Desde la Revista Trasdemar damos la bienvenida a nuestro colaborador Dr. John Sinnigen, profesor emérito de español y de comunicación intercultural de la Universidad de Maryland, Estados Unidos. Autor de reconocida trayectoria por su labor investigadora en torno a la figura de Benito Pérez Galdós, fue galardonado con la distinción “Galdosiano de Honor (2022)” en Las Palmas de Gran Canaria. Es autor de libros de referencia sobre la recepción de Galdós en México, como los títulos “Benito Pérez Galdós en el cine mexicano. Literatura y cine“, “Sexo y política. Lecturas galdosianas” o “Benito Pérez Galdós en la prensa mexicana de su tiempo“. Participa en el taller de creación literaria dirigido por Rodolfo Pineda, director de teatro en Puebla, México. Presentamos un cuento suyo con el pseudónimo “Green Go” en nuestra sección “Telémaco” de literatura contemporánea en español
Yo lo maté. Quiero que conste que fui yo el que mató a ese perro John F. Kennedy hace sesenta años. Yo apreté el gatillo para acabar con su miserable vida. Ese acto noble hizo temblar los cimientos de la nación y del mundo entero. Yo soy el tan debatido segundo tirador, Harry Bolton. Mi nombre se va a inscribir en la historia con letras doradas, grandes y gloriosas.
Revelo esto ahora porque sé que no me queda mucha vida. Tengo noventa y cinco años y me han diagnosticado con un cáncer del hígado; me dan seis meses. Deseo que por fin se me otorgue el honor que merezco y que echen al basurero de la historia a ese payaso Lee Harvey Oswald.
Cuando Donald Trump regrese a su debido lugar a la cabeza de la Unión, él va a reconocer mi valor con la Medalla presidencial de la libertad, el mayor atributo de honor del planeta. Me lo aseguró el gran Trump personalmente. Tengo bien ganado tan alto honor. Nadie ha hecho más por la libertad que yo. Sabiendo eso, me muero tranquilo.
Odié a Kennedy por varios motivos. Primero, se hizo amigo de Martin Luther King. Segundo, comenzó a cuestionar la guerra de Vietnam. Es decir, quiso abandonar las tradiciones, blancas e imperiales, de la fundación de nuestra nación, la más grande de la historia del mundo. Encima era papista.
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Igual que Oswald yo fui marine. Él y yo nos conocimos en la base aérea Atsugi en Japón. Los dos habíamos sido entrenados como francotiradores. Yo fui el primero en mi clase. Oswald, en cambio, se encontró entre los últimos. Aunque de alguna manera le otorgaron la categoría marksman, nadie se fiaba de sus habilidades. El marksman invidente le decíamos, no sólo en broma.
Atsugi era una base aislada, aparentemente anodina, un buen sitio para vigilar el extremo oriente sin intromisiones de congresistas, diplomáticos y otros pusilánimes. Nosotros éramos esenciales para la defensa de los valores americanos y la estabilidad del mundo. Sabíamos que era necesario socavar las tendencias pacifistas en el Japón de la posguerra. Al mismo tiempo había que apoyar las operaciones en Vietnam y vigilar a los chinos. Estuvimos ahí por eso, en la primera línea de la civilización.
En Atsugi operaban todas las agencias de inteligencia. Oswald y yo fuimos reclutados por la CIA para participar en operaciones dedicadas a apoyar la lucha por la democracia en Vietnam. Para mí fue un insulto estar metido en el mismo saco con ese inepto. No obstante, no podíamos permitir que Vietnam cayera en manos de los pérfidos comunistas, que fuera el próximo dominó tras la pérdida de China. Después de Vietnam, ¿quién sabía? Camboya, Tailandia, Japón, Filipinas. Era necesario derrotarlos allí antes de que llegasen a nuestras costas. Formar parte de esa barrera por la libertad fue mucho más retador que ser un simple infante de marina.
Es bien sabido que después de salir de los marines Oswald fue a la Unión Soviética y que al regresar a Estados Unidos se incorporó al movimiento en solidaridad con Cuba. Distribuía panfletos y trabajaba en la oficina del comité de Fair Play for Cuba. Todo eso fue bien planeado y pagado por la Agencia para que el tipo apareciera como un comunista. Siempre era un señuelo.
