El cosmos en el centro de una llama: un acercamiento al poemario “Las reglas del fuego”, de Javier Mérida (por Ramiro Rosón)
Desde la revista Trasdemar, publicamos el texto escrito por Ramiro Rosón para la presentación del poemario de Javier Mérida Las reglas del fuego, celebrada en la sede de La Poeteca de Canarias (La Laguna) el pasado 10 de marzo de 2023.
Las reglas del fuego es la sexta entrega poética de Javier Mérida, que ha visto la luz con la editorial madrileña Bohodón en febrero de 2023. Contra el dictamen de aquellos que pretendían desterrar la imaginación de la poesía y convertirla en una simple crónica de la experiencia cotidiana, Mérida emprende una apuesta firme por el uso imaginativo del lenguaje, con una intuición creadora que se entrega a las analogías simbólicas para ofrecer espléndidos hallazgos, en la estela de ciertos autores canarios de vanguardia, como el primer Emeterio Gutiérrez Albelo, Pedro García Cabrera o Luis Feria. Esta incesante experimentación del lenguaje abarca varias dimensiones de la palabra poética, pues oscila entre la delicadeza lírica, la apertura a lo onírico propia del surrealismo, el juego con la dimensión sonora de las palabras y el uso de la ironía como una herramienta crítica del pensamiento convencional.
A través del rico simbolismo literario del fuego, este poemario configura un viaje poético por el amor y por algunos mitos o relatos históricos que simbolizan las inquietudes esenciales de la condición humana. Como nos aclara su autor en la contraportada, “se exploran diferentes facetas que el fuego, como entidad tanto creadora como destructora, nos ha ofrecido como ancestral compañero de viaje”. Para iluminar los hitos de este viaje, podemos acudir a algunas reflexiones de Gaston Bachelard en su libro Psicoanálisis del fuego, que forma parte de un conjunto de ensayos sobre la presencia de los cuatro elementos en la historia de la literatura, las artes y las ciencias. De hecho, en este Psicoanálisis del fuego, Bachelard distingue tres complejos relacionados con la aparición de la sustancia ígnea en la mitología y la literatura: el complejo de Prometeo (es decir, el afán de igualar o superar en sabiduría a nuestros padres o maestros, que se expresa en la intención de hurtar el fuego reservado a los dioses); el complejo de Empédocles (esto es, la contemplación del fuego como símbolo del destino humano, cuyas formas conjugan “el instinto de vivir y el instinto de morir”, así como este filósofo presocrático, según una leyenda, se habría arrojado al cráter del Etna para unirse con el espíritu de la naturaleza); y el complejo de Novalis (la asociación simbólica entre el fuego y el tacto, como una llama que nace de la fricción entre pedernales o del frotamiento de ramas, y que se encuentra en un pasaje de la obra de Novalis Enrique de Ofterdingen, en el que la diosa germánica Freya despide luz ardiente de su cuerpo mientras sus criadas la ayudan a acicalarse). Podríamos descubrir algo de todos estos complejos en Las reglas del fuego, pues la engañosa brevedad de este poemario concentra un amplio abanico de recuerdos, sueños y pensamientos.
Curiosamente, el libro comienza con un poema erótico titulado Humedad, que parece remitirnos de manera inmediata a la antítesis del fuego (el agua que puede apagar las llamas), lo cual nos desconcierta de entrada. Sin embargo, el agua conduce de manera indirecta al fuego, pues permite el crecimiento de los vegetales que servirán de combustible para una hoguera. El poema se estructura a partir de un verso que funciona como anáfora (Bajas por la vereda hasta mi boca) y encadena toda una serie de imágenes asociadas al mundo vegetal, como símbolos de una pasión que crece de forma lenta pero incansable. Como dice el autor, una voluntad de bosques nace del torrente silencioso de sus dedos y el placer estalla y se constela en estrías de pino, hasta que los cuerpos de los amantes se transforman en un hueso ardiente de ternura. El complejo de Novalis, de acuerdo con las ideas de Bachelard, convierte el roce de las carnes en fuego desatado.
