“Nos movemos sobre volcanes, literalmente” Anelio Rodríguez Concepción

La Revista Trasdemar prosigue la estela de las revistas de vanguardia, que a lo largo del siglo XX realizaron encuestas a creadores de la época para favorecer el debate y el diálogo en el panorama literario y cultural
Anelio Rodríguez Concepción (Fotografía de Juancho García, 2020)

Presentamos en la Revista Trasdemar la entrevista con el autor Anelio Rodríguez Concepción (Santa Cruz de La Palma, 1963) a quien agradecemos su colaboración en nuestra encuesta internacional dedicada a la insularidad

La isla, en medio de las aguas como en medio de ninguna parte, procura mantener intacto todo cuanto hay en ella, no importa si afuera las cosas cambian mientras pasa el tiempo: aquí las especies animales y vegetales se resisten a desaparecer, las formaciones geológicas se convierten para siempre en improntas irreductibles –a no ser que sobrevenga un cataclismo–, y, por la misma regla de tres, las tradiciones culturales se asientan como claves de algo genuino en un mundo que necesita la estabilidad para ser autosuficiente

ANELIO RODRÍGUEZ CONCEPCIÓN

La isla como espacio de creación

¿Qué representa la insularidad para su génesis como autora? Háblenos de su experiencia creativa en el ámbito de la escritura: ¿cuáles fueron los orígenes de su proceso de producción literaria?

La insularidad perfila un carácter y un talante. El contorno físico, ineludible y siempre imponente a primera vista, asienta la dicotomía de lo de dentro y lo de fuera, y eso por fuerza tiene que marcar la vida de los isleños, se dediquen o no a la literatura. Lo de dentro es el mundo todo, a veces desbordado de plenitud; lo de fuera es un hecho inquietante al que tenemos que enfrentarnos cada día. Ahora que lo pienso, es un poco lo que ocurre con la dicotomía vida/muerte: nos hace valorar lo que tenemos más a mano y al mismo tiempo nos ayuda a resistir como seres dotados de consciencia.

Mantengo un recuerdo remoto que viene del período de la primera infancia, cuando vivía en la casa de mi abuelo Pancho, donde me crie, en un barrio alto de Santa Cruz de La Palma. Desde la puerta de esa casa, situada en el tramo más elevado de la calle Pintado, se veía el mar allá abajo y, como tope contra el cielo, el límite del horizonte. Me pregunté muchas veces qué podía haber al otro lado de aquella línea recta, tan nítida y sin embargo tan enigmática. Mi imaginación infantil me hizo sospechar la presencia de una catarata de agua oceánica cayendo a lo lejos por detrás de lo visible, hacia cierto ámbito infinito, latente como cualquiera de los misterios que alimentan el ingenio humano entre la inquietud y la promesa de deslumbramiento ante lo desconocido. Acaso ese haya sido el mejor origen posible para el potencial creativo que bullía en mi mente de niño de ojos grandes, bien abiertos. Podría ser considerado un presagio de lo que debe dar de sí la mente calenturienta de alguien abocado a hacer carrera de escritor. Me refiero a esa imagen del prodigio fronterizo entre lo natural y lo sobrenatural, la caída de una catarata infinita refutando el vacío del universo, espacio exterior por antonomasia. Para pensar en algo así a edad tan temprana tendrías que sentirte parte de un mundo insular, aunque aún, por la inexperiencia, por la falta de formación y también por el candor de la niñez, no alcanzaras a tener consciencia de lo que eso significaba.

De ahí en adelante, el paisaje –desde el mar hasta la cumbre de una isla verde, edénica– iría marcando la fascinación suscitada por mis inclinaciones contemplativas. No podía ser de otro modo. Por ello mis pinitos literarios en plena adolescencia buscarían la experimentación de la poesía con versos libres y metáforas cargadas de alusiones a la Naturaleza, a la revelación de su poder, no siempre útil, no siempre aprensible.

Por otro lado, la insularidad también contribuyó al desarrollo de confusos sentimientos de fragilidad, sensaciones de encierro involuntario, soledad trascendente, abandono e independencia a partir de la lejanía de los centros geopolíticos, indefensión ante los batuqueos del mundo, temor a los golpes de timón del azar, etc., en fin, todo cuanto eleva nuestra psicología socarrona a extraños niveles de comprensión frente a los altibajos de la realidad. Así fue cómo se fraguó mi primer libro publicado, Poemas de la guagua, y así fue cómo se amplió el trasfondo de mis escarceos con la narrativa, resumidos en el volumen La Habana y otros cuentos, donde conviven los más variopintos registros orales de un paisanaje pachorrento en el que podemos sentirnos reflejados. Por cierto, he aquí otra clave de la influencia de la isla en el levantamiento de un contexto literario que a la larga se desarrolla por sí solo: el protagonismo del paisanaje, no menor que el del paisaje.


