Presentamos en la Revista Trasdemar un ensayo dedicado a la figura y la obra literaria del poeta Leocadio Ortega (Barlovento, 1956- Santa Cruz de La Palma, 2007) a cargo de nuestro colaborador José Miguel Perera, poeta y Doctor en Filología Hispánica por la ULPGC. El poeta Leocadio Ortega destacó en el panorama literario de las islas, autor del libro Prehistórica y otras banderas (Ediciones La Palma, 1990) obtuvo diferentes reconocimientos literarios durante su trayectoria poética
El atractivo proyecto editorial madrileño El sastre de Apollinaire, batutado por el entusiasmo de Agustín Sánchez Antequera, nos ha dado una grata sonrisa en esta época recortada de virus, tormentas y pandemia: la publicación tan esperada de la obra conservada del palmero Leocadio Ortega, triste y prontamente fallecido en circunstancias llamativas, con una biografía peculiar que es probable haya aupado –como suele pasar– un cierto halo de leyenda y malditismo en torno a su figura querida y recordada. Sea como sea, Esquinas imprevistas (diciembre de 2020), que así se llama el nuevo cuaderno aludido, recoge su único libro en vida, Prehistórica y otras banderas, dado a conocer por Ediciones La Palma en 1990, más otro conjunto de poemas –inéditos casi todos– en número similar a los que conformaron aquel elocuente y significativo volumen, y que mayormente fueron enviados al crítico Jorge Rodríguez Padrón entre septiembre de 1991 y 2007, justo el año en que murió. Precisamente es Rodríguez Padrón el que prologa este celebrado obsequio (y de una afirmación suya parece surgir el título del libro) con unas líneas que detallan la historia de su relación con Ortega y que apuntan unos cuantos amagos de por qué cree su perspectiva juiciosa en los quilates de estos textos.
De ellos, de otros adjuntos y derivados quisiéramos ensayar a continuación una lectura interpretativa del verbo de Leocadio Ortega Hernández, sin duda para nosotros también plagado de elementos despertadores de mundo con un poder de atracción subrayado que es hijo de sus originales maneras expresivas: el estilo leocadiano, que definimos valorativamente más como particular nombre propio que como general apellidado. Su poesía, aunque escueta en cantidad, presumiblemente sea una de las más hechizantes e iluminadoras del grupo de personas al que se le suele adscribir por edad y amistad.
Desdoblamiento
Panorámicamente, la poesía del barloventero insufla una tendencia al desdoblamiento, una lectura desde la voz partida en dos, doblada y espejeante, con aire de un horizonte consonantemente fraccionado e incómodo. Tal y como podemos interpretar desde el posterior texto “Prehistórico año nuevo 1998” (página 61), la raíz de esta dinámica suya parece ser profunda y atada a un conflicto nunca cerrado del todo, puede que quizás algo, en relativa medida –como diremos–, al final de sus poemas-días. En todo lo que aquí alargamos se basa su prehistórica y condenante simbología, salpicada de la memoria como concepto repetido (páginas 20, 42, 43, 48) desde una cierta insondabilidad y orfandad arqueológicas. Las nomenclaturas usadas por el poeta en torno a lo gracial, lo polar y el frío son paralelas a este universo doblegado de hueco y de vacío: cuaternarias glaciaciones de su encuevada vida personal, con vegetales y animales que cabalgan una interior geografía blanca donde habita la ausencia. En este mismo cauce, las otras banderas de su poemario (35-36, 39) se interpretan de igual modo en ese desdoble, que por momentos parece aminorarse en el regreso físico a Barlovento (39) que es también regreso temporal, una vuelta al preorigen de su existencia, ahora protegida y refugiada “sin peros ni titubeos” (40).
