Presentamos en la revista Trasdemar un cuento del autor tinerfeño Juan Báez (La Orotava) Licenciado en Filología Hispánica, es autor del libro de relatos Castillos de tiempo.
La había visto una única vez antes de aquella gélida tarde de febrero. Fue poco después de su llegada a Berlín, en una conferencia organizada por el Instituto Cervantes. En realidad, llegó allí por casualidad, tras vagar durante horas. Las pocas personas que conocía en la ciudad, los contactos que le habían proporcionado en España, se encontraban todas demasiado ocupadas para hacerse cargo de él. Así que decidió entrar, sin sospechar lo que le aguardaba.
En la sala de conferencias el interés se centraba en una vieja señora, que hablaba en un alemán salpicado de palabras en yidis. No tenía ni idea sobre qué estaba hablando, pero algo en su porte sereno llamó su atención. La traducía al español una chica joven, cuyos rasgos delataban que tenía que ser un familiar, tal vez una nieta. Se sentó al final de la sala. Por su vecino de asiento, se enteró de quién se trataba y de que su aparición había sido una sorpresa, en un momento en el que ya nadie esperaba que asistiera. Pero estaba allí: una superviviente, y con su voz firme les desgranaba sus recuerdos del infierno. Frau Hannah no se prodigó en detalles escabrosos sobre sus días en el campo de concentración de Auschwitz Birkenau. Aun así, el auditorio permaneció sobrecogido. Él no fue una excepción. Al finalizar el acto tenía un nudo en la garganta.
Fuera ya anochecía. Varios de los asistentes lo rebasaron en la salida y se dirigieron a la hilera de bicicletas atadas junto al bordillo de la acera. Aguardó hasta que la calle se despejó a su alrededor, para cerciorarse de que seguía solo. Luego echó a andar, sin un rumbo determinado, con la certeza de que nunca más la volvería a ver.
Una semana después entró a formar parte de la redacción del periódico de la facultad. Lo hizo más por socializar que movido por un interés real. A los dos meses, ya la había abandonado. El motivo que lo impulsó a tomar esta decisión no fue solo sus desavenencias con Karl, el muchacho que había promovido el proyecto. Con él mantuvo la amistad. Existió una excusa ante los demás y una verdad íntima. Su labor en aquel intento de periódico universitario le robaba tiempo para prepararse los exámenes del semestre: esa fue la excusa. La necesidad de centrarse en su poemario fue el verdadero motivo. Llevaba escribiendo poesía desde que tenía uso de razón. De los versos torpes de la adolescencia renegaba con espanto. Poco a poco, había ido puliendo su estilo hasta acomodarlo al eco de su desgarro interior. Estaba seguro de que en ese nuevo libro alcanzaría por fin una voz satisfactoria. Quedaban varios detalles aún para darlo por concluido. Todos menores salvo una imagen. Necesitaba encontrar una imagen lo suficientemente poderosa como para que todo el poemario cobrara sentido. Se había percatado de ello bien avanzado el proceso de escritura. Debía ser una imagen terrible, pero que encerrara una belleza contradictoria. La había buscado en balde durante semanas, de forma obsesiva.
En ese punto se encontraba cuando recibió la llamada de Karl. No habían vuelto a verse desde su abandono del periódico. Karl lo saludó con tono distendido. No le preguntó cómo le iba ni qué había hecho durante aquellos meses. Esa era su forma de ser, pragmática e interesada, por lo que no se lo tomó a mal. Lo llamaba para pedirle un favor. El periódico marchaba bien, pero en esos momentos varios colaboradores habían enfermado y no contaba con nadie que pudiera entrevistar a una superviviente del Holocausto. No podía pagarle, ya lo sabía, pero sus nombres aparecerían juntos al inicio de un extenso reportaje. Como lo notó indeciso, apeló a algunos favores que le había hecho al conocerse y terminó por comprometerlo.
Así que dos días después se dirigió a un discreto apartamento cercano a Mauerpark. La noche anterior había caído una tromba de aguanieve, por lo que chapoteaba sobre la acera al avanzar. El cielo estaba fosco y amenazaba con una nueva precipitación. La señora que debía entrevistar vivía en un edificio de cinco pisos con tejado a cuatro aguas, situado en la esquina de una amplia avenida. Apenas llegó al portal, sin haber tocado el portero, alguien accionó la cerradura para que pudiera entrar. Debían haberlo estado observando mientras se acercaba tras los visillos de alguna ventana, tal vez desde un balcón.
Subió por las escaleras a pesar de que se dirigía al último piso. Era una manía que tenía desde hacía años. Nunca cogía el ascensor. La puerta del apartamento que llevaba anotado en su bloc de notas estaba entreabierta. Tocó levemente la hoja con los nudillos antes de escuchar una voz serena que lo invitaba a pasar.