La isla como lugar de influencias

¿Cuál es su relación literaria con la experiencia de la insularidad y las influencias recibidas de la tradición o las tradiciones culturales de su lugar de origen?

La isla, en medio de las aguas como en medio de ninguna parte, procura mantener intacto todo cuanto hay en ella, no importa si afuera las cosas cambian mientras pasa el tiempo: aquí las especies animales y vegetales se resisten a desaparecer, las formaciones geológicas se convierten para siempre en improntas irreductibles –a no ser que sobrevenga un cataclismo–, y, por la misma regla de tres, las tradiciones culturales se asientan como claves de algo genuino en un mundo que necesita la estabilidad para ser autosuficiente. Soy de una isla tan atiborrada de tradiciones culturales como de encantamientos naturales. Ninguno de esos rasgos resultan ajenos a los intereses de sus habitantes. De ahí viene un fenómeno psicosocial que no deja a nadie indiferente: en La Palma cada isleño siente sobre los hombros el peso de lo que han hecho sus antepasados; quiero decir que todos contribuimos en la medida de nuestras posibilidades a no malgastar la herencia, aunque a veces esto cueste algo más que sudor. La Palma fue durante el siglo XVI y parte del XVII un emporio. La importancia de su puerto en el comercio con las Indias la convirtió en una encrucijada obligatoria para todo tipo de gente emprendedora. En La Palma florecía el poder económico, mientras que en Tenerife y en Gran Canaria se apuntalaban el poder militar y el religioso. Con eso puede explicarse por qué en La Palma eclosionaron con tanta fortuna las ideas ilustradas de la Europa alérgica al ultracatolicismo, que puenteaban sin reparos a la oficialidad del Imperio español, y por qué en el siglo XIX cobró vida una suerte de oasis liberal, en parte gracias a la labor filantrópica del Sr. Díaz, un cura progresista que, además de tomar partido en contra del absolutismo –lo que le acarrearía, entre otras consecuencias desagradables, el destierro–, adquirió rango de prócer al crear la primera escuela y el primer hospital de su isla. A mitad del XIX llegó la primera imprenta, y desde entonces se forjó una tradición editora de periódicos sin parangón (se contabilizan casi 120 cabeceras de periódicos entre 1863 y 1939), muchos de los cuales asentarían las ideas liberales y la voluntad de combate proletario. Después de la guerra civil todo se pondría cuesta arriba: en proporción al número de habitantes, La Palma fue la isla más castigada por la represión franquista. Por ese hecho traumático, perdió mucho de su capital humano, indudablemente. Entre muertos, presos, exiliados y amordazados, sólo quedaba la autocensura –con retranca, eso sí– de los vencidos y el desparrame triunfalista de los vencedores. La isla entonces se tiñó anómalamente de conservadurismo. Todo esto produjo una implosión emocional colectiva que de manera indirecta hubo de afectarme.

De niño tuve la suerte de empezar a leer guiado por mi padre, que era un hombre tolerante –diría que de estirpe cervantina–, autodidacta y lector incansable en noches de insomnio (durante décadas aprovechó su condición de insomne para nutrir la experiencia lectora como una forma de redención particular). Siguiendo sus sugerencias, me inicié con las novelas de aventuras de Verne, Salgari, Dumas, Sabatini…, pero al mismo tiempo me aficioné a los tebeos, que causaban furor en aquellos años. Al llegar a la adolescencia experimenté un cambio significativo con el descubrimiento de Poe, Hemingway, Stefan Zweig, Bécquer, Unamuno, Machado, los poetas del 27, Miguel Hernández, Buero Vallejo… En fin, empecé a picotear aquí y allí, admirado de la variedad de registros posibles. También me introduje en la obra poética de autores más “cercanos”, como Manuel González Plata, Elsa López y Luis Cobiella, así como en la narrativa de Rafael Arozarena y el repertorio de historias conservadas en el romancero que don José Pérez Vidal había rastreado en La Palma. En ese período de adolescencia escribí versos libres y no dudé en participar en algún recital colectivo, dentro y fuera del Instituto de Bachillerato. Luego, en años universitarios, vino el contacto con otros poetas jóvenes y atrevidos como yo, con los que aún conservo el fuego sagrado de la amistad (Ernesto Suárez, Carlos Bruno, Daniel Bellón, etc., artífices de Cuadernos Insulares de Poesía y La Calle de la Costa), y al mismo tiempo, gracias a la labor docente de Andrés Sánchez Robayna, entre otros inolvidables profesores en la Facultad de Filología Hispánica de la Universidad de La Laguna, vino el reconocimiento de la riquísima tradición literaria de las Islas en su conjunto, especialmente el caudal de las vanguardias históricas de pre-guerra.