Lo que ustedes no saben es lo que yo hice. Me dieron la baja honorable de los marines. Me asignaron el nombre John Johnston, y me dieron un pasaporte, una licencia de manejar y una tarjeta de la Seguridad Social. Me consiguieron un trabajo insignificante en una empresa particular en Langley Virginia, cerca de la sede de la CIA. Me buscaron un pequeño apartamento en el mismo pueblo. Mi supervisor en la Agencia se decía llamar Ernest Jones. Nos reuníamos en un café en Langley cada quince días, y Jones me informaba sobre la situación política nacional e internacional. Explicó que en la Agencia había mucha ansiedad con respecto al tema de Vietnam, primero porque nuestras fuerzas eran insuficientes y, segundo, porque algunos políticos, entre ellos el presidente y su hermano, manifestaban dudas con respecto a la misión. Esa ansiedad crecía, sobre todo porque hubo inicios de un movimiento civil en contra de la guerra. Dichos inicios eran tímidos, pero temían que se ampliaran las protestas de cara a las elecciones presidenciales en 1964. Insistieron en que era esencial que el tema de la guerra no entrara en las campañas electorales. Para hacer eso tendríamos que cooperar con el FBI. Aunque la colaboración entre las dos agencias estaba legalmente prohibida, sabíamos cómo promoverla debajo de la mesa. Que de momento no íbamos a hacer nada, pero que algo gordo se cocía.
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Pasó un mes. Jones me informó que iba a ponerme en contacto con un tal Mario, que esperara su llamada, que lo buscara en un restaurante en Washington, que me iba a plantear una acción y que le siguiera la pista. Efectivamente, Mario me llamó y me citó en el Restaurante Peking en la Calle 18, que ahí podíamos hablar tranquilamente. Los dueños del restaurante eran férreos anticomunistas y estaban ansiosos por colaborar. Mario me reconocería y me abordaría con la clave “Tanto tiempo”. No conocía el sitio, pero me encanta la comida china, sobre todo la Szechuan, así que me pareció perfecto.
Nos colocaron en una mesa en un rincón aislado. Los dos pedimos sopa agrio picante, pato Peking y té. Me apetecía una cerveza Tsingtao, pero sabía que no podía perder ningún detalle de la conversación. Los meseros mantenían una discreta distancia. Sin reconocerlo explícitamente, Mario me hizo entender que era del FBI. Explicaba las preocupaciones que sentía el director, J. Edgar Hoover, un veterano en la lucha contra los comunistas en el país. Su Masters of Deceit (Maestros del engaño)fue lectura obligatoriaen mi escuela secundaria. Hoover opinaba que aunque los rojos en sí habían sido debilitados durante los años del Macartismo, los camaradas estaban activos en el movimiento a favor de los derechos civiles de los negros liderado por Martin Luther King. Debido a la influencia de los comunistas y el ingenuo apoyo de liberales blancos, King era el hombre más peligroso del país. Durante su campaña electoral, Kennedy lo había sacado de la cárcel en Alabama. Con ese gesto JFK se convirtió en un héroe para los monos. Los negros son un grupo social que jamás había logrado civilizarse y que causaba cada vez más problemas de toda índole. Se manifestaban desafiantes ante la ley y el orden del país. De alguna manera el vínculo entre Kennedy y King tenía que ser quebrado.
Yo estaba totalmente de acuerdo. Procedentes de la selva, los negros eran inferiores en todo lo que no fuera el deporte y la música. La integración racial de las escuelas públicas en la década pasada había sido un desastre para el sistema educativo. Afortunadamente la resistencia ante los planes de integrar barrios y pueblos fue tan feroz que se frustraron todos. El asunto estaba claro, había que mantener la separación de las razas. Los agentes de bienes raíces eso lo entendían muy bien; su negocio dependía de esa segregación. El iluso Kennedy, en cambio, opinaba lo contrario y había sacado una propuesta de ley para dar derechos a los chimpancés a vivir donde quisiesen y a ir a cualquier hotel o restaurante. ¡Horrendo! Imagínense, entrar en un lugar elegante y encontrar que ellos, con su falta de modales y su ruidoso comportamiento lo estaban convirtiendo en un estercolero sería el acabose. Finalmente, el idiota les iba a garantizar el voto a esa bola de ignorantes. ¡Votar ellos, que en su mayoría eran analfabetos! Estaba claro, King, su líder, era más peligroso, mucho más peligroso que ese ridículo traidor Gus Hall, el jefe de los comunistas americanos.
