Cuatro poemas, por Julio Tovar
Desde la revista Trasdemar, queremos recordar al poeta Julio Tovar (1921-1965) en el centenario de su nacimiento, con una selección de poemas de su libro Hombre solo (Instituto de Estudios Canarios, 1962).
Veo
la calle silenciosa de mis primeros años.
La vieja panadera
que llegaba temprano con el pan aún caliente,
la hierba naciendo en la calzada,
los niños jugando en los portales
y aquel río, entrevisto,
cuando, por el invierno,
el agua discurría, violenta, por su cauce.
Y me veo de niño.
El pantalón muy corto y las piernas pequeñas
para las grandes calles que no terminan nunca.
Quedaba en las esquinas,
en los primeros días de noviembre,
junto a las flores secas,
el viejo que tostaba, sobre el fogón de cock,
las castañas.
La calle nos servía
para todos los sueños.
Y me vi marinero.
Sobre mis hombros iban
galopando los vientos.
Una canción rompía
las luces de la tarde.
La luz se iba subiendo, trepadora del tiempo,
marcando en las paredes
la ruta de un viaje imaginario,
mientras la clase estaba repitiendo, monótona,
la lección del maestro:
“España limita al Norte…”
Los ojos se escapaban
por las ventanas de la clase
y se quedaban, fijos, en los montes cercanos.
Si diciembre llovía,
los cristales tenían el llanto de los niños
y la esperanza trémula
de riachuelos naciendo por las calles.
(Un barco de papel, varado en el pupitre,
esperaba, sin nombre, su bautismo de agua.)
La niña de las trenzas jugaba por el parque.
Los niños repetían las canciones de siempre.
Por los oscuros ojos de las puertas abiertas
salían a la calle los ensueños y el miedo.
Veo
la calle silenciosa de mis primeros años,
y todos mis amigos,
y los nombres perdidos que no sonarán ya nunca
y las casas que han muerto.
Y esa calle, que ahora se perdió para siempre,
sin hierba en la calzada,
sin niños que la corran y la llenen de historia,
sin una humilde panadera que llegue,
por la mañana, con el pan aún caliente,
va muriendo en mis sueños,
como muero yo mismo.
Un réquiem, por nosotros,
está cantando, ahora, el agua de la lluvia.
Giran, locos, la noria y el caballo.
La bruja pasa su escoba por las trenzas
y sobre las aguas sucias del espejo
–gorra azul, pupilas que no miran–
se escapa, de pronto,
mientras el “tren del miedo” se detiene
y vuelven, otra vez, los niños y los juegos.
Tú corres por caminos de aventuras
–piernas rojas, trenzas de oro pálido–,
fugaz gacela burladora de esquinas,
voz que gritas de lejos:
“Se fue para la guerra
y no sé cuándo vendrá…”
¿Dónde la hora en que los niños fueron
canción, esforzado heroísmo,
recobrando lanzas de las cañas,
luchando con gigantes invisibles,
que huían, a sus golpes, temerosos?
¿Dónde piernas que corren,
países de “cuentas de cristal”,
de barcos, guerreros o elefantes?
¿Dónde, también, zapatos que volaran,
y cascos otras veces galopando
o ruedas que nadie detenía?
¿Dónde aquel niño perdido para siempre?
Había que correr.
Había que huir la calle, el camino de tierra,
y dejarte sola, sonrisa o palabra confundida,
perfume de cacao o de vainilla,
mirando fija, absorta, tristemente,
el agua del estanque donde, roto,
quedó el papel azul o negro,
brillando en él, al sol, el nombre de “Victoria”.
(Las canoas quietas en el agua
de aquel Mississipi imaginario:
atrás las sombras de los árboles
y aquel negro –de blanco–
dormido en la ribera
al abrigo del toldo de colores.)
Después, hundido entre las blancas
orillas de otros sueños,
el miedo, la mano que golpea,
y un grito, que recorta la noche,
deja solo a aquel niño,
muerto, por unas horas, hasta el alba.
Amanecer de siempre.
El sol rompe los sueños, hace alegre
la calle, ahuyenta los fantasmas,
vuelve a poner caminos, países misteriosos,
ríos inmensos, tesoros legendarios,
para aquel niño que despierta
llenos los pensamientos de esperanzas.
Piernas rojas, trenzas de oro pálido,
huida, fugaz gacela, ahora, otra vez aquí:
que en el dorado sueño de este instante,
casi táctil, viviendo de ti misma,
vuelvas a ser quietud, silencio,
recortada imagen de un espejo,
por donde ayer pasabas y reías
y hoy miras, de frente, tristemente.
Esta tarde,
en esta misma tarde me siento como el árbol,
como la tierra ansiosa de agua fresca y nueva.
Buscando va mi piel la caricia del aire,
mis pasos van siguiendo mi muerte silenciosa.
Y no habrá renacer. Es imposible el brote.
La madera está vieja, reseca por los años,
carcomida de tiempo,
roída por el odio, el amor y el silencio.
Y estoy luchando a solas,
luchando con mi vida,
con la muerte que llena los rincones de espanto,
buscando ser de nuevo
aquel hombre que fui
transido de esperanzas.
Y no soy sino sombra.