Debido a los gustos musicales de mi familia y de los tabaqueros de la fábrica Gloria Palmera –empresa fundada por el abuelo Pancho–, donde me crie, desde pequeño escuchaba grabaciones discográficas de zarzuelas, algunas de las cuales aprendí completas. Esa afición, no insólita en un lugar tan peculiar como La Palma, se prolongaba con la música folclórica, especialmente con la tradición navideña de “los divinos”. Justo porque enseguida me enrolé en una rondalla de “divinos”, muy pronto pasé a formar parte del grupo Tajadre, al que aún me enorgullezco de pertenecer. Esa filiación juvenil daría lugar a otros compromisos bien diferentes como integrante de la Coral Universitaria y la Agrupación Folclórica Universitaria, ambas de La Laguna. La experiencia de la interpretación musical te marca para siempre estimulando una sensibilidad porosa que tarde o temprano influye en el trabajo literario.

A todo esto añadamos el aprendizaje derivado de las sesiones vespertinas de cine: imposible olvidar las proyecciones en el Circo de Marte y en el ya desaparecido Parque de Recreo, de Santa Cruz de La Palma. Allí, al contrario de lo que sucedía en las salas de las grandes ciudades, se reponían continuamente viejas películas de romanos y de capa y espadas, las locuras de los Hermanos Marx, las aventuras en blanco y negro de Tarzán –Johnny Weissmuller–, la filmografía completa de Cantinflas, los clásicos de John Ford, Anthony Mann… Recuerdo haber visto de niño, en el Circo de Marte, un péplum estupendo rodado en  Technicolor, Ulises, con Kirk Douglas, Silvana Mangano y Anthony Quinn. Al llegar a casa, entusiasmado, le hice un resumen de la película a mi padre, quien, conmovido por mi interés, aprovechó la ocasión para pasarme un tomo de la Odisea. Así fue cómo llegué a la lectura de Homero. Está claro que las del cine y las de la lectura eran experiencias que se retroalimentaban. Además, en la cantina del Circo había un ambiente insólito: en cada descanso podíamos ver allí, envueltos en el humo de los fumadores, varios animales disecados (los responsables de la cantina, los hermanos Gerineldo y Galaor, eran aficionados a la taxidermia). No había espectáculo más sugerente que el de aquellos seres paralizados por una fuerza extraña para proteger el ambiente mágico que provenía de la ensoñación del cine, potenciada en la penumbra del patio de butacas.

También le debo recuerdos emocionados a la observación directa del acto de la pintura. Mi padre, además de filmar y montar sus rollos de cine amateur en 8 mm., era artista aficionado –y ciertamente notable– en la práctica del modelado y sobre todo en la de la pintura al óleo. Mi tío Quico, el paisajista Francisco Concepción, deudor del impresionismo, primero como discípulo del acuarelista Antonio González Suárez y luego, a lo largo de una carrera de más de cincuenta años, como maestro absoluto de la pintura al aire libre, fue otro referente con el ejemplo de trabajo incansable, perfeccionista, discreto. En ese sentido intento imitarlo buscando con modestia la verdad de las cosas, subiendo despacio una cuesta empinada para poder seguir mirando a lo lejos.


La isla como proyecto cultural

¿De qué modo considera el valor de la isla o del archipiélago en su propia cosmovisión literaria? ¿Qué opina acerca de las semejanzas y los parentescos entre su lugar de origen y otros territorios insulares?

Es normal que haya líneas de parentesco entre unas y otras islas. Parentesco real, concreto, con herencia de genes y todo eso que la biología puede estudiar como corriente de arrastre llena de energía. ¡Las Canarias son tan diversas y tan semejantes! Comparten un origen geológico que se transmuta en algo muy complejo: el trasfondo mítico de una concepción de la realidad que no sirve de nada si no se acepta el peligro del hundimiento con la misma intensidad con que se reconoce el milagro continuo de la emersión. Habitamos rocas volcánicas, no lo olvidemos, que en la Antigüedad se arracimaban en torno a la idea del paraíso terrenal. El adanismo nos define, aún hoy. La gente de Canarias mantiene, en gran parte, esa pureza de quienes bordean los mapas, esa capacidad de asombrarse ante los fogonazos del mundo que discurre a su alrededor.