La señora lo esperaba sentada en un sillón orejero, en la penumbra de un salón. Estaba de espaldas a él, pero en el acto la reconoció. La había olvidado por completo. Ni siquiera cuando Karl le dijo su nombre y le explicó de quién se trataba recordó su primer encuentro, en los erráticos días de su llegada a Berlín. La sorpresa lo paralizó durante unos segundos. Frau Hannah no se dio por enterada. Con tono amable, pero ligeramente cansado, le indicó:
_ Adelante. Siéntese, siéntese. No se va a quedar ahí de pie.
_ Gracias por haber accedido a recibirme.
Karl le había explicado que Frau Hannah era reacia a conceder entrevistas. Durante décadas, había permanecido en la sombra. El acto celebrado en el Instituto Cervantes había sido una de las pocas excepciones. Gracias a él Karl había sabido de su existencia, en un momento en el que ya planeaba realizar un extenso reportaje sobre los supervivientes del Holocausto.
Tomó asiento en un sofá perpendicular al sillón de la señora. En una mesilla frente a ambos apoyó su maletín y se dispuso a anotar. Sabía que debía romper el hielo, pero se sintió cohibido. Tras un silencio molesto, dejó que fuera ella la que comenzara a hablar.
_ Desde hace unas décadas, cada cierto tiempo me han invitado a algún acto. Siempre me he negado a asistir. Supongo que ahora será necesario. Cada vez quedamos menos y es importante… – Hizo una pequeña pausa, pensativa, mirando hacia el vacío. – que no se pierdan nuestros recuerdos. No creo que se haga una idea, a pesar de todo lo que haya visto o leído sobre el tema.
_ Es muy amable al recibirme, pero no quiero que me hable de todo eso.
_ ¿Entonces qué quiere? – Por primera vez desde que entró en el apartamento, la señora pareció prestar un verdadero interés hacia él.
_ No me malinterprete. Claro que quiero que me hable sobre lo que ocurrió en Auschwitz. – Su voz sonó precipitada, acorde con su lucha por hacerse entender dentro de la contradicción. – Pero no quiero quedarme solo en eso. Ya otros lo han contado mejor de lo que yo puedo hacerlo.
_ Nu. ¿Y qué quiere, le repito?
_ El retrato de la persona que salió de allí. Los años venideros, cómo alguien puede vivir con esa monstruosidad en su pasado
_ La persona es inseparable de lo ocurrido. Usted es joven, pero ya debería saber cómo nos definen las experiencias. Seguramente no ha vivido la barbarie, sin embargo, la vida ya habrá comenzado a rasparlo por dentro. ¿Qué hay de usted? Es extranjero, pero habla muy bien el alemán.
_ De España, soy de España. He venido a Berlín a estudiar una maestría.
La señora preguntó con la mirada.
_ De Periodismo y Comunicación Política.
_ Y el periódico de la universidad le ha encargado que venga a entrevistarme.
El joven asintió, aun en contra de su voluntad.
_ Me hará una entrevista, se sentirá mal durante unos días, lo publicarán en su periódico y luego lo olvidará. Un pequeño paso para aprender a ser un profesional.
La señora pronunció la última palabra en español, casi silabeando. El joven se sintió molesto. No le gustaba el desvío que había tomado la conversación. No había ido hasta allí para hablar sobre él.
_ Ya la había visto antes – recondujo.
_ ¿Dónde?
_ En septiembre, en el Instituto Cervantes.
_ ¡Feh!, entonces ya sabrá lo que le voy a contar.
Frau Hannah rememoró entonces el acto que había puesto fin a décadas de silencio, sus palabras ante la creciente expectación, su sobrina nieta Erika traduciéndolas con la voz entrecortada.
_ Sí, supongo que ya sé qué me contará.
_ Bissel, bissel, un poco sí, claro. – Lo miró con fijeza, aunque entornando ligeramente los ojos, como para recordar antes de añadir: – Le contaré algo que nadie sabe, algo que nunca le he contado a nadie. Yo tuve una hija. La perdí en Auschwitz.
El muchacho contuvo la sorpresa. La guerra había terminado casi setenta años atrás. Había supuesto que Frau Hannah debía ser una niña durante aquella época. Ahora se daba cuenta de que tenía que ser mayor de lo que pensaba. Por muy joven que hubiese tenido a su hija, ya debía sobrepasar de forma holgada los ochenta. Tal vez frisara los noventa. Cierta tersura engañosa en la piel del rostro lo había despistado acerca de su verdadera edad.
