“Ya podéis perdonarme” Algunas notas sobre la poesía y ensayística de Manuel Díaz Martínez (1936-2023) Por Antonio Arroyo Silva

En la Revista Trasdemar difundimos la literatura contemporánea de las islas
Fotografía del poeta (Facebook / Manuel Díaz Martínez)

Presentamos en la Revista Trasdemar el ensayo de nuestro colaborador Antonio Arroyo Silva dedicado a la memoria y la vida del poeta cubano Manuel Díaz Martínez (Santa Clara, 1936-Las Palmas de Gran Canaria, 2023) leído el pasado 14 de abril en el evento de homenaje organizado por “Poesía Viva de la Atlántida” en la Biblioteca Insular de Las Palmas de Gran Canaria

 la poesía de Manuel Díaz Martínez también es vida y, a veces, refleja esa humildad que T.S Elliot decía que era infinita

ANTONIO ARROYO SILVA

En su discurso de entrada en la Academia de la Lengua de Cuba, Manuel defendía  –y siguió defendiendo– la importancia de la irrupción del Modernismo en la poesía hispánica: «Lo que hizo Darío fue decapitar el lenguaje fosilizado mediante el cual era imposible desvelar ante sus contemporáneos el presente —su presente real, el instante irrepetible en que existían—, el lenguaje mediante el cual no podían expresarse los conflictos, las inconformidades y los sueños que emergían de su tiempo».

En su escrito se barajan las distintas tesis sobre la génesis y la importancia del Modernismo: desde las tesis americanistas, como la de Octavio Paz, que argumentan que con dicho movimiento se consigue una verdadera expresión de la literatura hispanoamericana a la vez que hunde todos los cánones de la literatura española, dormida en un trasnochado posromanticismo ramplón. Por el lado contrario, se argumenta que se trata de un alejamiento de la realidad del continente. Manuel Díaz Martínez nos dice: «En una ya lejana época de mi vida fui devoto de Darío, y entonces leí y desde entonces he devorado una buena cantidad de textos críticos en los que, según el caso, es él la carne infiel condenada a la hoguera o el nuevo Píndaro». O sea, nuestro poeta adopta una postura intelectual de alejamiento en el tiempo.

Manuel Díaz Martínez dijo en varias entrevistas que el poeta que lo impulsó a la escritura fue Gustavo Adolfo Bécquer. Bien sabida es la influencia del poeta español en la poesía hispanoamericano, incluso en el movimiento modernista. Sus miembros lo consideraron precursor. Sin embargo, como suele ocurrir, esas fórmulas digamos plenas de un coloquialismo fresco y verdaderamente romántico, se estereotiparon y cayeron en el vacío. Lo mismo ocurrió con muchos autores considerados modernistas, sobre todo en España. De este acartonamiento fue muy consciente el mismo Juan Ramón Jiménez, que tras ciertos artículos irónicos de Gil Arribato (o Alonso Quesada), el poeta de Moguer decidió destruir las obras de su primera época y, como consecuencia, escribió hace más de cien años Diario de un poeta recién casado. No crean que estas son simples conjeturas mías, sino de algo más que demostrado por el catedrático Sánchez Robayna y que actualmente la misma Casa Museo Zenaida/ Juan Ramón reconoce como un hecho.

Jorge Rodríguez Padrón, en mis años de aprendizaje, siempre me decía que una cosa son las influencias y otras las consecuencias. Las influencias consisten en transportar moldes expresivos a poemas de otros. Las consecuencias, al contrario, son el diálogo entre la voz de un poeta y otro. Un revulsivo que hace que la voz poética futurible se transforme y se haga también universal. A esto Jorge le añade el concepto de comunión (común unión), no como algo religioso, aunque para él la poesía ha de ser también religión; pero no un credo; sino teniendo en cuenta que esta palabra procede de los dos étimos latinos religare (reunir) y relegere (releer). Así pues, religión, espíritu-respiración y comunión son conceptos de la escritura poética no contaminada de credos ni doctrinas.

Manuel Díaz Martínez, feliz coincidencia con nuestro crítico, fue muy consciente de lo que digo en el párrafo anterior: una lectura profunda de las Rimas de Bécquer y una consecuencia de tal lectura que lo llevan a una comunión con el poeta español.