Entre noches, madrugadas y amaneceres junto a la orilla, la vereda de dobleces por la que ronda la poesía de nuestro autor se hace metáfora material en el agua-ola laminada del mar, repleto de reflejos descompuestos: “de un acantilado a otro, el gesto se rompe / como si fuese un gesto nuevo, o el mismo gesto / en dos espacios, en dos tiempos”. Estas duplicidades las leemos reiteradamente en afirmaciones y negaciones a la par (25), dos en uno y uno en dos (“dos náufragos / como uno hasta el final”, 30), naciendo y desnaciendo (35), en pliegues y despliegues (45), “hacia arriba abajo arriba” (47), tarde y temprano (58)… “sin saber cuál es la relación entre esa irrealidad / exterior y esta realidad interior” (61). En este sentido, es poema clave en Leocadio Ortega “Como las olas” (64), donde se entiende de frente este desdoble que nunca es mísmico sino espirálico, hacia afuera, intentando frenar los huecos (las heridas) a partir de un fuerte deseo por ser cuerpo normalizado, cuerpo uno; y aunque “decir tu cuerpo / es decir lo no dicho” (67). La falta, entonces, anhela hacerse carne en el libro del mar insular y celebrarse entre destellos de ola, movimiento, agua y costa; entre lo firme, lo movible y lo moviente…
Paradójicamente, es esta imposibilidad frustrante la que acciona las mejores potencias de la palabra y sus reveses poéticos, el temperamento artístico de Ortega. Con él, con su singular poesía, es probable fundar un hogar diferente de vida con otros modos que pueden hacer de aquel desdoble –sin enfrentarlo y aquietándolo– una oportunidad para llegar al sentido, a un viable sentido de la existencia. Ya anotábamos que puede que hacia el final, en la lírica leocadiana, hubiera un mayor autoconocimiento del desdoble y sus artimañas y, por ende, una relativa regularización (léase “Un caso común”, 75). Sin embargo, su desaparición total es inviable, por lo que –ahora con mayor familiaridad– ha de seguir dialogando “con lo que no está” (77), seguir hablando “con la palabra que no conozco, / a la que nunca oiré”. Lo que separaba y agrietaba se admite como misterio, por fe o costumbre, tal y como nos llega la inscripción ulterior en la que afirma que la complicación es su sino, al estilo de una ansiedad aceptada “con la desesperación / (y desespero de desesperación)” (78). Cuando el trato con este revés se endulza y se pacifica, “se restablece el sentido de la complejidad / sin la cual la naturaleza es insulsa, / y todo lo que sé carece de importancia” (77)
Claro que si las carencias se unen a una ausencia de enseres que motiven, sin estímulos íntimos, pueden derivar los pasos en desvida, sufrimiento, dolor o elemental miseria (61, 78), estigma desde el que emerge su propuesta de acción política íntimo-social (48-49), cuando el estado de la vida es a contramuerte y nos reclinamos “para avanzar de soledad a solidaridad / de ciudad a ciudadanía” (54). En ese punto su escritura se tuerce hacia lo enfermo, hacia lo humilde, lo menudo y lo carente (pescadores, emigrantes… 85). Política la suya inseparable de la palabra, política del desdoble: toda su obra brota del desconocimiento pero entre trampolines que impulsan a (querer) saber para (querer) sanar. Es así reiteradamente, de manera obsesiva, como la gota que cae “excavando desde siempre el silencio hasta la médula” (67), que desea una y otra vez ese conocimiento perpetuo que lo ayude a acabar de ser, a acabar de renacer…
Aunque desdoblado y con miseria, en esta poética no deja de estar presente un a pesar de todo, una esperanza, una sed utópica tensada: “aquí seguimos como acantilado en pie o sed de manantial” (36); hambre que trae caminos descendentes para la celebración, aunque sea a cachos (Breña Baja y Los Cancajos, abajo, son en Leocadio Ortega signos de alegría y sonrisa junto al cuerpo del mar: “Casi oda”, 41). Existe en su verbo una resistencia que igualmente lo define porque, a pesar de lo que es de cajón, en todo instante queda júbilo (45), deseo, ojalá, ganas, ímpetu de equilibrio (simetrías, 47; armonía, 80), como en “Lo que no se puede” (57), transparente ejemplo de su resistente supervivir junto al imposible volver a atrás. No obstante, sospecha que “es posible que haya sido feliz sin darme cuenta” (59): hasta esos niveles de imprecisión llega a presentarse la bruma del desdoble. Aun así –dice–, se las arreglará (78).
De nuevo es fundamental en nuestro roce interpretativo “Prehistórico año nuevo 1998” pues nos hace entender que al lado de la esperanza juega dialécticamente el pesimismo. “Es triste una vida así” –escribe–. Eso sí: sin ningún tipo de patética (¿habrá en él algún amago de culpa por lo del perdón inscrito en la página 61?). Sea como sea, se tome como se tome, con más esperanza o más pesimismo, este desdoble genera una existencia a medias, “casi como si no” (31), y prácticamente todo en este ambiente se entorna casi: siempre anhelo y nunca cierre. A ello se suma que su existencia es percibida con la cabeza en los pies, desubicada con frecuencia en el mapa de la norma, “como agua llovida desde abajo para una sed mojada”, locura o inentendimiento del ser que es “envés del día” (29).