La situación internacional también se las traía. Los enemigos en ese asunto, claro está, eran de otras razas inferiores. Primero Cuba. ¿Cómo podía no derrumbarse ese tinglado de incultos barbudos ante los poderes del imperio? Pues porque Kennedy no quiso. Cuando la CIA organizó una invasión de patriotas, a él le tembló la mano y no envió el apoyo aéreo necesario para que la invasión triunfara. ¡Qué delicadeza de ley internacional ni qué ocho cuartos! ¡Maricón! Los bárbaros liquidaron a los patriotas en un santiamén, y EEUU quedó como el hazmerreír del mundo entero.
Luego tocamos el tema de Vietnam. Cuando los afeminados franceses no podían contra los ojos rasgados, Estados Unidos tuvo que asumir su responsabilidad de defensor de la Civilización. Pero nuestros dirigentes no estaban a la altura de las circunstancias. Siempre quisquillosos ante la estúpida opinión internacional –mejor sería denominarla la ignorancia internacional—se limitaron a crear un estado fantasma en el sur. Suspendieron las elecciones programadas en toda la nación en 1956 ya que los comunistas las iban a ganar. De eso no había duda. En su lugar, montaron unos simulacros de comicios en lo que se venía llamando “Vietnam del sur”, comicios ganados fácilmente por Ngo Dinh Diem, nuestro pelele en Saigón. Éste demostró ser tan inútil que fue derrocado por Big Minh en un golpe de estado apoyado por la Agencia a principios de noviembre de 1963. Es que estos blendengues no dan ni una.
Con todo eso Kennedy no hizo más que enviar unos miles de asesores militares. ¡Qué pendejada! Asesores en vez de marines, soldados y aviones, ¡muchos aviones! Otra vez, la jodida timidez ante la ignorancia pública y la farándula de la ley internacional. ¡La ley internacional somos nosotros, y pare usted de contar! Ya estábamos viendo los tristes resultados de dicha política. Mandamos material de guerra y asesores de primera, pero los reclutas survietnamitas eran incompetentes, indisciplinados, flojos y, en muchos casos, desleales. Por eso ¡estábamos perdiendo la guerra!
¡Y Kennedy! ¡De mal en peor! En vez de mandar el Séptimo de caballería, el mariquita pensaba retirar todas las tropas. ¡No podía ser! ¡Lo teníamos que detener!
Para eso contamos contigo. En noviembre el presidente va a hacer un viaje a Texas con su esposa para comenzar los preparativos para las próximas elecciones presidenciales. El primer día irá a Dallas. Allí lo vas a matar.
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Tenemos todo listo. Tú sólo tienes que saber lo siguiente. El desfile de coches saldrá de Love Field. Habrá muchos carros acompañados por motociclistas. Aproximadamente a las 12:30 la limusina que lleva a Kennedy, su esposa, el gobernador John Connelly y su esposa entrará en la calle Elm, dejando atrás el alto edificio del Texas School Book Depository. Tú vas a estar sobre un montículo de musgo al lado sur de la calle. Vas a escuchar un disparo que vendrá desde atrás. Ése es tu momento. Llevarás un ancho abrigo que tiene una funda interior donde metes el arma que te vamos a dar. Sacas el rifle y le disparas directamente a la cabeza del traidor. En seguida llegará a tu lado Larry King, a quien vas a conocer en Dallas. Le entregas el arma a King, das la vuelta y desapareces en medio de la multitud histérica. King seguirá sus órdenes, tú las tuyas. Los dos se van a escapar sin que nadie se entere. No conviene que sepas más.
Todo salió según lo programado. Escuché el primer tiro, disparé en seguida y di fácilmente en el blanco. Vi como el cuerpo de Kennedy se cayó hacia atrás. ¡Ya! Había cumplido mi misión. Sólo me tocaba tomar un autobús esa misma tarde para ir a Chicago donde la Compañía se encargaría de mi seguridad y una nueva identidad. Como en una novela de espías.