_ Tuve a mi niña poco antes de que estallara la contienda. Nunca le revelé a mi familia quién era el padre. Nació en un pueblecito cerca de Cracovia, de donde era mi madre. Mi padre era alemán, de aquí, berlinés. Pertenecía a una familia acomodada que provenía de Ámsterdam. Eternamente errantes, como ve. La mayor parte de la familia había huido a América cuando las cosas comenzaron a ponerse realmente feas para los judíos. Pero él decidió que nos mudaríamos a Polonia, donde su suegro le había ofrecido un puesto en sus empresas acorde con su posición. Eso le costó la vida, a él y a mi madre. Mi hermana Erika, la abuela de esa joven que vio conmigo hace unos meses, y yo sobrevivimos gracias a unos parientes lejanos de mi madre. Nos ocultaron en lugares distintos, que ambas desconocíamos. A mí con mi pequeña; Erika en la más absoluta soledad. No volví a verla hasta acabada la guerra.
>> Mi niña, mi pequeña Anne. Durante todos esos años escondidas fue mi sostén. Sin ella me hubiera entregado, no hubiera soportado aquel encierro. Mi niña me insufló voluntad para vivir. Cada pocos meses, cambiábamos de escondite. Nunca llegamos a pisar el gueto. Fue una proeza. Luego supe que el desván que había sido el primero de nuestros refugios se encontraba en un edificio en las afueras de la ciudad, en el apartamento de una señora asesinada por ocultarnos. Gracias a ella y a otros como ella estoy viva. De haber sido llevada antes a Birkenau, con toda seguridad no hubiera sobrevivido.
>> El día que llegamos al campo fue el día más terrible de toda mi vida. Quizás la desolación que entonces me golpeó fue la causa de que aguantara viva, en aquel infierno, los meses que siguieron. Ese día toqué fondo y cuando ya no hay nada que perder, se vive por inercia.
>> Llegamos en un vagón para el ganado tras un viaje extenuante. ¿Cuánto duró? No sabría decirle. Tres, cuatro días. Perdí la noción del tiempo en la penumbra en la que nos hacinábamos y dormíamos de puro cansancio, sin comer, sin asearnos, lanzando los excrementos con un cubo por el único ventanillo. Algunos pudieron beber unas gotas que se colaban por un resquicio, en un pequeño chorro, cuando la nieve del techo se derretía. Los demás, ni eso.
>> Recuerdo que el tren se detuvo en su destino poco después del amanecer. Tras el chirrido de los frenos y el traqueteo final, se abrieron las puertas de corredera. Una luz difusa, aún inestable, nos encegueció. Alguien puso una rampa de madera hasta el andén. En el acto comenzamos a oír cómo nos gritaban y los ladridos de los perros de los SS. Los primeros bajaron impelidos por unas manos que los agarraban desde el exterior, entre golpes. Varios quedaron muertos en el vagón. ¡Oy gevaet! Nunca había pensado que pudiera sentirse tanto miedo. Agarré a mi pequeña y me precipité en la fría mañana.
>> Nos colocaron a las mujeres de cinco en cinco a un lado del andén. Los hombres, en el opuesto. A todos los que renqueaban, los que eran demasiado viejos o mostraban el mínimo síntoma de enfermedad, los apartaban a porrazos y los hacían subir a varios camiones. Al principio no lo sabíamos, pero pronto corrió el rumor de que ser trasladado a los camiones suponía la muerte. No sé quién lo difundió, nadie se pudo enterar en aquella confusión, pero el rumor no era infundado. Los camiones conducían directamente hasta las cámaras de gas.
>> Cuando todos estuvimos distribuidos, siguió un periodo de calma relativa, en el que contuvimos los quejidos. Auschwitz caló entonces en nuestro interior. El campo olía a mierda y carne quemada y el frío era más intenso por momentos. Tras las alambradas, una neblina deshilachada, que parecía surgir del suelo nevado, se levantaba poco a poco. La pequeña Anne se aferraba a mi muslo derecho. Vimos a un grupo de prisioneros que salía del campo en fila, rumbo hacia un trabajo diario que aún desconocían. Estaban esqueléticos y todos llevaban trajes a rayas. Hasta ese momento no había sido consciente de qué nos aguardaba. Los que estábamos allí de pie habíamos sido seleccionados para trabajar.
>> El descanso duró apenas unos minutos, mientras varios SS, cobijados en sus capotes oscuros, intercambiaban impresiones. Nos ordenaron que camináramos hacia unos barracones. Dejamos nuestras maletas en el andén. Fue entonces cuando mi vida se derrumbó. Uno de aquellos monstruos se acercó hasta una mujer que se encontraba a mi lado y la apartó del grupo de una patada. La había oído toser. Anne comenzó a llorar. Un llanto desgarrador. La aferré con todas mis fuerzas, pero el SS la agarró por un brazo y la arrastró lejos de mí. Mishegas, locura, desesperación. Las otras prisioneras me retuvieron, temerosas de que mis gritos atrajeran a las bestias. El SS se la llevó a los camiones junto a la mujer que había tosido.