Por estos derroteros se va creando una silueta de trasmundo con trasnoche (59) con el que se convive, “consciente de que el hondo bagaje de la tierra es poco” (24), ya que esta respiración de acá le suena corta. No es de extrañar, con ello, que a veces le acompañe cierto lenguaje sanjuanista (“un no sé qué de cuota indispensable más adentro”, 28; “sólida soledad sonora”, 59; preguntas reclamantes a un dios minúsculo, pp. 35-36; y la noche como desasimiento, 87) que lo aproxima en ocasiones a una fase de pasividad mística humanizada: “abriendo el aire para que entre su visitación” (61, o por ejemplo en el venir de “Ella”, 87).
(Paréntesis: en las curvas del sinuoso itinerario de nuestro poeta nos surgen no pocos interrogantes ante versos inquietantes como estos: “No descuido la escritura, / sino a mí mismo” (78). ¿Acarrea el olvido de sí ciertas cargas positivas para la creación poética? ¿Es o puede ser la poesía una enfermedad? ¿Cae dentro de las categorías dañadas y enrarecidas de lo humano? ¿Forma parte de una desdoblada posición kafkiana en la que se es insecto extraviado entre la cotidiana gente (82)? Fin del paréntesis).
Palabra poética
Esta escritura detenta la capacidad de colocar un vacío a nuestro lado: un vano. Los filos del poema (afinados en sus alargados y prodigiosos versículos) catapultan una falta, una resta, o acaso una construcción sobre la faz del agua; pero por eso mismo alientan y avientan la imaginación. La vida del lector consciente se expande a través del tránsito por esas ranuras y boquetes, con idéntica fuerza a la que los versos del palmero tienden a conformar un cuerpo prensado.
Para conseguirlo activa sus juegos de palabras de todo tipo, paronomasias y derivados doblajes, escamas o solapas silábicas que hacen océanos habitables, lejos de poéticas de la mudez y vainas sucedáneas de lenguaje mísmico y circulero. En él “la luz en la luz” no está amañada y se clava terca en las pieles (67), y similarmente pasa con enunciados como “incoloros inodoros”, “duermen y desduermen”, “del rumor y del rubor”, “sin ton de nuestra vida din-don”, “nacer y desnacer”, “trinan trizan”, “pobres pueblos pubis”, “invitación tam-tam” o “sonoro boceto afirma” (38), este último posible autodefinición del estilo leocadiano. Para seguir ahondando en él se suman las enumeraciones contiguas sin puntuación alguna, generalmente de tres miembros, y varios casos evidentes se leen en el poema “Séptima soca” (38); a las que incluimos increíbles y asombrosas asociaciones desposibles al modo de “tengo lunes / huesos”, “bellota vida”, “aire plinto”, “astros bollos”, “vaca del pensamiento”, “hace gris”, “horizontes de bustos desmoronados”, “tren de océanos río de dragos”, “porfía gaviota”…
En esta hinchada y ondeada maraña se va deslizando su palabra transversal significativamente diferente, corpomentalmente característica en los sonidos, en su rítmica de arrugas, que logra con su dicción un tronco condensado de erótica necesidad –adelantamos– ante su pálpito tartamudeantemente desdoblado. La densidad aumenta, ahora léxicamente con el glosario de sus cavilaciones en términos como pan, azul, bandera, lluvia y derivados, paloma o algas, todos en diagonales simbologías, a los que se adhieren voces de excéntrico uso como abarloar, parolina, nilótico, discado, julepe, marabuto, manumito, papahígo, oricalcos, peciolo, varengaje, gamelán, punalúa, perlúcido, archipámpano o íngrimo, que alcanzan un punto más a las inesperadas lecturas del universo propuesto por estos rincones. (El léxico culto se reduce tras la publicación de su exclusivo libro. ¿Formará parte este aminoramiento de los aspectos que empezó a rechazar el poeta en su propia escritura tras salir a la luz Prehistórica y otras banderas? Aunque –como inesperado golpe de timón– vuelve a esta expresiva vía en el último poema que de él conocemos, “Noche”). Con semejante rostro vehiculan, asimismo, los neologismos de su copiosa cosecha, que por segundos recuerdan trazos girondianos (la viable concomitancia con Oliverio Girondo ha sido señalada –creemos que atinadamente– por Antonio Arroyo Silva): longilabra, desobispa, contramuerte, lanchear, desmilagro, aternurar (¿Gelman?)…