La isla como punto de referencia

En su opinión, ¿el paisaje contribuye a la formación de una estética de la insularidad? ¿Qué aspectos considera más relevantes en la mirada hacia la insularidad desde la literatura o el arte?

El paisaje suscita reflexiones constantes. Ahí está el mar, exigiéndonos un punto de autocontrol necesario para no caer en la sensación de deriva, ni en el ensimismamiento. Ahí está el salitre empañando la visión hasta hacernos dudar de muchos de los aspectos de la realidad. Ahí están los Alisios meciéndonos en un limbo de sensualidad natural. Ahí están la luz atlántica y la cercanía del Trópico de Cáncer ante la variedad de un entorno multiforme cuyas singularidades no se pueden ignorar así como así en tanto que se desdoblan en diversos microclimas, a cual más llamativo e influyente en la conformación de cada hábitat. Y ahí están las fuerzas telúricas (ojo, no es para echárselo a broma: nos movemos sobre volcanes, literalmente). Todo ello desencadena luchas interiores que no tienen por qué paralizarnos: nos tienta a la vez el regodeo ombliguista y el cosmopolitismo, el espíritu conservador y el de apertura-aventura, la magua y la alegría… No sorprende que escritores y artistas se empeñen en dejar bien claro que su visión del prodigio físico de la isla es algo asumido con creces, meditado, siguiendo el ejemplo de innumerables precursores desde el siglo XVI. La mera observación del espacio actúa como un fuelle para la creatividad. Presentimos que se nos invita a interactuar con los elementos del paisaje. Esto queda patente en el trabajo de los escultores, pintores y fotógrafos, pero también en los escritores, necesitados de referencias primordiales más allá del trampantojo de las palabras. En ocasiones he llegado a creer que mi caso particular está de sobra influido por el paisaje: la exuberancia vegetal, el recorte de las montañas en lo alto, las nubosidades que se empeñan en amorosar la escarpadura de los riscos con claroscuros móviles, el correr del agua dulce por nacientes, arroyos, cascadas… Todo eso explica que haya sido posible la conformación de una escritura jugosa, con modulaciones constantes entre frases largas y frases breves, entre el registro culto y el coloquial, entre la luz y la sombra, entre la sonoridad melodiosa y el silencio, entre la explicitud y la elipsis.


La isla como vía a la universalidad

¿Cómo le gustaría definir la identidad insular? ¿En qué medida las diversas formas de la movilidad humana, como las migraciones o el turismo, influyen sobre la creación literaria en las islas? Desde su perspectiva, ¿qué lugar ocupan las nociones de cosmopolitismo y universalidad en la cultura insular de cara al futuro?

Dejando a un lado la influencia del turismo, que durante décadas del siglo xx trajo tantísimas costumbres foráneas “modernas” en un tiempo de cerrazón institucionalizada, destacaría por encima de todo la deuda que Canarias tiene con la epopeya histórica de los emigrantes. Emigrantes que vienen y que se marchan. Todos tenemos familiares directos que proceden de otros ámbitos geográficos y culturales. Todos tenemos familiares directos que se fueron a otros ámbitos geográficos y culturales. Son muchos barcos, muchos aviones, mucha gente, mucho roce. Si de ahí no sale un espíritu cosmopolita, apaga y vámonos. Hace un par de años me dijo el politólogo Sami Naïr que Canarias es un caso insólito entre las naciones de Europa por el carácter abierto de su gente. Lo afirmó con la sonrisa franca de quien alcanza la lucidez tras conocer y rechazar de plano los vericuetos y las trampas por donde se cuela la xenofobia. Hoy, mientras compruebo cómo la lucha contra la pandemia del Covid va dejando en la población todo tipo de secuelas psicológicas trasvasadas de lo individual a lo social y de los social a lo individual –secuelas adobadas de estupor en gran parte por culpa del oportunismo de los políticos que no saben medir el peligro de la polarización ideológica cuando una gran crisis sacude al mundo entero–, espero y deseo que en Canarias se mantenga en pie para siempre esa conciencia de su origen y sus complejos procesos de construcción identitaria.