La transición del agua al fuego también se percibe en textos como Ukiyo-e, donde el autor se inspira en uno de los estilos tradicionales del grabado japonés para describir una fantasía erótica de tintes orientales. Al inicio de este poema, el autor declara sus anhelos íntimos con un despliegue de imágenes acuáticas: Deseo la palabra nenúfar / en la yema de mis pétalos. / Oscilar cual carpa / danzando en el agua turbia del estanque. Pero enseguida se deja seducir por el fuego aromático de las peonías, de las flores / del ciruelo anciano, cargando / el aire de sedas inmanentes, y sueña con que algún maestro de pintura japonesa lo retrate con la persona amada tras el canoro bullicio de las cigarras, / oculto tras los pinos. El deseo emerge del agua, encarnado en símbolos que evocan elegantes formas visuales y sensaciones táctiles de suavidad, para encender linternas en el jardín de una pasión frenética.
En cambio, poemas como Caza mutua desarrollan esta celebración del fuego erótico desde la crudeza de lo salvaje, presentando el amor como un banquete en el que dos personas se devoran una a la otra de manera simultánea. Con el hambre animal de los cazadores prehistóricos, los amantes se mueven por un deseo carnívoro de alimentarse en la vigilia pegajosa y el poeta se dirige a la persona amada para cantar su dimensión corporal sin ambages, esperando al trepidante ardor, al lacerante espasmo que nos derribe, / al penetrante olor de tus axilas, / al puente que nos deje / paralizados en el vértigo. Lejos de los refinamientos del amor cortés o de las emociones espirituales del amor petrarquista, en este poema la relación erótica deviene la manifestación de un instinto primigenio, que no se concibe sin la presencia de la carne. Sin embargo, esta dimensión corporal del amor abre ciertas reflexiones intelectuales, en la medida en que resulta imposible desligar el cuerpo de la mente. El poeta sabe que esta aventura amorosa podría acabarse demasiado pronto o que él mismo podría caerse, como un Ícaro despeñado, en las frías aguas de la decepción si la realidad no se corresponde con sus deseos; y sabe que a la persona amada podría sucederle exactamente lo mismo, pues el verdadero amor necesita conocer al otro en su intimidad más honda, con sus evidentes fortalezas y sus debilidades ocultas. De este modo lo refleja el poema: Sé que es peligroso atrevimiento / invitarte al refugio de mi desnudez, / convocarte al sobresalto, escandalizarte con mi sombra obscena. En resumen, el amor nos obliga a explorar con audacia la sombra, el inconsciente, la desnudez inerme de un yo que se esconde bajo la ropa de las convenciones sociales.
Para servir de contrapunto a la celebración del fuego erótico, el libro incluye poemas como Absenta, dedicado a la ausencia de la persona amada. El título no solamente sugiere la idea de abandonarse a la embriaguez tras una dolorosa ruptura, sino que también remite a las semejanzas fonéticas entre la palabra absenta y la etimología de la palabra ausencia (en latín, absentia), que, si bien poseen orígenes diferentes, comparten la partícula latina ab, que indica negación o separación. Esta negación o separación de la persona amada se manifiesta a través de una serie de imágenes ligadas a su recuerdo y al espacio doméstico donde sucede la relación amorosa (las polillas, los encajes, el color, el brío, la furia, las piernas), que se introducen en cada estrofa con una anáfora de tres palabras tan sencillas como elocuentes (De tu ausencia), hasta desembocar en una lágrima del amante abandonado. En este escenario melancólico, el autor enumera todo lo perdido con la ausencia, como el fuego forestal de tu vagina o el contorno palpitante de la piel, que se compara con un océano donde el autor podía nutrirse como un cetáceo. Las polillas celebran una orgía de serrín mordiendo las maderas de la casa solitaria, pero incluso en el desencanto de la ruptura se conserva la inocencia del enamoramiento, como los últimos rescoldos que sobreviven a su hoguera natal, pues al autor se le aparece la turbadora sonrisa / del niño que nos interroga / desde la posibilidad de nuestra duda. Finalmente, el fuego queda apagado por el llanto y el poeta convierte su mirada en frío caudal y glaciar por derretir, asumiendo el fin de su aventura.