Otro emblema sugerente de sus marcas lingüísticas es el empleo vistoso que lleva a efecto con expresiones de la oralidad y frases hechas (tal vez con reminiscencias del último García Cabrera), algunas de la época juvenil de su generación. Esta finta de espontaneidad aparente se engarrota de tensión y distensión al juntarse con todos los anteriores verboefusivos elementos, y a tal valor llega este amasijo que el móvil del poeta logra un efecto de lirismo de altura, en su despertador y tentador resultado. Por las páginas de Esquinas imprevistas podemos deletrear ni mu, caramba, un tostón de, dejarte frita, la muy pichona, ganas bobas, tripas corazón, nos pisa los talones, a pulso, no me coge, ni por asomo, misa a la mitad, ni de broma, adiós muy buenas, no vale un duro, pierdo el tino…
Citamos más arriba, a propósito de las especulativas relaciones entre escritura y enfermedad –literal o figurada–, las palabras del autor que aludían al compromiso que parece abanderar (y así lo cree decidido Rodríguez Padrón en su texto introductorio) con su escritura. Marcas como las detalladas previamente, así como otras tantas de su seductora poesía conservada, entregan nítidos indicios de este empeño denodado del barloventero con su pluma, que en ocasiones notamos afectada por la concepción de la literatura como inclemente oficio en y para la supervivencia, cual tortura o exceso (“Elementos de un naufragio”, 58), como si latiera potencialmente y de antemano una renuncia por imposible capacidad de precisión con las palabras. En esta autoexigencia se delimita su recortado número de poemas (que no de calidades), así como su contención, que se muerde la lengua por impedimento expresivo-existencial (60): “su inequívoca manera de nombrar las cosas / la memoria la belleza los placeres y el dolor / a cada una con la palabra justa e insobornable / (…) hay hambre y sufrimiento y tristeza en el mundo hay” (59).
Si hay tanta saturación de desdoblamiento, los apetitos y las ganas de este tono lírico señalan por contraste la utopía de la desnudez y la inocencia como formas traslúcidas de la virtud. Para ello Leocadio Ortega se vale de la alegoría milenaria del pajarito (así, con diminutivo: 61, 81), que se cubre de su canto y resplandece como juego saturado del propio canto, olvidado de todo lo demás. Un pájaro lúdico en el que “ningún gesto de su acción tiene lugar más allá de sí mismo” (70). En estas maneras la desnudez, la infancia inocente que es alma exiliada de aquella miseria padecida, coge rumbo para que la vida sea leída como chispa y maravilla. Que su irremediable doblez se haga bloque apelmazado, que el canto sea solo canto y así cuerpo prensado sin parcializada desazón. Eso es, precisamente, lo que creemos que Ortega persigue en cierto nivel con su tensa y agónica escritura, prieta de carnalidad lingüística y erotismo sumo, manifestado por eso como espeso cuerpo erótico que abulta latente una cura; si bien parece que el esfuerzo que (le) supone fijar su comprometido verbo se (le) empina sobremanera.
Erotismo
En la poética de Leocadio Ortega el amor (carnal) al que tienden los cuerpos –como a trozos hemos ido dejando caer– prolifera desde aquella necesidad enunciada de obtener lo prensado, de prieto músculo con alma que aspira a somatizar energía y ruta cierta. Ser sólidamente entero, con identidad, y poder decir yo sin miedo ni refreno. De este desinquieto ánimo viene el meneo que se trae con los pronombres (“tú a mí y yo a ti mutuamente clausurados”, 27; “… destruyendo así: yo tú y él ella lo nosotros vosotros”, 79): desde los comienzos con un tú al que apela y con el que dialoga, que luego se difuminará bastante para reaparecer en “Como las olas”; hasta pasar a la tercera persona final (“Ella”) con cierta neutralidad o pasivismo que dijimos, medianamente acompasado.