Otra coincidencia, Jorge Rodríguez Padrón (y Luis Cernuda) dice en uno de sus últimos libros, En la patria perdida, que el Romanticismo español surgido en el primer tercio del siglo XIX que nada tiene que ver con el alemán o el inglés (Wordsworth, Blake, Novalis, Hölderlin…) pues para ellos romanticismo no es sinónimo de expresión desenfrenada, como para los españoles. Al contrario, según Carlos Pelegrín-Otero, los grandes románticos siempre parten de la lengua oral y a la sonoridad prefieren la música callada. La poesía romántica es la poesía de la experiencia (esto es de Hölderlin, no de García Montero). Esa captación imaginativa derivada de una experiencia concreta es primaria y cierta: el romanticismo es un correctivo del empirismo y no su contrario. Lo que sí es su opuesto, por nocivo, es el sentimentalismo dieciochesco. Y ahí dejo el razonamiento de Jorge. Lo cierto es que, como también argumenta Díaz Martínez en su artículo sobre las Rimas de Bécquer, que los llamados poetas románticos son herederos de los neoclásicos y, si bien intentaron alterar los conceptos y hábitos retóricos de sus antecesores, no lo consiguen. Se habla de rebeldía, sí; pero los valores establecidos son sustituidos por otros (¿Qué es mi Dios? La libertad), como si desde una ética pequeñoburguesa se intentara cambiar los nombres y no los conceptos. Sin embargo, no existe esa rebeldía de las palabras que constituyen un verdadero revulsivo para transformar la expresión en algo nuevo, algo primigenio. Lo mismo ocurrió con el romanticismo francés. Claro, el español y el francés (hasta Baudelaire no hubo verdadero romanticismo) son herederos de aquel Siglo de las Luces, que todo lo quería ordenar bajo el mandato de una razón que nada tenía que ver con la visión poética de los autores alemanes, ingleses, incluso italianos, cuya visión sobre lo clásico fue muy distinta, por su cercanía a lo griego sobre todo.

No me extraña nada que a Bécquer lo acusaran de escribir «suspirillos germánicos», muy al gusto de Heine. Pero no es así, Bécquer, quizás por los motivos argumentados por Jorge y Manuel, hizo una revisión profunda y nos legó un verdadero romanticismo en lengua española. Lo mismo Rosalía de Castro, también en lengua gallega.

Volviendo a Bécquer. He aquí una muestra de admiración irredenta de MDM hacia el poeta sevillano:

Digámoslo sin arrogancia, 

más bien sobrecogidos, 

y que Gustavo Adolfo, hermano mío, me perdone 

desde todos los Olimpos que sin duda se merece: 

podrá no haber poetas, 

en cuyo caso tampoco habrá Poesía.

En ese largo poema de Manuel titulado «Mínimo discurso sobre el poeta, la palabra y la poesía» expone en clave lírica su ars poética y su ars vivendi: «La Poesía no mana del jardín, sino del jardinero, / y mana de mí, que descubro el jardín de otra manera, / que lo miro y no lo miro, / que lo nombro y no lo nombro, / que al llevarlo a mi lengua lo sumerjo en una luz y en una sombra / que jamás le dieron y nunca le darán / ni la aurora más radiante ni la noche más sombría».

Como decía en el fragmento anterior (final) la poesía mana del poeta y de su palabra encendida. El poeta cuyo principal material es la palabra y cuya alma es la memoria de unos pocos poetas que, como Manuel, supieron distinguir el oro de la paja. Él sabe muy bien de quiénes ha cogido el testigo y que ahí lo tiene listo para que otros poetas del futuro lo recojan.

Pero la poesía de Manuel Díaz Martínez también es vida y, a veces, refleja esa humildad que T.S Elliot decía que era infinita. Observen este poema:

YA PODÉIS PERDONARME

Ya podéis perdonarme:

ya no soy malo.

ya nada me asombra,

por tanto nada me indigna,

a nadie aborrezco,

todo lo asumo.

Ya todo lo espero,

por tanto nada me hiere,

a nadie lapido,

a todos abrazo.

Ya nada ambiciono,

por tanto a nadie persigo,

de nada presumo,

a nadie hago sombra.

Ya yo no soy malo,

aunque, os lo advierto,

algunos resabios me quedan

de cuando fui humano.

Muy claro y aparentemente sencillo. Sin embargo, el poeta no se abstrae de su condición de ser humano y reconoce las contradicciones que le acosan. Obsérvese el recurso anafórico que matizan ese no ser malo, casi un estribillo, casi un mantra que, en su progresión, acentúa la emoción. También la utilización del verso corto y libre, aparentemente, de cargas metafóricas. Sin embargo, no hay moralismo, lo apreciamos en es broche final que pone en entredicho la dicotomía entre el bien y el mal, dentro de la conciencia del poeta. Además, se aprecia una fina ironía que le da mayor fuerza al conjunto.