En fin, para acabar de responder a esta pregunta, lo mejor será que traiga dos fragmentos de Historia ilustrada del mundo (Pre-Textos, 2017, pp. 169-170 y 175-176):

“[…] Con la excepción de abuela Paulina y la más chiquitita, tía Herminia, todos en la familia tenían un aire mustio, ojos almendrados de gato, el esqueleto esbelto, los dedos larguiruchos y las media lunas de las uñas blanquísimas en contraste con la piel broncínea y el pelo retinto, pero no eran capaces de asociar su ascendencia a una indescifrable mezcolanza de razas y culturas en perpetuo apuro, desde soldados castellanos a braceros y artesanos portugueses o gallegos, desde comerciantes holandeses e italianos a judíos furtivos dispuestos para cualquier labor de colonos, desde buscavidas libaneses e hindúes a esclavos benahoritas, bereberes y amerindios… Tampoco reconocían el atávico sentimiento de indefensión que los caracterizaba, como a la mayoría de la población isleña, perdida en el fin de los mapamundis, donde nadie se permite el uso informal e igualitario del pronombre “vosotros” sino el del circunspecto “ustedes” que tan bien emparienta a los canarios con los latinoamericanos. Venían de la modestia absoluta y no los desalentaba la imposición de sus limitaciones. Eso y no otra vaina era el sino. Un lento torrente que los llevaba, de rama en rama, hasta la copa más recóndita del árbol de los sueños. Si tomamos el gajo externo de una de esas ramas y seguimos su curso hacia el amargor de la savia que las nutre, repasaremos de cabo a rabo todos y cada uno de los capitulillos del libro de la Historia Universal con su ruleta de fechas y patronímicos para recordar sagas épicas sin moraleja. Si tomamos la referencia de la madre, la madre de la madre, la madre de la madre de la madre, de generación en generación hacia atrás con paso constante, ¿a dónde iríamos a parar si no al nudo de un bello y confuso cuento? […]”

“Aunque durante siglos haya madurado como enclave abierto al mundo y como punto de recalada para viajeros sin rumbo fijo, cabe conjeturar que en una isla menor todos los habitantes guarden entre sí ciertos lazos de parentesco. Y digo todos los habitantes para referirme a todos los habitantes: algo irrefutable si se tiene en cuenta la cercanía física ante el cerco del océano y ante la apretadura de las tierras, las arboledas, los altos riscos de basalto, las nubosidades cremosas, los caminos que van, vienen, suben, bajan y serpentean como seductoras formas por las que el destino humano invita a creer en una libertad de movimiento que en verdad no es tal, o al menos no tanta como pareciera a ras de suelo. Porque setecientos kilómetros cuadrados, pongamos por caso, no dan para mucho. ¿Cómo no van a enmarañarse las ascendencias de unos y otros de esos isleños, al fin y al cabo convecinos sobre un mismo volcán? ¿Cómo no van a asemejarse entre ellos los rasgos faciales, los timbres de voz, las tonalidades en la piel, los ademanes más íntimos? Hojeando los primeros libros de bautismo de las parroquias de La Palma, uno no puede evitar la sospecha de que el tiempo se aquieta entre espejos enfrentados: está claro que en esos polvorientos registros las caligrafías y las fechas van cambiando con el pasar de las páginas, pero no podemos afirmar otro tanto de los nombres y los apellidos anotados en combinaciones que se secuencian como cachitos de una saga en forma de largo poema cuyo comienzo se escurre o más bien se escapa a lo lejos, hacia atrás, donde no alcanzamos a discernir lo real de lo fabuloso quizá porque lo particular adquiere rango de general y lo general de particular. […]”


Anelio Rodríguez Concepción (Santa Cruz de La Palma, 1963) Doctor en Filología Hispánica, trabaja como docente de Enseñanzas Medias. Ha cultivado diferentes géneros y subgéneros literarios: de la poesía a la narrativa, de la novela al relato corto, del ensayo al artículo de opinión. En 1992 obtuvo el Premio “Ciudad de Santa Cruz de Tenerife” y en 2004 el “Tiflos” de Cuentos, convocado por la ONCE. Ha sido traducido a diversas lenguas, y algunos de sus relatos han sido incluidos en destacadas antologías publicadas en España y en Italia. Entre 1995 y 2005 dirigió la revista La fábrica (Miscelánea de arte y literatura). En los últimos años han aparecido en las librerías Historia ilustrada del mundo (Ed. Pre-Textos, Valencia, 2017), Historia de Mr. Sabas, domador de leones, y su admirable familia del Circo Toti (Ed. Pre-Textos, Valencia, 2019), y Baci e abbracci (e altre solitudini), traducido al italiano (Robin Edizioni, Turín, 2019). Invitado por el Instituto Cervantes, ha impartido charlas en ciudades de América, África y Europa. Ha participado en congresos y encuentros literarios internacionales de diferente sesgo, como las más recientes ediciones del Festival Hispanoamericano de Escritores o del Festival Barcelona Novela Histórica.

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