundo y así disfrutar de la isla a su gusto con una aparente libertad. He aquí la paradoja por excelencia del cascarón insular.


El escritor francés ya en sus famosas novelas se ha visto extrañado por una completa soledad, y no tardará en confesar los momentos de aburrimiento en la habitación del hotel, dotada con el confort del hospedaje homologado por la conexión vía satélite a la CNN y la MTV. Bajo los efectos del síndrome del visitante, Houellebecq levitará sobre el escenario de sus vacaciones canarias, ajeno completamente a la otra realidad localizada más allá de las urbanizaciones privadas. Los problemas que son diariamente soterrados bajo los pavimentos de la ciudad para no incomodar al turista común que ha sido reducido a las cifras contabilizadas por las calculadoras de los touroperadores. El europeo de a pie con sus gafas de sol no percibe los signos de la trayectoria existencial que están detrás de la faena diaria de las limpiadoras y los camareros isleños que sustituyeron de forma traumática el cultivo, la pesca y otras tareas del pasado más reciente para cargar a sus espaldas todo el peso de la servidumbre asalariada y cumplir con los servicios que engrasan la maquinaria del hotel.


El testimonio narrativo de Houellebecq quedará cegado por la virtualidad de un paraíso insular que ha sido administrado por completo desde afuera, el montaje para los millones de turistas que vienen a las islas sugestionados por los deseos de felicidad insatisfecha desde sus hogares de origen y que por fin tienen al alcance de la mano unos días para disfrutar del territorio edénico reconstruido sobre una maqueta de apartamentos y salas de fiesta con happy hours hasta el amanecer. Como una avalancha de damnificados por los males de la contaminación en la urbanidad europea, los turistas asumen el imperativo económico de aprovechar al máximo el tiempo saliendo como autómatas hacia los exteriores de una isla cuyos horizontes están dibujados por la inmensidad del mar. Esta suerte de metafísica insular, provista de un fuerte sentido de aislamiento, resulta soportable a los visitantes con pasaporte en regla gracias a las excursiones organizadas para satisfacer su banal curiosidad, explorando lo desconocido y experimentando las sensaciones de estar viviendo simuladamente en condiciones de seguridad civilizada los parajes insólitos del sueño. En esta especie de naufragio psicológico con lujos de todo tipo, ya es universal la fórmula mágica de los turistas orientales provistos de cámaras fotográficas para apropiarse de los instantes y conservar eternamente las imágenes esenciales del viaje.


Houellebecq publicará sus fotografías hechas con glotonería ante el colorido paisaje de los cráteres volcánicos de Timanfaya, donde los paseos en camellos y el espectáculo de los géiseres que escupen las brasas soporíferas de la tierra han sido debidamente legalizados por las autoridades gubernamentales que heredaron las directrices del ministerio franquista desde los años 50: una larga carrera de especulación urbanística y deterioro medioambiental que disfrazada de progreso ha modificado genéticamente la biodiversidad natural de las islas para la promoción del ferviente monocultivo de las estrelitzias plastificadas. A lo largo del medio siglo restante, el turismo masivo internacionalizó como nunca antes el logotipo de Canarias sustituyendo radicalmente a la caña de azúcar, a las bodegas de vino, a la cochinilla, al plátano y al tomate, y multiplicando alocadamente bungalows y hoteles para un futuro fantasmagórico. Así con todo, la novela “Lanzarote” dejaría hueco para un lance sexual con una pareja de lesbianas alemanas y una extraña amistad con un policía belga venido a menos en una secta religiosa que preconizaba con el reparto de panfletos el advenimiento de los extraterrestres.


Hasta aquí la trama conocida por el público y la crítica. Pero, realmente para la isla de Lanzarote,¿qué trascendencia tenía la visita de Houellebecq?, y el propio Houellebecq, ¿era consciente de la importancia de su viaje a una isla que tantas veces ha sido recurrida en sus distintos best sellers y sus películas adaptadas? La isla siempre fue un referente del imaginario utópico. Ya en los anales de la historia oficial Lanzarote fue visitada por los aventureros de todas las épocas, los extraviados hermanos Vivaldi en 1291 y Lancelotto Malocello en 1312 son considerados por la historiografía colonial tan en boga desde los diarios del almirante Columbus como los artífices que dieron fe de la existencia real de las islas afortunadas mencionadas hasta por Petrarca. Él mismo asistió en la Corte de Avignon en 1344 al famoso episodio donde el Papa Clemente VI concedió a Luis de la Cerda el título de Príncipe de la Fortuna. Así también, las islas han sido retratadas en muchos portulanos medievales bajo el escudo de las armas genovesas y adjudicadas en propiedad por toda una serie de tratados de compra y venta entre Condes y Señoríos que representan una remota anticipación al actual negocio inmobiliario que castiga duramente las costas de casi toda la Macaronesia: Azores, Cabo Verde y Madeira se encuentran ahora mismo en la mira del huracán que convierte los litorales atlánticos en una mercancía inagotable para el circuito del capital transnacional.