Para concluir, ¿a qué movimiento poético pertenece la poesía de Manuel Díaz Martínez, a qué generación? Desde luego, como cubano, forma parte de la poesía cubana contemporánea y, por ende, universal. Pertenece, desde luego, a aquella generación de los 50 en donde figuran Roberto Branly, Fayad Jamís, Rafael Alcides, Carilda Oliver Labra, el propio Manuel Díaz Martínez, etcétera. No pertenece a la corriente de Lezama Lima, pero sabemos que Manuel disfrutó de su amistad y beneplácito. Lezama es admirado por todas las corrientes estéticas posteriores a él, no solo por su poesía, sino por esa ensayística que abarca lo cubano y sus poéticas.

El gran poeta chileno Enrique Lihn en el prólogo de Vivir es eso, premio «Julián del Casal» 1967, ve a un poeta en plena madurez. La palabra es la posibilidad del poeta de definirse ontológicamente: un ser y escribir que han de consumarse en un mismo acto. Aquí se augura una característica que va a definir toda la obra de Manuel Díaz Martínez.

Y para zanjar la perplejidad que me produjo la afirmación de alguno sobre la pertenencia de Manuel al movimiento Modernista, cito al propio Lihn en el texto mencionado:

«Es, en un sentido diametralmente opuesto, el mismo repudio del sentimiento o de la efusión sentimental que practicó el simbolismo como “medio irregular —dice Marcel Raymond— de conocimiento metafísico”, contra el subjetivismo romántico, puesto que, en este caso, dicha impersonalidad apunta a una suerte de revelación de lo real».


Semblanza del poeta, por Antonio Arroyo Silva

Manuel Díaz Martínez, nació en Santa Clara, Cuba, en 1936. Poeta y periodista. Fue diplomático en Bulgaria, investigador en el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba, director del suplemento cultural del diario cubano Noticias de Hoy y del magazine de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. Fue director de la Revista Encuentro de la Cultura Cubana y formó parte del consejo editorial de la Revista Hispano Cubana, ambas publicadas en Madrid. Es miembro correspondiente de la Real Academia Española. Entre los libros de poemas que ha publicado figuran El País de Ofelia (1965), La tierra de Saúd (1966), Vivir es eso (1967, Premio “Julián del Casal”, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, otorgado por un jurado que integraron Nicolás Guillén, Eliseo Diego, Gabriel Celaya, José Ángel Valente y Enrique Lihn), Mientras traza su curva el pez de fuego (1984), El carro de los mortales (1988), Memorias para el invierno (Premio Ciudad de Las Palmas de Gran Canaria 1995) y Paso a nivel (Verbum, Madrid, 2005), Cantos y cuentos (2016) y En La Isleta (2017). Algunas antologías de sus versos son: Poesía inconclusa (La Habana, 1985), Alcándara (La Habana, 1991), Señales de vida (1968-1998) (Visor, Madrid, 1998), Antología Poética (edición bilingüe, traducción de Giuseppe Bellini, Editorial Bulzoni, Italia, 2001) y Un caracol en su camino (Aduana Vieja, España, ediciones de 2003, 2005 y 2008). Su poesía completa fue publicada, bajo el título de Objetos personales (1961-2011), en la Biblioteca Sibila-Fundación BBVA de Poesía en Español (Sibilina Editorial, Sevilla, 2011). Poemas suyos han sido traducidos a numerosos idiomas. También es autor del libro de memorias Sólo un leve rasguño en la solapa (AMG-Editor, Logroño, 2002), del tomo de ensayos y artículos Oficio de opinar (Aduana Vieja, Valencia, 2008), de ediciones comentadas de las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, de El ciruelo de Yuan Pei Fu, de Regino Pedroso, y de las cartas que Severo Sarduy le remitió a La Habana. Es autor asimismo de la antología Poemas cubanos del siglo XX (Hiperión, Madrid, 2002). Recibió en 2006 la medalla La Avellaneda, del Círculo Cultural Cubano de Nueva York, por su aporte a la cultura cubana. Residió desde 1992 en Las Palmas de Gran Canaria y fue ciudadano español.

Fue uno de los firmantes en 1991 de la Declaración de los Intelectuales Cubanos (más conocida como Carta de los diez), una carta abierta a Fidel Castro de diez escritores cubanos en la que le solicitaban la democratización del régimen. 


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