Desde el hotel en Chicago vi lo demás. El arresto de Oswald—yo ni sabía que estuviera en Dallas—y su asesinato a manos del mafioso Jack Ruby. Todo se transmitió por cada uno de los canales de la televisión nacional para que las ingenuas multitudes que lo vieran se convencieran de que Oswald era el asesino. Éste se cagaba de miedo, claramente comprendió lo que había pasado, que él iba a ser el chivo expiatorio, porque tonto no era. Evidentemente no podían dejarlo vivir. La compañía siempre ata cabos. Sólo después supimos de los vínculos entre Ruby y Richard Nixon.
Todo lo demás ha sido teatro. Gracias a la cooperación de los grandes medios se ha sostenido la absurda teoría de una sola bala que mataría a Kennedy y heriría a Connelly. ¡No me jodan! El cómplice Lyndon Johnson nombró a fieles a nuestra causa a la Comisión Warren. El más notable fue Allen Dulles, el director de la CIA. Caso cerrado.
Nuestro plan fue exitoso sólo en parte. Johnson inmediatamente incrementó el número de tropas en Vietnam y, con el montaje del incidente del Golfo de Tonkín, consiguió el apoyo del candoroso congreso. Para 1968 había más de medio millón de tropas y los incesantes bombardeos destruían pueblos, ciudades y arrozales. Tanto los generales como el presidente y el secretario de defensa declararon repetidamente que “se ve la luz al final del túnel” y “estamos dando la vuelta a la esquina en Vietnam”. Farsantes. Hacía falta mucho más, una política de auténtica tierra quemada y ocupación. Puesto que eso no se hizo, al final perdimos en Vietnam.
No logramos parar los avances de Martin Luther King y sus huestes. Intentamos liquidar el movimiento con el asesinato de King y de otros dirigentes negros, pero los falsos patriotas de los liberales, los seguidores de Kennedy, siguieron en sus trece y ahora los simios votan. Uno de ellos incluso fue elegido presidente.
Sin embargo, nunca descansamos. Al fin, en 2016 uno de los nuestros, Donald Trump, un hombre con cojones, ganó la presidencia. Hizo lo que pudo durante cuatro años. Con el apoyo de los verdaderos patriotas, las agencias de inteligencia y muchos altos oficiales de las fuerzas armadas, organizó un gran movimiento para rescatar la nación. El 6 de enero de 2021 montaron una insurrección para mantener al gran Trump en la presidencia. Debido a la deslealtad de algunos personajes destacados, la insurrección no prosperó.
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Para salvaguardar la tranquilidad de mi familia, durante todos estos años he mantenido un bajo perfil. La Compañía me facilitó una nueva identidad, me pagó unos estudios universitarios amén de una casa bonita en un lugar lejos de las luces. En la universidad conocí a mi futura esposa, nos casamos y tuvimos dos hijos, una hembra y un varón. Los dos fueron a la universidad. Ella es empresaria, él abogado. A su vez se casaron y tuvieron dos hijos cada uno, así que soy el abuelo de cuatro lindas criaturas. Los hijos y sus cónyuges son verdaderos patriotas y participaron en la insurrección el seis de enero de 2021. Afortunadamente ninguno fue preso.
Nadie, ni siquiera mi esposa, sabe la historia que acabo de contar.
Este documento va a ser leído en Fox News el 22 de noviembre de este año, 2023, el sesenta aniversario de mi hazaña. Al ser conocido, Donald Trump va a anunciar el futuro otorgamiento de la Medalla de la Libertad a mi persona cuando triunfe en las elecciones presidenciales en noviembre de 2024. En ese momento descansaré en paz.
Fin
Excelente relato. Por épocas he estado obsesionado con la historia del asesinato, y conozco bien mucha de la información sobre las teorías conspirativas, lo creo de verdad, y luego de leer este relato que suena increíblemente verosímil, hasta tengo dudas de que exista otra realidad distinta. Quizás sea mi yo obsesionado el que habla, no lo sé, pero, ¡mierda! me gustaría poder escuchar a de green go contarme los pormenores sobre su investigación, y Harry Bolton. Gracias , que buena historia.