No habrá que perder de vista que en todos los casos esas personas verbales se presentan con un torso de mujer que es torso de poesía, y estos a su vez, desde los comienzos (“Mujer o playa”, 20), se abrazan con el organismo sinuoso del mar como encarnación del deseo de un cuerpo de nalgas y muslos (25, 26), de roces y labios (27) y de cinturas (41). Es una mística revertida que desciende a un inferior fecundo mientras se “baja la cuerda del cielo”, desde el Polo helado del tiempo a la vida de “los peces combatientes”. Esta bajada es análoga a la del pensamiento cuando se vierte y se expande en los sonidos pronunciados que luchan por hacerse materia en la lengua y la escritura (42; “participio justo”, 45; repetición de “andan”, 47), en el tam-tam (48) o en el gong onomatopéyicos como balbuceo de niño (inocencia que expresábamos) del “a e i o u” (49) y del “de pe a pa” (51).
Silábicamente el verso se conforma sustancia sobre el balanceo del mar atlántico. Mar que es escritura comprimida de movimiento y quietud unísonos, sensual y sexual: en “Como las olas” de nuevo, en “Correspondencia marina” (67), en los dos poemas “Archipiélago” o en “Égloga marina” (88). Mar inferido como erótico libro (en esto, y en otros aspectos, presenta esta poesía similitudes con la tan interesante de su coetáneo grancanario Aventino Sarmiento, nacido el mismo año): “nutricios orgasmos avivados por el urgente combate / de dos cuerpos que se aman” (59), con “poderosas piernas”; “nada tan excitante como desbrozar tu piel / cuando desnuda te enciendes / y derribas con tu pasión los límites…” (65). Ahí, donde se esconde el tesoro, “boca del horno”, “gruta sagrada” de erótico utillaje fugaz para paliar en cierto modo una vida “que no vale un duro” (62).
Con estas inclinaciones e insinuaciones todo tiende al tacto y a la dictadura de la piel, a las manos penetrantes (23), al palpar tanteador (26, 57), a las pausadas caricias (80, 88). La mirada también se tactifica por exigencia de músculo aceitoso de amor marino, que “es el que manda” (50, 65). Y por esa tendencia aquella prehistórica doblez preoriginaria, enfermante, salva barreras recortando ojos y abriendo cutis, rumbo interno, piel adentro: “la granada de tu cuerpo es una forma mental / que fulgura si tu desnudo arde aún en mis ojos cerrados” (67). El iris va separándose de su figuración posesiva y se desvanece en idea, en concepto. La visión procura desfijarse para el texto “como mar evaporado”, y entre una y otra cosa, entre lo fijo y lo múltiple de los mareos metafóricos, ahora el ver y la palabra, así como las extremidades todas de la galaxia leocadiana, son de carne y tantos huesos. Solo entonces –y tal vez– venga del horizonte una fija sonrisa de muchacha curva, adjetivada y fonetizante, para suavizar la orilla, la sorprendente orilla poética que nos dejó en ofrenda Leocadio Ortega, a pesar de todo…
José Miguel Perera (Arucas, 1978) es Doctor en Filología Hispánica por la ULPGC. Poeta, investigador, crítico literario y profesor de Enseñanza Secundaria de Lengua y Literatura desde hace cerca de 20 años. Actualmente imparte clases en el IES Doramas de Moya (Gran Canaria). Colabora en diversos medios y revistas. Es coordinador de la revista electrónica BienMeSabe.org (www.bienmesabe.org), en marcha desde el año 2004. Ha publicado los siguientes cuadernos de poesía: Trenístenla es venida (2003), Espíritu de campanario (2016), La boca de las alucinaciones (2018) y Que nada de esto es silencio (2019). Literatura canaria con identidad (y más allá) (2017) es un volumen de crítica cultural y literaria. Edita, junto a Oswaldo Guerra Sánchez y Miguel Pérez Alvarado, 10+-3. Poetas das Ilhas Canárias / 10+-3. Poetas de las Islas Canarias (2018). Ha preparado algunas ediciones de obras literarias, entre las que está la conocida Comedia del recibimiento (al obispo Rueda) del poeta fundacional insular Bartolomé Cairasco de Figueroa. Además, coordina la Biblioteca Sebastián Padrón Acosta, uno de los primeros intelectuales insulares dedicados a la historia y la crítica literarias, sobre el que realizó su tesis doctoral. En el ámbito educativo, ha publicado dos cuadernos didácticos para la enseñanza de la Lengua y la Literatura en Secundaria: Monagas somos todos. Enseñanza del español de Canarias desde la obra de Pancho Guerra y Canarias desde su literatura, ambos de 2010. Ha participado en varios proyectos educativos, especialmente vinculados a los llamados Contenidos Canarios.