Más allá de los fuegos eróticos y los glaciares de la ausencia, se abre el fecundo territorio de la ironía, como un talismán que no solo permite sobreponerse al sufrimiento de la vida humana, sino también abordar con una mirada jocosa ciertos temas que se han convertido en tópicos literarios o lugares comunes del imaginario colectivo. Este enfoque lúdico se percibe en poemas como Margarita de un solo pétalo, en el que se ironiza sobre el tradicional juego de arrancar los pétalos de una margarita para predecir el futuro de una relación amorosa. El poeta se da cuenta de que el amor auténtico es el que permite querer a una persona con sus contradicciones, abarcando la complejidad poliédrica de la naturaleza humana, y para expresar esta idea juega con las enumeraciones, las antítesis y las dilogías: Me quiere dócil, voluble, resignado. / Me quiere sano, aguerrido e invencible. / Me quiere tierno, blando, manso. / Me quiere tigre, macaco, perezoso. […] Me quiere lazarillo, con esmoquin, levita, fariseo. / Me quiere dueño de mis actos, dios mío de mi vida. Asumiendo las contradicciones humanas como un hecho inevitable, este uso poético de la ironía reúne lo salvaje y lo tierno, la fealdad y la belleza, lo masculino y lo femenino, como dimensiones complementarias de una realidad que no puede limitarse a un solo término de comparación.
Algunos poemas, como Lo que al final pasó, componen una ensalada llena de citas y referencias de grandes escritores (por ejemplo, Gustavo Adolfo Bécquer, Pablo Neruda, Cesare Pavese, Rubén Darío, Antonio Machado, Federico García Lorca, Miguel Hernández y William Shakespeare) para describir una ruptura amorosa en clave humorística, dando una vuelta de tuerca a la visión trágica del desamor en la literatura. De cualquier forma, el autor no pretende menospreciar el legado literario de estos autores, sino burlarse de la mala costumbre de repetir hasta la saciedad los pasajes más famosos de sus textos, vaciándolos de significado a través de la repetición: Los versos más tristes de aquella noche / se aburrieron de esperar. Se marcharon; hicieron camino al andar, / al saber lo que tenía la princesa / –sabía volar, que el verde la quiso, verde–.
Otros poemas, como Prendimiento, utilizan la dimensión sonora del lenguaje con las onomatopeyas y las paronomasias: Trakatrá trakatrá / la vieja danza sobre la hoguera / conjura, decide el destino de lo mortal. / Trakatrá trakatrá / oráculo de la sal consumiéndose / sobre la piel, hiel, miel que va / en las patitas de la abeja / que me pica, veneno grave. Si Nicolás Guillén o Luis Palés-Matos bucearon en sus raíces africanas para otorgar una fuerte expresividad rítmica a sus poemas, creando libros como Sóngoro cosongo y Tuntún de pasa y grifería, Mérida aprovecha sus orígenes andaluces y su dedicación a la poesía escénica para dotarse de ritmos evocadores del flamenco y del cante jondo, pues ambos géneros musicales acreditan los orígenes mestizos de una Andalucía formada por un crisol de pueblos a través de la historia. Y, como dice Bachelard, el fuego, antes que un ser natural, es sobre todo un ser social, pues la música, la danza, la literatura oral e incluso las artes plásticas nacieron al calor de las hogueras prehistóricas, vinculándose a los ritos y las costumbres de las primeras comunidades humanas.
Por último, junto a la ironía se eleva la reflexión sosegada. En esta línea nos sorprende un poema, Credo, que constituye toda una declaración de intenciones. El poeta asume el carácter azaroso del universo y el absurdo intrínseco de su existencia (Creo que el carbono / es una excusa, / un límite, una insolencia), al referirse al carbono como único fundamento de la vida en la Tierra, y termina afirmando su credo personal, sustentado en la paradoja: Creo en lo inútil. / En lo increíble. Esta dimensión meditativa se comparte con la serie de poemas Rito callado, en la que el autor utiliza la imagen de un hombre prehistórico que dispone un fuego en mitad de un bosque como alegoría del autoconocimiento, pero también del proceso creativo. En el desarrollo de este proceso, sumergirse en los oscuros pliegues de la mente humana equivale casi a inmolarse en una hoguera, pues la iluminación requiere siempre la combustión de alguna sustancia, y el autor parece del todo consciente de esta realidad: Porto la antorcha, la aplico / y todo empieza a arder. / El perro huye, el cuervo escapa: / quedo yo solo entre el fuego que crece. Siguiendo la lección de Bachelard, el acto de encender esta hoguera reúne en sí mismo los complejos de Prometeo y de Empédocles, pues al ansia de sabiduría debe sumarse la contemplación solitaria del fuego, que representa el ciclo de creación y destrucción de todas las cosas. Y en esa contemplación el poeta afirma que no existe fórmula ni elemento / que describa la extensión química / del pasmo. El cosmos, en definitiva, se esconde en el centro de una llama, porque las reglas del fuego nos dan testimonio de su insondable misterio.