Si al menos fuese árbol;
si pudiera ser roca para quedar estático,
para vivir los siglos,
y no sentir el musgo,
el agua de la lluvia o el sol de los estíos…
Y no saberme solo,
y no sentirme a solas con la muerte y el miedo,
y no tener la duda de si muero tan sólo,
de que no seré nada,
mientras lloran mi muerte
la palabra y los rezos.
Esta tarde,
un día veinticuatro de diciembre,
ha empezado el invierno.
Fuera, la gente canta y ríe.
Feliz el niño que nace y felices los hombres,
y yo estoy pensando, a solas,
ser árbol o ser piedra…
Y deseo ser tierra y sentir en mi cuerpo
la frescura del agua,
la tibieza del agua,
el sol, dorado sol de tarde que se alarga
para una noche de sorpresas…
Y tengo que quedar, porque la muerte borra
mi nombre de los labios,
y se quedan los ojos vacíos de mí mismo,
y la sangre no late,
y tengo miedo y rabia y me duelen los sueños
y no basta mi nombre…
Paz a los hombres y a las cosas, digo,
y quiero ser piedra por los siglos,
hecho burla del tiempo.
Señor, tú me pusiste
la sangre por mis venas, el sueño por mis ojos,
y la muerte, Señor, que me acompaña,
que ronda por mis labios y mis manos.
Y están viendo mis ojos,
y me persigue el sueño, y hay cansancio, Señor,
y todo va perdiéndose
mientras hablo y digo: Buenos días,
amor, paz, canción, o solamente amigos.
Por el camino suben
el polvo de la tierra, mis pasos y las sombras.
Hay árboles y pájaros y flores,
frescor de agua,
cielo, nube y sol;
pero el sol quema en la frente
y pone sequedad de hastío por mis labios,
y el agua ya no sirve para colmar mi sed,
ni preciso la sombra,
ni deseo la flor
que alegre la oscuridad de mi solapa,
porque estamos a solas para el diálogo,
tú y yo, Señor, los dos a solas,
y sobra hasta el paisaje,
y me sobran, también, los ojos y los sueños;
la muerte, no, Señor, la muerte sí nos sirve,
la muerte es la palabra para entendernos todos.
¿Por qué, Señor, así, tan descarnada,
más clara que las aguas,
más honda que la mar,
con más eternidad que las estrellas?
Sobre la tierra queda,
prendiéndose en los labios que no saben,
que no pueden entender estas palabras
–las únicas palabras verdaderas–
y dicen prados verdes, arrulladoras aguas,
cielos azules, vaguedad de estío…
¿Por qué, Señor, así, con tantas cosas
que ocurren cada día?
Me falta llegar hasta tu verbo,
y saber de tu Pan y de tu Sangre,
y ser niño y temerle a las espigas
guardadas por los brazos de un fantasma
que ahuyenta los pájaros del miedo;
y, entonces, ver cómo granan los trigales,
cómo nace el pan blanco
amasado con el fervor y la esperanza,
aunque se rompa el diálogo, Señor,
y me quede solamente con la muerte.
Julio Tovar (1921-1965), poeta, periodista y dramaturgo, nació en Güines (Cuba) y a los catorce años se trasladó a Tenerife, donde pasaría el resto de su vida. Publicó los poemarios Primavera en tu ausencia (1946), Poesía olvidada (1948), Hombre solo (1962) y Desvelada soledad (obra póstuma, 1966); los volúmenes de narrativa Crónica de una calle tranquila (1961) y Diálogos (obra póstuma, 1968); y las obras teatrales Noche y día de verano (1964) y Cita en las cuatro esquinas (obra póstuma, 1966). Desde 1945 comenzó a publicar sus colaboraciones en la Gaceta Semanal de las Artes, el suplemento cultural del desaparecido periódico tinerfeño La Tarde, mientras compaginaba esta dedicación al periodismo con su trabajo en las oficinas de una firma comercial. Su obra poética se encuadra en la generación de posguerra, situándose en el marco filosófico del existencialismo cristiano y empleando un lenguaje sencillo y directo, despojado voluntariamente de metáforas, para alcanzar una intensa expresividad.
Tovar falleció de una dolencia cardiaca a los cuarenta y tres años, en Santa Cruz de Tenerife. Actualmente, esta ciudad lo sigue recordando con una calle dedicada a su memoria y con el Premio de Poesía Julio Tovar, uno de los más relevantes certámenes literarios de Canarias, que el Ayuntamiento de la capital tinerfeña recuperó en 2017, después de permanecer siete años sin convocarse. Sin embargo, más allá de estos homenajes puntuales, la figura de Tovar ha terminado cayendo en un injusto olvido, como apunta Juan Calero Rodríguez en un artículo sobre el poeta: “Quizás por su corrosiva modestia o la desconexión con los medios editoriales peninsulares; su obra –lo importante de un escritor– no aparece reflejada en la literatura española, ni figura en antologías que nos refresquen su valor. Salvo alguna publicación que podamos encontrar en las bibliotecas canarias, su obra quedó esparcida en la prensa de la época, donde, como ocurre en el mundo periodístico, cada día van apareciendo nuevas noticias, mientras los días se suceden invariablemente”. Este olvido, desde luego, no se compadece con los valores de su escritura, que merece volver a leerse con atención y respeto.