Cuando en 1402 los normandos Jean de Bethencourt y Gadifer de La Salle zarparon desde el puerto de La Rochelle hacia los confines del mundo para buscar la sangre de los dragos y los tintes para la preciada industria textil de la épocaganando la eternidad heroica para su linajes familiares- ya en la isla de Titeroigakat la huella de los antiguos habitantes era muy profunda, y todas las islas contaban con una sociedad organizada en sus estructuras económicas, políticas, culturales y religiosas. Mucho antes de la fundación del primer enclave europeo en Canarias, que tuvo las playas del Rubicón como escenario a punto de desaparecer bajo el imperio del cemento, las islas habían sido un asentamiento milenario de poblaciones humanas procedentes del norte de África en oleadas migratorias sucesivas.


Vista así con una panorámica rápida la historia de las islas, la densidad de la tradición insular y sus apetitos continuos de vanguardia, podemos considerar finalmente que la trampa ontológica en la que cayó Houellebecq es muy pantanosa, toda una red pegajosa de imágenes sublimadas y mensajes estandarizados que atenazan comercialmente la atmósfera real de las islas. Lanzarote deglutida en excursiones bajo el cronograma inventariado por los expertos guías políglotas en zapatillas deportivas y con silbatos al cuello, Lanzarote devaluada al rebobine permanente de sus paisajes volcánicos vistos en las tarjetas postales, y un Lanzarote reducido a la ecuación turística importada del disfrute diurno en la playa y el desgaste nocturno en las discotecas al precio más barato posible para la clase turista. Si en el mundo entero la industria turística es el primer motor, las islas vuelven a ser una probeta para el mercado neoliberal, como el Atolón de Mururoa donde el gobierno francés ejecutó pruebas atómicas y la Isla de Sal que a estas horas representa el paradigma del nuevo boom del capitalismo multinacional en la era digital.


Lanzarote, por tanto, a pesar de la genial descripción surrealista de Agustín Espinosa, la prosa envolvente de Rafael Arozarena en su celebrada novela “Mararía”, las grabaciones magnetofónicas con ricos testimonios marineros cogidos por la ingente labor de Félix Hormiga, la guía no turística de González Barrera y sus simbolismos rituales y voces corales desentrañadas por Ángel Sánchez, así como todo lo habido y por venir tras el accidente mortal de César Manrique, es un isla codificada como un reducto paradisíaco integrado perfectamente en la red de explotación turística mundial y sufre el peligro de acabar siendo un simulacro de sí misma, una copia de la real, una isla turistificada. Aun siendo, en verdad, por las virtudes de sus gentes, muchas otras cosas más que no son accesibles normalmente al visitante extrovertido y casi siempre ávido de consumo hedonista, e incluso a los propios ciudadanos canarios de hoy, que de manera acelerada están hacinándose en las capitales insulares, olvidando tras la muerte de cada anciano la fuente de experiencias sobre el pasado inmediato y el acervo popular derivado de las actividades tradicionales vinculadas al sector primario en una crisis permanente.


¿Qué supone entonces, a través de los siglos, la eclosión de la urbe turística global en Canarias? La visita de Houellebecq representa el momento culminante a través del cual las islas quedan desnudadas en su triste condición de patio de recreo para el turismo masivo, aquella mirada del otro que viene de afuera y durante siglos configuró la dialéctica del mutuo reconocimiento nos confiesa ahora la crudeza plástica de una isla castigada por los despropósitos de un sistema depredador. No hay utopías, la igualdad constitucional entre los vecinos de Lanzarote es papel mojado, por mucha verborrea política predicada desde las instituciones locales- tan salpicadas de corrupción- y una administración ministerial que desde Madrid sigue practicando un centralismo estatal verdaderamente dañino, ya que socava los cimientos de la capacidad de decisión necesaria para que Canarias sea protagonista de su propio destino. Al fin y al cabo, la democracia es poder elegir y ejercer la libertad.


En efecto, la multinacionalidad derivada de la variadísimas procedencias de las personas que habitan en las islas, con todo un crisol de culturas que resumen la historia de Canarias, no es el cosmopolitismo soñado por las utopías modernas desde el renacimiento, sino más bien la repetición invertida de la maldición bíblica de la torre de Babel, donde el castigo divino ante la arrogancia humana no está en la diversidad de las lenguas, sino en la imposición de una sola: la lengua de los dígitos económicos que predican una religión cuyos templos son ahora los bancos en su cruzada por la globalización. Y así, las islas Hespérides podrían quedar, definitivamente, dilapidadas en vida. La novela de Houellebecq adquiere la forma de un mensaje en una botella lanzada al mar anónimo del mercado editorial global, con el testimonio desencantado de su paso por el centro del mundo y testimoniado en unas fotografías que ilustran precisamente la misma ensoñación original del ser humano ante el magma congelado de las erupciones volcánicas de un tiempo inmemorial que, por culpa de la mitología posmoderna de la publicidad turística, corre el peligro de convertirse en el souvenir a la venta de un paraíso masificado.

He aquí uno de sus últimos poemas, extraído de la antología de su poesía completa, de nuevo en Anagrama, año 2012:

Las turistas danesas deslizaban sus ojos de garza
a lo largo de la calle Des Martyrs;
una portera paseaba a sus caniches;
la noche prometía.
Atraídas por el haz de los faros,
algunas palomas paralizadas
acababan su vida, exhaustas;
la ciudad vomitaba a sus bárbaros.
Decides distraerte,
la noche es cálida y húmeda
de repente, el deseo de callarte
te parte en dos. La vida angosta
Recupera sus derechos. No puede más.
¿Cómo hace esta gente para moverse?
¿Cómo hacen todos estos desconocidos?
Te sientes solo, desanimado


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