>> Lo que ocurrió a continuación lo recuerdo como un sueño. Avancé entre mis compañeras dando tumbos, como un pelele. Nos condujeron hasta unas duchas. Después nos raparon la cabeza y el pubis. Y nos tatuaron un número. Una marca, como al ganado. Muy oportuno. En un vagón de ganado habíamos llegado y en eso nos habíamos convertido.
Frau Hannah extendió el brazo izquierdo y se remangó la rebeca. El muchacho pudo ver, fugazmente, el número sobre la piel macerada por los años, llena de manchas.
_ También nos sacaron una fotografía – continuó –. Nunca llegué a verla. Durante todo ese tiempo, la desesperación por mi pequeña me embargó, oprimiéndome el pecho. Sabía que no volvería a verla con vida. Y en efecto, así fue. Mientras a los prisioneros aptos para el trabajo nos preparaban para nuestro ingreso en el campo, los de los camiones habían sido gaseados.
>> En ocasiones apilaban los cuerpos y se pudrían durante días antes de que los quemaran. A ellos los llevaron sobre la marcha a los hornos crematorios, después de hurgar hasta la última cavidad en busca de objetos de valor. Cuando salimos al exterior, el cuerpo de mi niña ya ardía. Por los meses que pasé allí, le puedo asegurar que el humo de las chimeneas de los crematorios subía normalmente de forma perpendicular, hasta perderse en el cielo. Esta vez no fue así. Ese día el humo se extendía rasante, estancado, como un sudario cubriendo todo Birkenau. Nos ordenaron que camináramos hacia el lugar donde nos designarían un barracón. Di varios pasos, por inercia, en esa dirección. Entonces hice algo que me podía haber costado la vida, pero que fue inevitable. Me separé del grupo de prisioneros y me dirigí sola, por el camino nevado, hacia los hornos crematorios. Tal vez fue un milagro, pero ninguno de los guardias se percató. A mitad de camino, caí de rodillas. Aquel manto raso de humo esparcía una llovizna de ceniza que me envolvió. En ese momento lo noté, con total certeza. El polvillo gris que me cubría había formado parte de mí misma. En eso se había transformado mi pequeña Anne.
La señora guardó silencio. Permaneció unos segundos acongojada, mirando hacia el vacío del tiempo. Luego siguió hablando, pero el muchacho ya no la escuchó. Ya no le interesaron los detalles de su historia de supervivencia, ni la posguerra, la opción de irse a vivir a Israel, el regreso a Berlín, la persona que había surgido de la atrocidad. Todo había quedado anegado bajo aquel momento definitorio.
Cuando dejó el apartamento de Frau Hannah tenía la sensación de conocerla desde hacía años. Bajó a pie los cinco pisos. Al llegar a la calle, se percató de que había olvidado su bloc de notas sobre la mesilla. Por un momento, dudó si volver atrás, pero no lo hizo. Enfiló hacia el parque pisando los charcos, con la certidumbre de que iba a acabar su poemario, de que por fin había encontrado la imagen que se le había resistido, la imagen desoladora de una mujer cubierta por las cenizas de su hija.
Juan Báez nació en La Orotava, Tenerife. Se licenció en Filología Hispánica en 2006. Comenzó su andadura literaria escribiendo cuentos por los que fue premiado en varias ocasiones. En 2010 publicó el libro de relatos Castillos de tiempo. Ha colaborado con la revista Nexo del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias y en el libro de leyendas Bandera y garfio. Leyendas canarias de piratas, publicado por la editorial Diego Pun Ediciones. Actualmente compagina la escritura con la labor docente como profesor de Lengua Castellana y Literatura. Babilonia inacabada es su primera novela, aún inédita.
Muy bueno. Espero poder seguir leyendo cosas de este autor.
muy buen trabajo .
llega al alma su narración .
Buen trabajo.
El relato atrapa al lector desde el principio en la escalofriante y enternecedora historia que se cuenta.
Hola Juan,
Me había olvidado de ponerte un comentario sobre tu maravillosa historia.
Me ha encantado y me ha parecido muy entretenida y divertida.
Te felicito.👏👏👏
Sobrecogedor, impactante, desgarrador y un sin fin de adjetivos más se merece este relato, que te engancha desde los primeros renglones y no te suelta hasta que llegas a lo que tal vez ya intuyeras, pero necesitabas leer en palabras del autor. Bravo.